Obras de Jack London. Jack London

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Obras de Jack London - Jack London


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el diente. Pero lo que le importaba no era esto, sino el hombre que estaba encima de él, y siguió rasgando y clavando sus garras y sacudiendo el cuello al que se mantenía aferrado con todas sus fuerzas. Pero Leclère lo estrangulaba con las dos manos hasta que el pecho de Bâtard subía y bajaba, retorciéndose en busca del aire que se le negaba, y se le nublaron los ojos hasta perder la expresión, y las mandíbulas se aflojaron poco a poco y la lengua le asomó negra e hinchada.

      -¿Qué, vale ya, demonio? -dijo Leclère entrecortadamente, con la boca y la garganta encharcadas en su propia sangre, al tiempo que apartaba de él al perro ya inconsciente.

      Después, Leclère apartó con improperios a los otros perros que iban por Bâtard. Se abrieron en un círculo más amplio y se sentaron alerta sobre sus patas traseras, lamiéndose los labios y con todos los pelos del cuello erizados.

      Bâtard se recuperó en seguida y a la voz de Leclère se puso en pie, tambaleándose y moviéndose débilmente hacia adelante y hacia atrás.

      -¡Ah, eres un auténtico demonio! -farfulló Leclère-. ¡Ya te daré yo a ti! ¡Verás la paliza que te voy a dar! ¡Santo cielo!

      Bâtard, sintiendo que el aire le quemaba como el alcohol sus exhaustos pulmones, se lanzó de lleno a la cara del hombre, y sus mandíbulas se cerraron sin presa, con un ruido metálico. Rodaron sobre la nieve una y otra vez, mientras Leclère lo golpeaba con sus puños como un loco. Luego se separaron, frente a frente, y avanzaron y retrocedieron en círculo el uno en torno al otro. Leclère pudo haber sacado su cuchillo. El rifle estaba a sus pies. Pero la bestia que en él había estaba alerta y rabiosa. Él lo haría con las manos y los dientes. Bâtard dio un salto, pero Leclère lo derribó con un golpe de su puño, cayó sobre él y clavó sus dientes en el hombro del perro hasta llegar al hueso. Era una escena salvaje en un escenario primitivo, como podría haber tenido lugar en el mundo salvaje de los primeros tiempos. Un claro abierto en un bosque sombrío, un círculo de perros mostrando sus dientes y en el centro dos bestias, unidas en el combate, atacándose y gruñendo, locamente enfurecidas, jadeantes, sollozando, maldiciendo, esforzándose, presos de una pasión salvaje, ansiosos por matar y rasgar, abrir jirones y clavar sus garras con primitiva brutalidad.

      Pero Leclère agarró a Bâtard por detrás de la oreja, derribándolo de un puñetazo que por un instante le hizo perder el conocimiento. Después, Leclère saltó sobre él con sus pies, dando botes arriba y abajo, en su afán por clavarlo a tierra, hecho trizas. Bâtard tenía las dos patas traseras rotas antes de que Leclère parara para recuperar fuerzas.

      -¡Ah, ah, ah! -gritaba, incapaz de articular palabra, y agitando su puño mientras sentía que no podía hacer uso de su laringe y su garganta.

      Pero no era posible dominar a Bâtard. Allí yacía convulsionándose, sin amparo, con el labio levantado y retorcido en su intento de esbozar un gruñido para el que no tenía fuerzas. Leclère le dio una patada y las mandíbulas, cansadas, se cerraron sobre el tobillo sin poder rasgar la piel.

      Entonces, Leclère levantó el látigo y se dispuso a hacerlo pedazos, gritando a cada golpe de látigo:

      -¡Esta vez te voy a romper en pedazos! ¡Por los santos del cielo que lo voy a hacer!

      Al final, exhausto y desfallecido por la pérdida de sangre, se plegó sobre sí mismo, cayendo junto a su víctima, y cuando los perros lobos se acercaron a tomarse la revancha, su último acto consciente fue arrastrarse y colocarse sobre Bâtard para protegerlo de los colmillos de éstos.

      Esto ocurría no lejos de Sunrise, y el misionero, al abrirle la puerta a Leclère unas horas después, se sorprendió al observar la ausencia de Bâtard en el tiro de perros. Y no se sorprendió menos cuando Leclère levantó las pieles del trineo, recogió a Bâtard en sus brazos y cruzó el umbral, dando traspiés. Daba la casualidad de que el médico de McQuestion, que era todo un rufián, estaba allí de cotilleo, y entre los dos se dispusieron a recomponer a Leclère.

