Entre el deseo y el temor. Jennie Lucas
Читать онлайн книгу.un hijo…
Chiara sabía que quería tener hijos. Él era el último de su linaje. Su familia, poderosa durante quinientos años, había quedado reducida a Alex y a un primo lejano, Cesare. Si no tenía descendencia, el título de conte di Rialto moriría con él, pero la posibilidad de tener un hijo era cada día más lejana porque había dejado de tener relaciones con su mujer mucho tiempo atrás.
Había esperado que Chiara recuperase el sentido común, que pudiesen mantener una buena relación. No necesitaba amarla. De hecho, era mejor que no la amase.
Pero Chiara debía saber que si lo sorprendía con un hijo biológico, él estaría dispuesto a darle lo que le pidiese: el divorcio, su fortuna, cualquier cosa para proteger a su heredero.
¿Podría estar diciendo la verdad aquella desconocida?
–Siento mucho lo de su esposa –dijo la joven americana, poniendo una mano en su brazo–. Aunque tuviesen… problemas en su matrimonio, estoy segura de que usted la quería mucho.
Atónito, Alex miró la delicada mano en su brazo. El roce había provocado un escalofrío que se extendía por todo su cuerpo.
¿Por qué reaccionaba así con una extraña?
No había ninguna magia especial, se dijo a sí mismo. Era una reacción instintiva, nada más, porque hacía tiempo que no mantenía relaciones.
Años en realidad. Nunca hubo pasión en su matrimonio, ni siquiera al principio. Había sido un enlace de conveniencia, la unión de dos familias con viñedos centenarios.
Apenas sabía nada de Chiara salvo que era bellísima, que pertenecía a una familia distinguida y que llevaba el viñedo Vulpato como dote.
Las pocas veces que habían hecho el amor había sido algo mecánico, indiferente. Y unos meses después de la boda, ni siquiera dormían juntos.
Eso había sido casi tres años antes.
Era lógico que su cuerpo reaccionase ante el menor roce, pensó.
Alex apartó su mano y vio que ella se ponía colorada. Era muy guapa, con expresivos ojos castaños y el pelo oscuro sujeto en una larga coleta. Llevaba un vestido amarillo que se pegaba a sus curvas de embarazada y tenía unas piernas largas y bien torneadas. No parecía llevar una gota de maquillaje y ni una sola joya.
–Pero… no entiendo nada –empezó a decir ella–. Lo siento mucho. Imagino lo mal que lo está pasando…
–No, no puede imaginarlo –la interrumpió él–. Y yo no sé nada sobre esa clínica.
Rosalie lo miró en silencio durante unos segundos.
–¿Dice que su mujer murió en un accidente?
–Así es –respondió Alex.
«Si se puede llamar accidente a emborracharse con tu amante y conducir por una carretera llena de curvas una noche lluviosa».
–Hace cuatro semanas. ¿No lo sabía? Salió en las noticias.
La muerte de Chiara había sido comentada en todos los medios franceses e italianos. El orgulloso conte di Rialto, que antes de casarse había sido un conocido playboy, abochornado por las públicas traiciones de su esposa, que por fin había muerto con su amante en un accidente. Las revistas de cotilleos no iban a dejar pasar tan jugoso escándalo.
Todos sus amigos y conocidos le habían preguntado por qué no se divorciaba de ella, pero nadie entendía que para él era una cuestión de honor.
«Tu mujer te pone en ridículo continuamente», le decían. «El honor no exige que cumplas las promesas matrimoniales sino que te divorcies de esa fulana».
Alex miró los luminosos ojos de la joven americana, llenos de angustia y compasión.
Era un fraude, tenía que serlo. No podía estar diciendo la verdad sobre el embarazo porque era imposible que una clínica americana tuviese una muestra de su ADN. Tal vez Chiara había encontrado a una actriz embarazada en Los Ángeles y la había convencido para que hiciese esa charada. Tenía que ser eso.
–Espero que le pagase por adelantado –le espetó, con los dientes apretados.
La chica lo miraba con cara de sorpresa.
–¿Qué?
–Chiara la contrató para que viniese a Venecia y dijese estar embarazada de mi hijo, ¿no?
–¿Está diciendo que no me cree?
El temblor en su voz, los ojos empañados…
Era una buena actriz, debía reconocerlo. Tan buena que seguramente la vería en televisión algún día aceptando un premio.
–Claro que no la creo. ¿Cómo iba a concebir un hijo del que yo no sé nada?
–Por inseminación artificial –respondió ella, poniéndose colorada.
–Señorita… ¿cómo ha dicho que se llama?
–Rosalie Brown.
–Muy bien, señorita Brown, le pagaré el doble de lo que le pagó Chiara si admite que está mintiendo. Admita que no soy el padre de su hijo –Alex la miró de arriba abajo–. Eso, si está embarazada de verdad.
–¿Que no estoy embarazada? –exclamó ella, indignada–. ¡Toque esto!
Rosalie Brown tomó su mano y la puso sobre su abultado abdomen. Alex había esperado tocar algo blando, un almohadón o algo parecido, pero apartó la mano con sorpresa al comprobar que de verdad estaba embarazada.
–¿Es un niño o una niña? –le preguntó.
–¿Qué importa eso? Es un niño y nacerá dentro de dos meses. Y usted es el padre.
–Y ha venido a recibir su dinero. Ya estaba embarazada cuando Chiara la contrató, pero ella le prometió una cantidad de dinero si me hacía creer que ese niño era hijo mío –dijo él entonces–. De ese modo conseguiría el divorcio.
–¿Su mujer quería el divorcio?
–Pero cuando descubrió que Chiara había muerto, temió no recibir el dinero prometido –siguió él, como si no la hubiese oído–. Y ahora espera que se lo dé yo, naturalmente.
–¿Qué? ¡No! No me ha entendido, señor Falconeri. No se trata de eso.
–¿Entonces qué es lo que quiere, señorita Brown?
La vio tragar saliva. Tenía unos preciosos y expresivos ojos castaños, profundas piscinas oscuras con puntitos dorados que, por alguna razón, le parecían hipnóticos.
–Quiero quedarme con el niño –respondió, en voz baja–. Por eso he venido, por eso me he hecho el pasaporte y he viajado al otro lado del mundo por primera vez en mi vida. Quiero quedarme con el niño porque es mío, es mi hijo.
Alex la miró sin entender.
–Quiere que le dé dinero…
–Lo único que quiero es a mi hijo –lo interrumpió ella, sacando del bolso un fajo de billetes que puso en su mano–. Este es el dinero que me dio su mujer por el contrato. Está todo, no he gastado un céntimo.
Atónito, Alex miró el fajo de billetes. Parecía una cantidad muy pequeña.
–¿No quiere nada de mí?
Rosalie Brown negó con la cabeza.
–Solo quiero a mi hijo.
–Yo no sé nada sobre ese niño. Es imposible que yo sea el padre, así que márchese.
Esperaba que ella respondiese con palabras airadas, pero en lugar de eso Rosalie Brown lo abrazó con lágrimas en los ojos.
–Gracias –susurró, besándolo en la mejilla–. Muchísimas gracias.
Alex sintió el roce de sus pechos,