La niñez infectada. Esteban Levin
Читать онлайн книгу.El coronavirus afecta el cuerpo, contagia e infecta. Constituye una híperpresencia y obstaculiza cualquier otro sentido; ¿seremos capaces de escapar a la reproducción plena del mismo virus? ¿Podremos ser contemporáneos del niño que fuimos? Mantener viva la experiencia infantil es la fuerza afectiva que nos permitirá resistir la amenaza mortal del coronavirus y rescatar la vitalidad compartida de la comunidad del nos-otros.
Quinto impacto
Los mundos imaginarios de Lucía
Lucía, una niña de siete años, llegó al consultorio derivada por la escuela; notaban que tenía dificultades para relacionarse con otros niños y problemas de conducta. A veces, mostraba reacciones agresivas o impulsivas; en otras ocasiones, si no se aceptaba lo que ella quería, se callaba y se aislaba de los demás. Ante alguna situación inesperada, respondía con mucho miedo.
En nuestros primeros encuentros antes de la pandemia, Lucía propuso dibujar monstruos para asustar al otro. En una caja de cartón diseñada especialmente (con dibujos de arañas, colmillos, fantasmas, cuernos y mostruosidades diversas) guardamos máscaras, disfraces, palos (espadas), cartulinas, hilos, sogas y variados elementos para aterrorizar. A veces, cada uno preparaba miedos para el otro; por ejemplo, con marcadores nos hacíamos tatuajes para horrorizar (en las manos, los hombros, la cara, los pies, las piernas) o nos transformábamos en brujos con poderes mágicos, capaces de robotizar al otro. Otras veces, asustábamos a la secretaria o a algún vecino, o íbamos por las escaleras, agazapados, sin que nos vieran, bajo un manto de intriga, para concretar alguna aventura “espeluznante”.
Jugar con los miedos exorcizaba el poder oculto de ellos y después los dejábamos en la caja de los monstruos, devenida lugar de cosas misteriosas, truculentas, fantásticas y mágicas.
Durante la cuarentena, nuestros encuentros continuaron por videollamada; la casa de ella, muy amplia y cómoda, se transformó en una verdadera caja de sorpresas. Lucía me mostró rincones secretos, lugares oscuros, escondites, juguetes de lo más variados y una carpeta de collages, dibujos, libros e imágenes que, sin cesar, desplegó en varios encuentros.
En otras videollamadas, la cocina pasó a ser un “laboratorio” de experimentos. En un pote colocamos azúcar, sal gruesa, detergente, lentejas, perfume, pelos del gato, piedritas, tierra y algún juguetito. Guardamos el recipiente en el freezer y, en el encuentro siguiente, develamos el misterio y descubrimos cómo había quedado la mezcla. Cada uno hacía la suya y compartíamos (junto a los padres y, a veces, la hermana menor) el tiempo de la creación, la realización del experimento y lo disparatado del resultado, a la vez misterioso y placentero.
¿Cómo describir el asombro del instante en que Lucía y Esteban, después de una semana, sacan de sus respectivos freezers los recipientes que contienen sus mezclas? Ella primero mira como se ve la suya, el color, la textura. Perplejos, ambos señalamos los cambios de brillo, densidad y aroma. Después, descongelamos poco a poco (a veces, con la ayuda del microondas), para encontrar las cosas usadas en la mezcla y ver qué pasó con ellas, cómo están, intentando recordar cómo eran antes.
Junto a los papás, Lucía desmenuza y analiza cada objeto; comenta acerca de su transformación, compara para ver a qué se parece ahora, se pregunta si puede volver a ser lo que fue y estudia qué marcas (huellas) ha dejado el frío. Desde mi lado, muestro mi experimento, mientras ella minuciosamente da ideas y propone nuevas combinaciones de ingredientes: “Tenemos que combinar más colores, otros líquidos, cosas chiquitas, difíciles de encontrar… Vamos, ¡vamos a experimentar!”.
Cada vez que nos vemos, manifiesta ganas de ver a sus amigos; los extraña y quiere conectarse con ellos. Surge entonces la idea de los deliveries del deseo, con sorpresas y juegos para hacer con ellos y las otras familias, amigas de sus padres. Los miedos de Lucía ya no aparecen como antes y a través de todos los dispositivos está muy comunicativa y creativa, sin tantas reacciones e impulsos descontrolados ante la frustración o las dificultades.
