Secretos y pecados. Miranda Lee

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Secretos y pecados - Miranda Lee


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de su deseo.

      Su hermano era responsable de haber alterado sus planes con su mensaje, ella solo tenía la culpa del deseo que lo invadía y que también alteraba esos planes. Desde luego, no entraba en el plan desearla físicamente. Él necesitaba la mente fría y clara y el cuerpo totalmente controlado. Había invertido demasiado de sí mismo, demasiado de lo que había sido y de su procedencia, demasiado de adonde quería ir y de lo que había hecho para llegar allí… había invertido tanto en el objetivo que estaba a punto de conseguir que fracasar ahora resultaba impensable. Especialmente si el fracaso se debía a que su cuerpo anhelaba poseer a una mujer determinada. Una mujer que había conseguido tocar de algún modo su oscuridad emocional, esa parte de sí mismo que todavía permanecía más allá de su control.

      Alena parecía tensa y apretaba el bolso de un modo que expresaba claramente que quería marcharse… debido a que su hermano había reclamado su apoyo a través de la distancia.

      –Te acompañaré a tu suite –dijo Kiryl. Cuando ella empezó a protestar, alzó una mano–. Por favor. Puede que no sea correcto hablar de estas cosas, pero creo que la tarde ha dado un giro que ninguno de los dos esperábamos del todo. Un giro que ha llevado un simple beso hasta un lugar que a mí me ha dejado… Bueno, digamos que lo que ha ocurrido entre nosotros ha tocado algo en mi interior, y eso significa que en este momento no quiero que ningún otro hombre te mire y adivine lo que hemos compartido. Y por esa razón debes permitirme que me muestre protector y algo posesivo y te deje sana y salva en tu puerta.

      ¿Cómo podía negarse ella a una petición así?

      Cinco minutos después, Kiryl escoltaba a Alena por el pasillo que llevaba hasta la suite de su hermano, después de subir hasta allí en el ascensor con un empleado del hotel cuya presencia había hecho imposible cualquier conversación íntima. Kiryl pensó que, si iba a seducirla tan completamente que ella le entregara su absoluta confianza además de su cuerpo, tendría que hacerlo en algún lugar donde pudiera tenerla totalmente para sí, donde se desvanecieran las realidades de la vida y su lealtad a su hermano.

      Habían llegado a las puertas dobles de la suite. Kiryl intuía que, si le sugería que lo invitara a entrar, ella se rebelaría. Maldijo de nuevo mentalmente la interrupción que había hecho que su intimidad llegara a su fin antes de lo que le habría gustado.

      Alena se volvió hacia él. Se había sentido avergonzada yendo en el ascensor con él bajo la mirada del botones, y le ardía todavía el cuerpo por la intimidad que habían compartido.

      –Gracias por el donativo –dijo con suavidad–. Y gracias por haberme hablado de tu madre y haberme dejado que te hablara de la mía y de San Petersburgo.

      San Petersburgo. Por supuesto. Ella le había dicho lo romántica que consideraba la ciudad, y sería un lugar bastante íntimo en esa época del año en que los habitantes ricos se habían trasladado ya a climas más cálidos para huir del frío del invierno.

      Kiryl le dedicó una sonrisa cálida que hizo que a Alena se le curvaran los dedos de los pies y la sangre le golpeara con fuerza en las venas.

      –¿Entonces no te ha decepcionado nuestro encuentro? –preguntó él.

      Ella negó con la cabeza.

      –¿Te ayudaría que sea yo el primero que diga que he disfrutado de cada minuto de él y espero que podamos repetir ese placer? –preguntó Kiryl con voz tierna. Siguió hablando sin darle ocasión de contestar–: No quiero meterte prisa, Alena, pero creo que ninguno de los dos estábamos preparados para… para la química entre nosotros. Ha sido algo muy especial. Tú eres muy especial. ¿Lo ves? Haces que hable y me sienta como un crío que nunca hubiera deseado antes a una mujer. Pero es que ninguna mujer me ha hecho sentir lo que tú.

      Eso, por supuesto, era verdad. Debido a su relación con Vasilii, ella había despertado en él sentimientos que ninguna otra mujer era capaz de suscitar.

      –Quiero verte de nuevo mañana, si me lo permites.