      -¡Muchas gracias, pero no! -dijo-. ¡Arreglen primero al perro! ¿Que se muera? No, no merece la pena. ¡Porque a él lo tengo que hacer pedazos yo! Y por eso no debe morir ahora.

      El médico consideró un prodigio, y el misionero un milagro, el hecho de que Leclère se recuperara, y estaba tan débil que en la primavera tuvo unas fiebres y volvió a recaer. Bâtard lo pasó aún peor, pero se impuso su apego a la vida, y los huesos de sus patas traseras se soldaron, y sus órganos se enderezaron durante la serie de semanas que permaneció amarrado al suelo. Y cuando Leclère, por fin convaleciente, cetrino y tembloroso, tomaba el sol junto a la puerta de la cabaña, Bâtard había impuesto su supremacía sobre los de su clase y sometido a su dominio no sólo a sus propios compañeros, sino también a los perros del misionero.

      Ni movió un músculo ni se le erizó un pelo cuando, por primera vez, Leclère salió dando unos pasos del brazo del misionero y se dejó caer lentamente y con infinito cuidado en la banqueta de tres patas.

      -¡Bien, bien! ¡Vaya sol más rico! -dijo, extendiendo sus manos ajadas para calentárselas.

      Después, su mirada cayó sobre el perro, y el antiguo destello volvió de nuevo a ensombrecer sus ojos. Tocó suavemente al misionero en el brazo.

      -¡Padre, este Bâtard es todo un demonio! Me va a tener que traer una pistola para que pueda tomar el sol en paz.

      Y a partir de entonces, durante muchos días, se sentó al sol ante la puerta de la cabaña. Nunca se dormía y la pistola siempre permanecía sobre sus rodillas. Bâtard tenía una manera especial de buscar el arma con la mirada, en el lugar acostumbrado, y esto era lo primero que hacía cada mañana. Al verla, levantaba el labio ligeramente en señal de que entendía, y Leclère levantaba a su vez el labio en una mueca que servía de respuesta. Un día, el misionero se dio cuenta de la estratagema.

      -¡Santo cielo! ¡Estoy seguro de que el animal entiende!

      Leclère se rió suavemente.

      -¡Mire usted, padre! Esto que yo estoy diciendo ahora lo está escuchando.

      Y como prueba de que así era, Bâtard levantó su única oreja, de forma inequívoca, para poder oír mejor.

      -«Matar» es lo que digo.

      Bâtard lanzó un profundo gruñido, el pelo se le erizó a lo largo del cuello y todos los músculos se le pusieron tensos y a la expectativa.

      -Levanto la pistola, así, de esta forma.

      Y haciendo coincidir la acción con la palabra, le mostró la pistola a Bâtard.

      Bâtard dio un salto, de lado, y fue a parar a la vuelta de la esquina de la cabaña, fuera del alcance de la vista.

      -¡Santo cielo! -repetía el misionero cada cierto tiempo.

      Leclère sonreía orgulloso.

      -¿Pero cómo es que no se va?

      El francés se encogió de hombros, en un gesto propio de su raza, y que podía tener un significado muy amplio, desde una total ignorancia a una completa comprensión.

      -¿Entonces, por qué no lo mata usted?

      De nuevo levantó los hombros:

      -Padre, no ha llegado su hora todavía -dijo tras una pausa-. Es un auténtico demonio. Algún día lo haré pedazos, así, así de pequeñitos. ¿Entendido? Muy bien.

      Un día, Leclère reunió a todos sus perros y se trasladó en una embarcación hasta Forty Mile y continuó al Porcupine, donde recibió un encargo de la P C. Company y continuó explorando la mayor parte del año. Más tarde, ascendió por el Koyokuk hasta la desértica Artic City, y después descendió de campamento en campamento a lo largo del Yukon. Y durante estos interminables meses no dejó Bâtard de recibir lecciones. Supo de muchas torturas, y especialmente la del hambre, la de la sed, la del fuego y la peor de todas, la tortura de la música.

      Como les sucede a los demás animales de su misma especie, a él no le gustaba la música. Le producía una angustia infinita, el tormento se le extendía a cada nervio y sentía que se le


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