Macarras interseculares. Iñaki Domínguez

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Macarras interseculares - Iñaki Domínguez


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Yo le dije, “te lo pago”. “No”, contestó él, “no quiero que me lo pagues”. Porque “tú eres el hermano pequeño de mis amigos y eres muy simpático, y yo te aprecio, y como amigo, te lo voy a regalar… Ahora, si eres mi cliente, te lo voy a vender, y si te lo voy a vender, te lo voy a negociar”. Capté lo que quiso decirme a la primera: “Si eres mi cliente, seré despiadado. Te interesa más ser mi amigo”. Era súper simpático, pero transmitía vibraciones inquietantes10. En realidad el tío era chunguísimo. Tenía un bar cerca de Cuatro Caminos, que funcionaba de tapadera. Un día estaba yo en su bar… con unos compañeros de la universidad. Llegaron unos skins y nos robaron todo, sin darnos cuenta. Nos mosqueamos, hablamos con ellos, lo negaron todo, y fui a hablar con V., y V. les dijo, “¡Sacad lo que hayáis robado! ¡Todo aquí ahora mismo!”. Y los skins lo devolvieron todo, inmediatamente. Protestando, guarreando, y todo lo que tú quieras, pero lo devolvieron todo». «V. estaba metido en todas las faenas, y además tenía fama de chivato. Tenía contactos con la policía. Cuando alguien tiene fama de chivato es porque nunca le pillan. O es que eres muy bueno, pero eso muy raro, porque si yo me entero de que vendes en tu bar, entonces eso lo sabe todo el mundo. Puede ser, también, que tengas comprada a la policía o que cuentes con un contacto que te perdona una cosa a cambio de la otra».11

      «Por entonces, lo más codiciado eran las pajitas de coca. En Madrid, las pajitas eran el Shangri-La. Porque era como se vendía la cocaína en Galicia, porque la humedad, así, no afectaba tanto a la droga. Una papelina en Galicia era un desastre [porque la humedad estropea la coca en polvo]».

      R., La Carrá: «Pillamos un bar en la playa de San J., Alicante, donde vendíamos de todo. Montamos un bar que no era un bar. Tuvimos un éxito arrollador. Eso fue a finales de los ochenta. A nosotros venían a buscarnos los gitanos de Alicante porque les quitábamos todo el negocio. Ya no teníamos que bajar al Moro. Nuestros proveedores venían con cincuenta kilos de hachís en el coche. Estos moros tenían una perra en celo para que los perros de la policía se excitasen al olerla. Así, olían a la perra y no olían el hachís. En una ocasión, un picoleto se puso enfrente del coche y casi lo atropellan. La perra era una dóberman. Lo curioso es que cuando entrabas en la casa de los moros, la perra se acercaba a tus genitales, pero no se ponía de cara, sino de culo. Había un cabrón que se estaba follando a la perra... Era el que tenían de machaca. En la organización que tenían montada había castas. Cada vez que íbamos a verlos en Marrakech, lo pasábamos de puta madre».

      Por otra parte, R. comenta cómo varios de los miembros del grupo de Cuatro Caminos terminaron viviendo en un poblado de Fuencarral, a causa de su adicción a la heroína. Eran unos cuarteles abandonados en lo que ahora serían Las Tablas. Se trataba de un cuartel militar vinculado a la Renfe: «El Abuelo vivía en un apartamento pequeño dentro del cuartel. Ahí vivían gitanos, mercheros, y la mayoría se dedicaba a las peleas de perros. El Abuelo tenía una pitbull llamado Peggy, que utilizaba en peleas. Con esos hábitos, la Peggy estaba cosida de los bocados que tenía. Parecía el perro de Frankenstein. Tenía que ir con una cuña porque el animal como mordiera a alguien no lo soltaba. Estaba completamente enloquecida. En el cuartel había pitbulls, había presas canarios, había unos perros que daban miedo. La Peggy parió y el Abuelo me regaló una cachorrilla guapísima. Un perro muy bonito. Pero la perra recién nacida era una asesina… Venía así de serie, por lo que había sufrido su madre. Mi ex me dijo “o el perro o yo”».

      J.: «El Abuelo —al que llamaban así por parecer mucho más mayor de lo que era— murió de una sobredosis, y cuando murió fue santificado, por decirlo de alguna manera. En realidad, es imposible tratar con un yonqui. Muchos de ellos enloquecen. Uno del grupo se cagó en el portal de la casa de mi familia. Iba a pedir dinero, y como no le dieron nada, se cagó en el portal. Hay gente que se salvó por los pelos. A otro le pilló la Guardia Civil de Málaga. Llegó una multa a casa de su familia, y dejó que la multa llegase a Madrid. Su padre la pilló. Con terror en los ojos, preguntó a uno de los hermanos si se pinchaba. “No”, dijo él, “pero tiene muchos problemas” [en esa época solo fumaba la heroína]. Dejar que la multa llegase a su casa era un modo de pedir ayuda. Volvió a casa de sus padres y, finalmente, se fue a la casa de su familia en el pueblo para desintoxicarse».

      Cartel de Furia oriental (1974).


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