El verano de Raymie Nightingale. Kate DiCamillo

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El verano de Raymie Nightingale - Kate  DiCamillo


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en su escritorio, siempre y en todas las estaciones, porque creía en alimentar a la gente.

      También creía en alimentar a los cisnes. Todos los días, a la hora del almuerzo, la señora Sylvester tomaba una bolsa de comida para cisnes y visitaba el estanque junto al hospital.

      La señora Sylvester era muy bajita, y los cisnes eran altos y de cuellos largos. Cuando se paraba en medio de ellos con la bufanda en su cabeza y la gran bolsa de comida para cisnes entre sus brazos, parecía como un ser salido de un cuento de hadas.

      Raymie no estaba segura de qué cuento.

      Tal vez era un cuento de hadas que aún no se contaba.

      Cuando Raymie le preguntó a la señora Sylvester qué pensaba de que Jim Clarke dejara el pueblo con una asistente de dentista, la señora Sylvester había respondido:

      —Bueno, querida, he descubierto que casi todo resulta bien al final.

      ¿Todas las cosas resultan bien al final?

      Raymie no estaba segura.

      La idea parecía ridícula (pero también posible) cuando la señora Sylvester la dijo con su voz de pajarito.

      —Si pretendes ganar el concurso Pequeña Señorita Neumáticos de Florida —dijo la señora Sylvester— debes aprender a hacer malabarismo de bastón. Y la mejor persona para enseñar a hacer malabarismo de bastón es Ida Nee. Es campeona mundial.

      CINCO

      Esto explicaba lo que Raymie hacía en el patio de Ida Nee, bajo los pinos de Ida Nee.

      Estaba aprendiendo a hacer malabarismo de bastón.

      O supuestamente eso era lo que hacía.

      Pero la chica del vestido rosa se había desmayado, y la clase de malabarismo se había detenido.

      Ida Nee dijo:

      —Esto es ridículo. Nadie se desmaya en mis clases. No creo en el desmayo.

      El desmayo no parecía ser una cosa en la que necesitaras creer (o no) para que sucediera, pero Ida Nee era campeona mundial en malabarismo de bastón y probablemente sabía de lo que hablaba.

      —Son tonterías —dijo Ida Nee—. No tengo tiempo para tonterías.

      Este pronunciamiento fue recibido con un breve silencio, y luego Beverly Tapinski abofeteó a la chica del vestido rosa.

      Abofeteó una mejilla y después la otra.

      —¿Pero qué te pasa? —dijo Ida Nee.

      —Esto es lo que se les hace a las personas que se desmayan —dijo Beverly—. Las abofetea —abofeteó de nuevo a la chica—. ¡Despierta! —gritó.

      La chica abrió los ojos.

      —Uh-oh —dijo—. ¿Llegó la gente de la casa hogar del condado? ¿Marsha Jean está aquí?

      —No conozco a ninguna Marsha Jean —dijo Beverly—. Te desmayaste.

      —¿De verdad? —parpadeó—. Tengo los pulmones muy congestionados.

      —Esta clase ha terminado —dijo Ida Nee—. No voy a perder mi tiempo con holgazanes y gente que finge enfermarse. O que se desmaya.

      —Bien —dijo Beverly—. De todas formas nadie quiere aprender a hacer malabarismo con un estúpido bastón.

      Lo cual no era verdad.

      Raymie quería aprender.

      De hecho, necesitaba aprender.

      Pero no parecía una buena idea llevarle la contra a Beverly.

      Ida Nee se alejó de ellas marchando hacia el lago. Iba levantando muy alto sus piernas con botas blancas. Uno podía darse cuenta de que era una campeona mundial al verla marchar.

      —Siéntate —le dijo Beverly a la chica desmayada.

      La chica se sentó. Miró a su alrededor con sorpresa, como si hubiera sido depositada en la casa de Ida por error. Parpadeó. Puso la mano sobre su cabeza.

      —Siento mi cabeza tan ligera como una pluma pequeña —dijo.

      —Daaa —dijo Beverly—. Es porque te desmayaste.

      —Me temo que no habría sido un muy buen Elefante Volador —dijo la chica.

      Hubo un largo silencio.

      —¿Elefante? —preguntó finalmente Raymie.

      La chica parpadeó. Su cabello rubio parecía blanco bajo el sol.

      —Yo soy una Elefante. Mi nombre es Louisiana Elefante. Mis papás eran los Elefantes Voladores. ¿No has escuchado sobre ellos?

      —No —dijo Beverly—. No hemos escuchado sobre ellos. Ahora deberías ponerte de pie.

      Louisiana posó la mano sobre su pecho. Inhaló profundo. Resopló.

      Beverly puso los ojos en blanco.

      —Toma —extendió la mano. Era una mano mugrosa. Los dedos estaban manchados, y las uñas sucias y mordidas. Pero a pesar de la suciedad, o quizá debido a ella, esa mano se veía muy confiable.

      Louisiana la tomó, y Beverly la jaló para ayudarla a incorporarse.

      —Ay, Dios mío —dijo Louisiana—. Estoy repleta de remordimientos. Y miedos. Tengo muchos miedos.

      Se quedó ahí, de pie, mirándolas a las dos. Sus ojos eran oscuros. Eran color café. No, negros, y estaban muy hundidos. Parpadeó.

      —Tengo una pregunta que hacerles —dijo—. ¿Alguna vez en su vida se han dado cuenta de que todo, absolutamente todo, depende de ustedes?

      Raymie ni siquiera tuvo que pensar en la respuesta.

      —Sí —dijo.

      —Daaa —dijo Beverly.

      —Es aterrador, ¿no? —dijo Louisiana.

      Las tres se quedaron ahí, de pie, mirándose unas a otras.

      Raymie sintió que algo se expandía dentro de ella. Se sentía como una tienda de campaña gigantesca inflándose.

      Raymie sabía que eso era su alma.

      La señora Borkowski, que vivía en la acera de enfrente de la casa de Raymie y que era muy, muy anciana, decía que la mayoría de la gente desperdiciaba sus almas.

      —¿Cómo las desperdician? —Raymie le preguntó una vez.

      —Permiten que se marchiten —dijo la señora Borkowski—. Fffffftttttt.

      Lo cual tal vez era —Raymie no estaba segura— el sonido que hacía un alma al marchitarse.

      Pero mientras Raymie estaba de pie en el patio de Ida Nee, junto a Louisiana y Beverly, no sentía que su alma se estuviera marchitando para nada.

      Se sentía como si se estuviera llenando, creciendo, volviéndose más brillante, más segura.

      Abajo en el lago, en la orilla del muelle, Ida Nee giraba su bastón. Éste brillaba y relucía. Ella lo lanzaba muy alto en el aire.

      El bastón parecía una aguja.

      Parecía como un secreto, angosto y brillante y solo, refulgiendo en el cielo azul.

      Raymie recordó las palabras de hacía un rato: Lamento haberte traicionado.

      Volteó con Louisiana y preguntó:

      —¿Quién es Archie?

      SEIS

      —Bueno, comenzaré por el principio, ya que es el mejor lugar por donde comenzar —dijo Louisiana.

      Beverly bufó.

      —Había una vez —dijo


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