      –Sí.

      Alena exhaló aquella única palabra junto con el aliento que había retenido. Sentía de verdad que estaba entrando en un mundo nuevo, un mundo mágico cuyo eje era Kiryl y lo que le hacía sentir.

      –No puedo soportar tenerte fuera de mi vista.

      Kiryl se encogió de hombros y soltó una risita, como si le sorprendiera la poca familiaridad de lo que sentía. Y era cierto. Le costaba dejarla marchar. Pero porque ella era muy importante para sus planes y no por la molestia en la entrepierna que indicaba que su cuerpo tenía también planes para ella. Una chispa de irritación interior riñó a su cuerpo por aquel inconveniente deseo.

      –¡Hay tantas cosas que quiero compartir contigo y enseñarte!

      Hablaba con voz profunda y levemente ronca. Y de pronto descubrió que sus palabras reforzaban de un modo incómodo la oleada de deseo que lo había pillado antes desprevenido. La deslealtad de su cuerpo le irritaba, pero en ese momento tenía cosas más importantes en las que pensar. Después de todo, cualquier hombre mayor de treinta años que se preciara tenía que poder controlar su excitación sexual.

      –Hay muchas cosas que quiero que nos pertenezcan en exclusiva a nosotros –prosiguió con suavidad– y a lo que estamos empezando a sentir por el otro. Eso me está haciendo egoísta. No quiero compartirlo ni compartirte a ti con nadie más. Todavía no. Por lo menos hasta que sepa que tú…

      Por supuesto, Alena sabía bien lo que quería decir. La atracción entre ellos podía ser imperiosa para ellos dos, pero no se imaginaba que Vasilii, por ejemplo, la viera del mismo modo. En el momento en el que mencionara su encuentro con Kiryl, su hermano le lanzaría una avalancha de preguntas que ella no quería afrontar. Lo nuevo y delicado del descubrimiento de sus sentimientos mutuos necesitaba la intimidad de ser compartido solo por ellos dos, no ser expuesto al interrogatorio de Vasilii, un interrogatorio bienintencionado pero posiblemente demasiado analítico e intenso.

      –Yo siento lo mismo –le aseguró a Kiryl.

      La confesión de él le daba confianza. No estaba sola en su deseo. Estaban conectados por una necesidad mutua. Eso era algo que compartían.

      –Entonces será nuestro secreto… por el momento.

      Alena abrió la puerta con su tarjeta, que tenía ya en la mano. Se volvió a mirar a Kiryl con ojos brillantes por la alegría embriagadora que sentía. Sujetando todavía la puerta, le puso una mano en el brazo y lo miró a los ojos.

      –Gracias –musitó–. Gracias por el donativo a la fundación de mi madre y gracias sobre todo por esto –susurró con voz ronca.

      Se puso de puntillas y lo besó en los labios.

      El único pensamiento que pudo formular Kiryl, a quien pilló por sorpresa el violento deseo que le provocó el beso, fue una rabia ilógica. ¿Ella no se daba cuenta de que no debía mostrarse tan abierta y confiada con él? ¿De que no podía ser tan vulnerable? ¿Abrirse tanto a ser utilizada y a sufrir?

      ¿Pero qué le importaba a él que ella pudiera sufrir? ¿Cuándo le había importado que alguien pudiera sufrir? Nunca. Y no tenía intención de que le importara nunca. Eso solo podía llevar a un camino de debilidad y autodestrucción. Él tenía que seguir concentrado en lo suyo porque solo así conseguiría su objetivo. Y solo cuando alcanzara su objetivo podría librarse por fin de la sombra oscura del desprecio de su padre y dejarla atrás.

      La apartó con firmeza y le dijo con sinceridad:

      –Si no entras ahora, no entrarás sola. Y este no es el lugar en el que quiero…

      Alena negó con la cabeza, pues no quería que dijera en voz alta lo que iba a decir. Porque si lo hacía, el efecto que tendría en ella saber que deseaba tanto hacerle el amor haría que le resultara tan imposible dejarlo como insinuaba él que le resultaba dejarla a ella.

      –Mañana –le dijo Kiryl–. Mañana vendré a buscarte y cuando lo haga…

      –Cuando lo hagas, estaré preparada


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