Principio de incertidumbre. Cecilia Magaña

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Principio de incertidumbre - Cecilia Magaña


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a Ulises. Cuántica, dijo. (Echa el cuerpo hacia atrás y deposita la botella vacía, despacio, sobre el posavasos que no había notado, a un lado de la grabadora) Mecánica cuántica. Eso eran palabras mayores. Metafísicas, casi religiosas, en mi opinión. Respetables. Pero no para platicar con agüita de limón. ¿Tendrás una cerveza?, le pregunté a Gilberto. Tu hermano aplaudió y Aceves se paró como resorte. No, no, siéntate, ahorita nos las traen, dijo Gilberto, que ni se movía de su silla. Le echó un grito a la sirvienta. Así, un grito pelón para que viniera y pedirle las chelas. Muy fresa, te digo. Aunque habría que considerar lo de las rodillas, que ya se había jodido en el camión. Y a propósito… (vuelve a acecharme, estira el brazo y sopesa lo que queda de mi cerveza.) Si quieres que la entrevista rinda no puedes beber como si fuera sopa de fideo, hermana de Ulises que me dijiste te llamabas... (Marta…) Pide otra, Marta.

      ENTREVISTA A NANCY HERRERA.

      22 DE NOVIEMBRE DE 1994, 9:00 A.M.

      Vive en un departamento en plata baja, ubicado en la colonia Providencia. Me ha invitado a pasar a la sala de la casa, donde hay un corral en lugar de mesa de centro. Tiene al niño en brazos.

      Creo que no va a llorar, ya se durmió… espero. (Lo acuna con movimientos bruscos, arriba y abajo, que parecen gustarle al niño porque empieza por relajar las manos, soltando poco a poco el collar de perlas. Miro su nariz. Una nariz pequeña, con unas fosas que parecen demasiado pequeñas para respirar.) ¿Estás bien? (Sí, claro… Déjame ver mis notas… ¿qué me dices de Gilberto Camarena?) Guapo. Muy guapo. (Se ríe, y bromea haciendo como que le cubre uno de los oídos al bebé) No bonito, ¿eh? Varonil, aunque chaparro. Tenía las pestañas más rizadas y espesas que hubiera visto nunca. Podías ponerle un cigarro sobre esas pestañas y ahí se quedaba, te lo juro. (El niño se inquieta y hace un movimiento brusco con la cabeza. No me doy cuenta en qué momento me he puesto de pie, hasta que Nancy se levanta también. Me toca el brazo con la mano libre. Alcanzo a oler talco.) ¿Segura que estás bien? Está muy reciente lo de Ulises, ¿no quieres que nos veamos otro día? (Una nariz tan pequeña. La nariz que no tendría un hijo de mi hermano) ¿Te ofrezco algo? ¿Un jugo de naranja? Estás pálida, mujer. (El niño empieza a gritar y es Nancy quien anota en un papel lugar, fecha y hora para volvernos a ver.) Me da mucha pena, María. (No la corrijo: Marta.) Este niño va a seguir llorando. Si nos vemos pasado mañana lo dejo en la guardería y verás cómo estamos más tranquilas… ¿te parece?... (El bebé ha atrapado un mechón de su cabello castaño y lo jala hacia sí. Ella sólo inclina la cabeza. Él sigue gritando.)

      ENTREVISTA A ALEJANDRO ACEVES (FRAGMENTO).

      22 DE NOVIEMBRE DE 1994, 2:00 P.M.

      Me citó en el aula 204 de la preparatoria mixta Lomas del Valle. Es la hora de salida de los alumnos. La tarde está soleada. Hay carteles de plantillas estudiantiles en los pasillos.

