Los niños escondidos. Diana Wang

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Los niños escondidos - Diana Wang


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del negocio. Cuando sobraba pan se terminaba tirando, mi mamá decía: “Ojalá que Dios no nos castigue con que algún día nos falte”, y fue justamente así. Por eso hoy no puedo tirar pan.

      Tenía un hermano, Berko, de 19 años, y una hermana, Fancia, de 16. Yo era la más chica en casa. Mi hermano era rubio de ojos oscuros y mi hermana tenía el pelo castaño y los ojos oscuros. Con mi pelo rubio y mis ojos claros, yo no parecía judía. Uno se fijaba en esas cosas allá porque los polacos eran muy antisemitas y creían que los judíos eran todos morochos y de ojos oscuros. A pesar de mi apariencia, había vecinas que me gritaban “judía de porquería” o “judía leprosa”. Mi aspecto físico fue de gran ayuda después para salvarme. Nunca nadie pensó que por mi aspecto yo fuera judía. Me acuerdo, por ejemplo, que a los nueve años tuve escarlatina y me internaron en un hospital público. En la sala había un altar con flores y la imagen de la Virgen a la que le rezaban los internados. Una de las monjas del hospital, suponiendo que era católica como el resto, me dijo un día que podía ir a rezar. Cuando le dije que no sabía, miró los datos que había al pie de mi cama, donde supongo que decía que era judía, y dijo que estaba bien. Es que no se me notaba que era judía.

      Mira Kniazew (1928, BIALYSTOK, POLONIA)

      Mi papá era el director administrativo del hospital judío. Se trataba de un hombre muy preparado, todos lo querían mucho. Crecí en el micro mundo del hospital, con su propia autonomía. Estaba en un terreno muy grande donde además había un huerto, nuestra casa, la lavandería y la carpintería. Vivían allí el director médico con su familia, mi tío, mis primos y dos médicos solteros. También había personal cristiano.

      Mi mejor amigo era Geniek, el hijo del jardinero. Jugábamos también con mis primos y las hijas del director médico del hospital, hacíamos casitas, jugábamos a los indios, a la pelota, íbamos al huerto y comíamos de allí, lo que hacía enojar mucho al papá de Geniek. Una vez, cuando tenía cinco años, mi papá me trajo una muñeca de Viena y una enfermera me hizo una caja preciosa con un ajuar completo. Me encantaban las muñecas, tenía un montón.

      Mi papá siempre escuchaba el noticiero por la radio. Recibíamos diarios, el Kurier Warszawski en polaco y el Undser Lebn en idish. A mí me compraban una revista para chicos, el Plomyczek, que era como Billiken. Me encantaba leer. Cuando empecé la escuela, sacaba libros de la biblioteca Sholem Aleijem. Leía en polaco. En casa se hablaban tres idiomas: polaco, idish y ruso. Mi hermano Lonia se había ido en el 36 a estudiar a Moscú.

      Mamá bendecía y prendía velas todos los viernes, se respetaban las fiestas, pero ninguno de los dos venía de una familia muy religiosa. El padre de mi mamá había sido abogado, gente de ciudad, librepensadores con ideas socialistas. Mi papá era presidente de un club deportivo judío, tenía mucha participación en la vida comunitaria. Vivíamos rodeados de judíos. Hasta que empezó la guerra casi no tuve contacto con lo no judío, sacando los hijos del personal. Esa gente, cuando volvimos de la guerra, nos ayudó mucho.

      Íbamos mucho al cine, al teatro en idish. Me encantaba el cine. Uno de mis tesoros más preciados era un broche de mi adorada Shirley Temple.

      Mi mamá era una típica madre judía. Me portaba mal con ella y me corría con una toalla. Pero era muy dulce, tenía un gran amor por los chicos, por la cocina. Mí papá era mi ídolo, con él me portaba perfecto.

      Las vacaciones eran los momentos más felices de mi vida. Nos íbamos por tres meses a lugares con ríos, bosques, campos labrados, vacas, caballos. Las casas estaban hechas de madera de pinos, el perfume era increíble. Colgábamos hamacas en los árboles, juntábamos hongos y piñas para el fuego. Papá iba los fines de semana. Era muy feliz.

