Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat


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momentos de su vida, se hace reiteradamente presente.

      En este caso, a la hora de leer tales papeles, la desconfianza suele ser una excelente consejera puesto que –y ello no es nada gratuito– buena parte de las ficciones sobre las cuales ha abundado la posteridad ha tenido su asiento en la forma como el propio Miranda tendió a exagerar algunos contornos de su vida, ponerles aliño a sus correrías mundanas, abultar su relación o la intimidad de su trato con algunos interlocutores (lo hizo, por ejemplo, en el caso de Jorge Washington), buscar satisfacciones compensatorias a su pasado, adornar de sobra cuanto pudo haber de circunstancial o aun de casual en algunas de sus acciones o, simplemente, sobrestimarse a sí mismo en un terreno que siempre resulta muy engañoso, como lo es la clarividencia política.

      Incluso a la hora de las precisiones existen datos concretos de su existencia que resultan muy difíciles de corroborar con cierto grado de certeza. Para comenzar, y descontando aquellos pocos casos acerca de los cuales queda constancia de que posó frente al óleo o el pastel, la mayoría de los retratos que de él se conservan son de dudosa fiabilidad, revelando inclusive una falta de coincidencia en lo que a ciertos rasgos fisonómicos generales se refiere.

      Vale por caso apuntar incluso que no existe siquiera clara concordancia en relación con su estatura: Caracciolo Parra Pérez la fija, por ejemplo, en 1,62; uno de los memorialistas que lo acompañaran durante la expedición de 1806 le agrega, en cambio, veinte centímetros más (1,82). Al tiempo que este mismo memorialista dejara constancia de cuánto lo cautivara la extraña palidez de su rostro, algunos retratos y descripciones le confieren rasgos mucho más próximos a los tintes que Juan Nicolás de Ponte y Martín Tovar Blanco –ambos caraqueños principales y miembros del Cabildo– utilizaron para desmerecer de su padre al calificarlo de «mulato».

      Además, si algo viene a abonar estas dudas en torno a su imagen son las contradictorias descripciones hechas por quienes tuvieron a su cargo seguirle los pasos, fuesen estos empleados de posta, jefes de policía, prebostes, guardias civiles o funcionarios de aduana. Convendría no pasar por alto, a modo de ejemplo, la forma como Charles Gravier, conde de Vergennes y ministro de Luis XVI, lo retrató para conocimiento del alcalde de Lyon, en 1786. Aparte de atribuirle un «aire resuelto» y «vivaz», hacía constar, como resultado de sus pesquisas, que se trataba de un individuo de «talla media y bien proporcionada», «cara redonda», «color moreno», «dientes claros» y «cabellos negros»[4]. También está el registro que el propio Miranda dejara en el pasaporte falso con el cual saliera de París en 1798 bajo el nombre de Gabriel Eduardo Leroux Hélander y donde se le describe así: «Cinco pies y cuatro pulgadas de estatura, pelo negro, cejas negras, ojos grises, frente despejada, nariz mediana, boca mediana, barbilla redonda y rostro oval»[5].

      Existe algo que, por obvio, suele pasarse por alto a este respecto, y de allí que resulte pertinente traer a colación lo siguiente: en tiempos anteriores a la fotografía resultaba prácticamente imposible proveer a cónsules u otros agentes situados a muchas leguas de distancia con una descripción fidedigna de algún individuo a quien se le pretendiera mantener vigilado. De allí que, prevalido de identidades múltiples y adoptando distintas formas de encubrimiento, Miranda lograra mantenerse con frecuencia a unos cuantos pasos de distancia de sus perseguidores[6].

      Al dirigirse en una oportunidad a uno de sus más cercanos interlocutores franceses, el propio Miranda habló de su «pobre patria accidental». En este caso se refería, naturalmente, a Francia. ¿Resulta posible asumir entonces la existencia de «patrias accidentales» en el curso de la vida? Esto pareciera aproximarse bastante a lo que alguna vez sostuviera Jorge Luis Borges, en el sentido de que la «patria» solo existe donde uno se sienta a plenitud. ¿Pero qué era entonces de esa «otra» patria, que aún no existía y que, incluso, él mismo se mostrara resuelto a construir más allá de los papeles?

      Miranda puede darnos fe –y de sobra– de lo que significara, a lo largo de su intensa biografía, la terquedad por comprender una comarca, creer que se forma parte de ella (pese al hecho de haber permanecido alejado de sus confines durante casi 40 años) e, incluso, de apostar que se está ciegamente en la tarea de colaborar en la construcción de una nueva comunidad –republicana y liberal para más señas– para solo irse a pique y naufragar en el empeño.