      Es un peso terrible, la inteligencia. (Medio sentado en el escritorio: una pierna recta, apoyándose en la tarima de madera, la otra doblada, con el pie balanceándose ligeramente adelante y atrás. Los brazos cruzados.) Crea expectativas y uno supone que tiene que cumplirlas. Todos parecíamos tener ese peso sobre nosotros, una espada de Damocles pendiendo justo arriba de nuestras cabezas. El pavor a desperdiciar nuestra capacidad era una especie de inercia. (Mira su mocasín gastado que pendulea adelante y atrás y luego levanta la vista) Nos había llevado hasta la facultad. Cada uno con distintos objetivos, pero desde el mismo punto de partida. Mis alumnos no viven esto: nuestra generación los vacunó contra ese miedo. No les angustia tirar su vida a la basura. Se sientan en estas bancas y me miran, esperando a que les diga qué es lo importante, cuándo es que tienen que tomar notas, si es que traen con qué tomar notas. Nosotros éramos distintos. Vivíamos bajo presión. (Hace un movimiento con la mano y abre la boca, como para decir algo. ¿Sí?, pregunto) ¿Te importa si caminamos? (No, no, para nada. Da unos pasos al pizarrón, pero luego se gira para tomar sus libros. ¿Vas a borrar eso?, pregunto, señalando las fórmulas escritas con gis. Frunce el ceño y mira el pizarrón. La forma de mover su cuerpo me recuerda al robot alto y flaco de la Guerra de las Galaxias.) No. (Sigue frunciendo el ceño. Avanzamos hacia la puerta. Cierra con seguro y camina por el pasillo con pasos largos, retomando la conversación como si apenas hubiéramos parpadeado. Tengo que dar un par de zancadas para alcanzarlo. La grabadora extendida frente a mí.) Gilberto Camarena era de los que disimulaban mejor. Pero también tenía su espada. Alguna vez nos habló de su padre. Estábamos en la cafetería, entre una clase y otra, en pleno período de exámenes. Era la primera ronda y no sabíamos qué esperar. Fumaban como enajenados, con los libros sobre la mesa, arrebatándose la palabra para decir cómo pensaban que sería el examen. (Se detiene. Me detengo para no chocar con él. Huele a loción de dentista.) Creo que era cálculo diferencial. (Retoma el paso. Avanzamos hacia unas escaleras de cemento. Un par de estudiantes se besan sentados en los escalones. Aceves avanza al mismo ritmo, como si no fuera a esquivarlos para bajar) Hablábamos señalando páginas, contradiciéndonos, hasta que Gilberto propuso comprar el examen. (Golpea los libros contra su muslo, haciendo un ruido fuerte y seco. Los adolescentes se levantan para dejarlo pasar. Han notado la grabadora y me miran curiosos. Con permiso, les digo. Aceves sigue hablando y avanza sin voltear a verlos.)¿Alguien tiene conocidos en segundo o tercer semestre?, preguntó. El delincuente de Guerra fue el único que dijo que sí, que había manera de hacerlo. Los demás nos quedamos callados. (Alcanzo a escuchar a los muchachos reírse y los veo de reojo, cuchicheando, mientras sigo a Aceves hasta el siguiente pasillo.) De camino al edificio creo que fue Ulises el que le preguntó si de veras le hacía falta comprarlo. Nos habíamos quedado atrás porque entonces Gilberto traía muletas. (Llegamos a uno de los patios, donde algunos alumnos juegan con una pelota de beisbol, otros esperan sentados en las jardineras. Una mujer vestida de traje sastre camina en dirección a nosotros y Aceves le hace una seña hacia el edificio que acabamos de abandonar) Rodríguez y Vázquez están bebiéndose el aliento allá arriba, ¿eh? (Le grita a la mujer, que supongo es la prefecta. Aceves me toma del brazo para guiarme a otro edificio. Siento sus dedos flacos, apretándome demasiado fuerte y doy un leve tirón que parece molestarle, porque acelera el paso todavía más. Cruzamos una cancha de volibol. Entramos a otro pasillo.) No recuerdo cómo fue que lo dijo, pero la idea central era esta: el padre era una eminencia médica a nivel nacional. Gilberto se había resistido a seguir sus pasos. (Levanta la mano con los libros y hace un gesto con la cabeza a manera de saludo cada vez que nos cruzamos con otros maestros.) Jugaba futbol. Y según él era un genio, pero la lesión en las rodillas lo había obligado a buscar otra cosa. (Se detiene frente a una puerta metálica con una pequeña ventana de cristal granulado. Busca la llave en los bolsillos de su saco. Abre y extiende la mano, indicándome que pase. Una mesa, tres sillas de plástico naranja y un archivero. Papeles pegados a la pared con chinchetas. Imágenes de tecolotes. Él se sienta frente a mí, detrás del escritorio. Busca algo en los cajones sin dejar de hablar.) Gilberto tenía que probar que era brillante. Tanto como el padre. Pero no iba a competir con él en medicina. El viejo era inalcanzable. (Revuelve papeles.) Perfectamente comprensible, aunque era evidente desde el principio que Gilberto Camarena no tenía en absoluto el perfil necesario para la carrera de Física. (Pone sobre la mesa un folder. Sigue buscando. Lo imito, hurgando mi bolsa en busca de mi libreta) Así que no me extrañó que desertara al tercer año. Lo sorprendente fue que durara hasta entonces. Tengo entendido que terminó Psicología, una tangente de la profesión del padre. Dejó que la espada cayera sobre su nuca y aceptó los contactos paternos, a quien jamás iba a alcanzar. Le fue bien. Escribe libros, creo. Libros sobre superación personal que se venden igual de bien que los de teorías de conspiración sobre el caso Colosio. (Hace otra vez ese gesto de puchero, frunciendo el mentón: debe haber encontrado lo que buscaba. Yo abrazo suavemente mi libreta hasta que él me extiende una fotografía de colores opacos) Ulises no sale. No le gustaban las fotos. (Es verdad, a Ulises no le gustaba salir en las fotos. Pero ahí estaba de alguna forma, detrás de la cámara, en lo que parecía ser la facultad de ciencias. Un pasillo con paredes de concreto y puertas de metal por un lado, el barandal gris y la luz del sol del otro lado, iluminando la escena que capturó la lente por la que miraba mi hermano. Ulises seguramente sonriendo un poco encorvado, incapaz de dar direcciones mientras los demás se acomodaban en aquel pasillo. Halina Lorska con unos diez kilos menos y unos lentes enormes, apretándose por detrás de todos para caber en el cuadro. José Guadalupe Guerra al


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