      Herty Karniol (1928, BRATISLAVA, ESLOVAQUIA)

      Nos mudamos a Bélgica en 1939, a mis once años. Mi familia era de clase media alta y en Bratislava vivíamos con mis tíos y primos en casa de mi abuelo que era casi un palacio. Veraneábamos todos los años con los hermanos de papá en lo de su madre, Bardeov, un lugar famoso por sus aguas termales. Mi familia era religiosa como tantos otros judíos de Bratislava.

      Tenía una vida muy placentera. Iba a un colegio del Estado. Papá se especializaba en clasificar pieles, un oficio muy cotizado. Era el mejor de Europa y por eso fue contratado y nos fuimos a Bruselas en el 39. No recuerdo demasiado esa época, pero sí que tenía muchas amigas que extrañé mucho cuando me fui a Bélgica. Fue también difícil porque al llegar no conocía el idioma.

      En casa se hablaba más que nada alemán y también húngaro, en la escuela aprendí eslovaco. En casa de los abuelos paternos se hablaba idish. En Bélgica aprendí francés y cuando me escondí en la guerra, flamenco, que es parecido al holandés. En mi adolescencia, hablaba con facilidad seis idiomas, por eso no me fue difícil aprender el castellano cuando llegué a la Argentina.

      Anushka Baron (1929, HOTIN, BESARABIA, ACTUAL UCRANIA)

      Nací en Hotin, una pequeña ciudad ubicada en la costa occidental del río Dniester. Vivíamos en una casa grande con un jardín inmenso y una huerta. Tuve una niñez feliz. Papá tenía un negocio de manufacturas, vendía telas para trajes, sábanas y alfombras, lo que nos permitió mantener un nivel de vida aceptable. Murió cuando yo tenía cuatro años pero nos dejó en una situación económica bastante buena.

      Besarabia era un país bilingüe: se hablaba ruso y rumano, y en mi casa hablábamos también el idish. En el colegio no sentía discriminación pero sí había algunas diferencias. Por ejemplo, a pesar de que era muy buena alumna, nunca recibía más que el segundo premio, el primero lo reservaban para la hija de algún militar.

      No era consciente de la infiltración comunista ni de la persecución a los judíos en el resto de Europa. Creo que mamá contribuyó armando una jaula de cristal con su protección para que durante muchos años no pudiera darme cuenta de que estábamos ante un peligro inminente. Mamá era modelista de sombreros. Se hizo cargo del negocio de papá, por eso pudimos continuar viviendo medianamente bien después de que él murió.

      Cuando se produjo la invasión rusa, yo vivía en mi mundo rosado. Era la muñeca de la casa, Anushka, una niña de diez años no demasiado curiosa. De pronto me encontré en un tobogán y caí en la cuenta de lo frágil de nuestra situación.

      Zosia Klawir (1929, VARSOVIA, POLONIA)

      Recuerdo mi infancia como un remanso. Con la memoria cada vez más clara cuando se trata del pasado. Me ubico en Swider, un pequeño pueblito de veraneo, cerquita de Varsovia. Una casona de madera con grandes verandas en medio de un parque lleno de flores y de árboles frutales que, de tan grande, me parecía sin fin.

      Mi papá llegaba los fines de semana con su mirada llena de ternura y cariño cuando yo corría para abrazarlo. ¡Cómo disfrutaba!

      Mi mamá era para mí la persona más perfecta del mundo, la mejor mamá. Cuando la evoco, recuerdo la dulce mirada de sus ojos. Cuando me miraba, se llenaban de ternura. Y cuando yo tenía mucha fiebre, recuerdo el terror que se reflejaba en ellos. Sin embargo, mi mamá tenía un defecto: no era buena cocinera. No sé por qué, pero todos los viernes en mi casa se comía krupnik, una especie de guiso con una pata de pavita adentro. Lo odiaba, pero mi mamá decía que era una comida sana. Era la pesadilla de mi infancia. A la tarde, cuando la veía prender las velas y cubrirse los ojos, volvía a reconciliarme con ella.

      Tenía una muñeca, Ana, el objeto de mi amor. Dejé de jugar con ella a los once años porque me daba un poquitín de vergüenza y además porque la situación ya no daba para juegos. Tenía unos canastitos con los cuales en el mes de mayo nos escapábamos con mi hermano a los bosques cercanos. Cuando llovía íbamos a buscar hongos pisando con placer el musgo verde que se hundía bajo nuestros pies.

      Ley de Nüremberg para la protección


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