      De hecho, Miranda es sin duda uno de los venezolanos que más creyeron dedicarse a tiempo completo a la idea de un país (o, al menos, al país que habitaba en su fértil cerebro) y quien, a la vez, sufrió de una falta adaptativa tan evidente al darse su regreso a Caracas a fines de 1810 que no tardó en verse trágica y rotundamente repelido por el medio. Con su habitual agudeza, Elías Pino Iturrieta ha sintetizado el drama de este modo:

      [Miranda] es criatura de [un] teatro atractivo y temible, mientras sus futuros camaradas de insurgencia apenas comienzan a romper el cascarón de la Colonia. Los criollos leen a escondidas, imitan la moda de París, se atreven a escribir textos reformistas y acarician la posibilidad de un cambio, pero sienten que apenas se parecen a los gigantes que han puesto a Europa boca arriba. Si Francisco de Miranda es como ellos, no debe ser uno de los suyos. Por lo menos hasta la pérdida del primer ensayo republicano, ninguno de los criollos maneja información suficiente sobre su contemporaneidad. Ni tiene vínculos de importancia con factores políticos distintos a los españoles. Además, como criaturas esenciales de la cultura tradicional, no pueden ver con ánimo apacible el espectáculo de las luces[7].

      Lo asombroso es que, pese a tanto fracasar, como lo observó alguna vez el novelista V.S. Naipaul, Miranda no cejara en su empeño de anunciar planes de gobierno que, a raíz de tantos años de ausencia del país, solo podían tener acogida, y en algunos casos con reserva, entre aquellos que en los Estados Unidos, Inglaterra o Francia se manejaban en la cúpula de los negocios políticos o, lo que es lo mismo, entre quienes se veían dispuestos a sacar provecho y ventaja de los planes que ofrecía el animoso venezolano.

      Aun cuando haya quienes no tengan mayor simpatía de hacer mención de ello, bastaría recordar lo ganado que estuvo Miranda a ceder ciertas porciones del territorio americano como parte de sus proyectos. Por caso está lo que él mismo expresara en 1796: «Por lo que toca a nuestras colonias, como sus productos son tan interesantes a la Francia, y que en ello está fundado su comercio y manufacturas, ofreceremos algunas de nuestras islas menos importantes, por la parte española de Santo Domingo y por Puerto Rico, que se nos cederán a cambio de las plazas fuertes que ocupamos en el territorio español»[8].

      Un año más tarde esta oferta bastante discutible de beneficios territoriales se repetiría en el Acta de París (22 de diciembre de 1797), donde el acto de entrega de la soberanía sobre las islas de Puerto Rico, Trinidad y Margarita quedaría expresado del siguiente modo: «(…) podrán ser ocupadas por sus aliados Inglaterra y Estados Unidos, que sacarán de ellas provechos considerables»[9]. Lo decía así, como quien dispone de lo ajeno en un reparto y, por supuesto, sin que nadie fuera consultado al efecto.

      Miranda no solo enunciará la necesidad de establecer «una sabia y juiciosa libertad civil» en el contexto de un país sumido en la confusión que supuso la dramática dislocación del orden borbónico sino que, desde muy temprano (desde 1790, cuando menos), fue dándoles colorido a sus propuestas constitucionales con figuras derivadas de otros tiempos y otras culturas: al ofrecer un producto sincrético que combinaba investiduras de origen romano (cónsules, ediles, censores, cuestores y demás) con cargos de abolengo nativo (curacas, hatunapas y amautas), así como usos y costumbres derivados del parlamentarismo británico, Miranda pondría todo el peso de su pensamiento en un país alejado de sus verdaderas partículas.

      Las razones que lo condujeron al borde de la desilusión en distintos momentos de su vida son varias y trato de explorarlas de algún modo a lo largo de este libro. Es curioso, pero, así como Eça de Queiroz sostenía que lo mejor de Portugal era el tren del sur, por el cual podía escaparse para siempre, o que el escritor Juan Vicente Romero García apuntase, en célebre juego de ingenio, que la primera de las dos mejores cosas que podía hacer un venezolano era irse del país y, la segunda, no volver jamás, Miranda porfiará en creer en cambio que el país, de alguna manera, estaba allí, aguardando por la concreción de sus planes. Nada lo ilustra más trágicamente que la seguridad con que fijara por escrito estas palabras en una proclama librada en las playas de Coro, en agosto de


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