En un encuentro, al mirar por la pantalla, propone hacer un tiro al blanco. Ella dibuja el suyo y, de este lado, hago lo mismo. Trazamos círculos concéntricos, acordamos poner en ellos los mismos números, especialmente en el del centro, que es el más valioso. Calculamos la distancia, los colgamos y nos lanzamos a jugar: “Cuatro tiros cada uno, veamos quién gana”, alcanza a decir Lucía, antes de empezar. Contabiliza los puntos en una pizarra. Entusiasmados, jugamos durante un tiempo sin reloj. Luego, con una pelota de tenis y una raqueta pequeña, propone hacer rebotes, para finalmente lanzar la bola muy arriba y agarrarla. Entonces, exclama: “Al que se le escapa, un punto menos, ¡y hay que tirarla bien alto!”. Ambos hacemos la prueba, mirándonos a través de la pantalla.
En la habitación hay un globo; me lo muestra y averigua si yo también tengo; en la bolsa de juguetes encuentro uno verde, lo inflo y exclamo: “Ahora, no tiene que tocar el piso… pero tampoco puede parar de moverse… Y, si se cae, perdemos…”. El tiempo pasa, nos miramos por el celular para ver al otro y verificar que en verdad el globo del contrincante no toque el piso. A la hora de despedirnos, acordamos enviarnos un videíto, para vernos jugar con el globo sin que caiga.
En otra videollamada, construimos una guarida con almohadones y sillas, cada uno en su propio ámbito. Nos introducimos en el escondite como si fuera una carpa (compartimos el campamento). En ese espacio, tenemos que inventar y contarle al otro un cuento con un final que aterrorice.
Con los celulares, se crea un momento pleno de intriga, risas y gestos que, en realidad, no asustan: son disparatados y divertidos. Como en un fogón (cada uno prende una velita), inventamos una zona fronteriza, el tercer tiempo para contar historias y crear travesuras.
Al terminar la sesión, quedamos en que, si ella quiere, puede escribir los relatos en un cuaderno. La mamá de Lucía me envía un mensaje a los pocos días; me explica que ella no tiene ganas de escribir, pero sí de grabar un cuento que quiere contarme. Textualmente, es el siguiente:
“Esteban, la historia se llama El mundo de la imaginación. El mundo de las imágenes es un mundo fantástico; les contaré: encontrarán mundos tenebrosos, pero todo saldrá bien, que nadie se preocupe. Encontraremos un ogro enojado, en un lugar un poco bello y un poco feo. Los ogros organizan fiestas y no te conviene ir, porque te comen con papas fritas. A continuación, el mundo de los unicornios, donde hacen torneos de fútbol, tenis y hockey. Los unicornios van a buscar a otro reino princesas hermosas, las van a escuchar y a amar para siempre.
También está el mundo de los perfumes, donde todo es oloroso, las cacas son de perfume y todo tiene olor a eso. Después viene el mundo de las papas fritas, casas llenas de papas. Escuchen a la señora Papafrita (allí la voz se entona con otro timbre y Lucía encarna el personaje, saluda a todos e invita a comer).
Luego, el mundo del alcohol, donde se desinfecta todo lo que hay. El mundo de la cuarentena, donde en las calles a nadie encontrarás. Seguimos por el mundo de los estetoscopios, donde todos son remedios y médicos.
Llegamos al mundo de los gatitos, ¿quieren escucharlos? (imita el maullido de los gatos). Al final está el mundo de las basuras: es un cesto lleno de todo y las personas son basuras. Pasás al mundo de la luz, donde todo es un foquito. Terminamos en el mundo de las cucharas, pueden escucharlo (toma varias y las hace sonar entre sí). ¡Y gracias a todos!”.
Como el sueño, las narraciones de los chicos son indomeñables: rompen cualquier moraleja y se abren al placer de la imaginación por el acto de imaginar en sí mismo. La ambigüedad y el sinsentido son los secretos que atesoran los mundos impares que nos relata Lucía con la voz, el cuerpo y los gestos. La videollamada se extiende en el tiempo del cuento, en otro mundo incomparablemente vital en el que es posible reinventar la realidad a partir de lo irreal.
Lucía toma coraje y acepta el riesgo de enunciar una historia de universos cómplices e imaginarios. Al grabármelo, no solo lo comparte, sino que nos transporta a ellos; viajamos hasta el mundo de los aromáticos perfumes, donde hasta la caca huele bien, pasamos por los gatitos maulladores, las cucharas equilibristas y musicales, los ogros demoníacos pero buenos, el alcohol limpiador y la soledad de la cuarentena, la libertad de los unicornios y el basurero mundo de las personas basura. Mundos