Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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en las moléculas del hierro. En el escobén, las crujientes cadenas esparcían por todo el barco un gemido sordo de hombre que jadea bajo un fardo. La tensión se prolongó hasta el molinete, la cadena, tensa como una cuerda, vibró, y el mango del freno de la hélice se movió en breves sacudidas. Singleton avanzó.

      Hasta entonces había permanecido meditabundo y sin pensamiento, lleno de tranquilidad y vacío de esperanza, con un rostro austero y sin expresión, niño de sesenta años, hijo del mar misterioso. Seis palabras hubieran expresado todos sus pensamientos desde la cuna, pero el movimiento de aquellas cosas que formaban parte tan íntima de su ser como su mismo corazón palpitante, hizo pasar un relámpago de inteligencia alerta sobre la severidad de sus viejas facciones. La llama de la lámpara vacilaba y el viejo, frunciendo la maraña de sus cejas, se inclinó sobre el freno, vigilante e inmóvil entre la loca zarabanda de las sombras danzantes. Luego, el barco, obedeciendo a la llamada del ancla, se deslizó ligeramente y aflojó la cadena. Aliviada, cedió y después de un balanceo imperceptible cayó con un choque sonoro sobre las tablas de madera dura. Singleton cogió el brazo alto de la palanca y, apoyando violentamente todo el cuerpo, logró dar media vuelta más al freno. Se enderezó luego, respiró profundamente y permaneció algún tiempo contemplando con un ojo irritado el poderoso y compacto aparato tendido sobre la cubierta, a sus pies, como un monstruo sosegado, como una criatura prodigiosa y domeñada.

      —¡Tú… ten cuidado! —gruñó Singleton dominador, entre la inculta maraña de su barba blanca.

      Con la alborada del día siguiente aparejó el Narcissus . Una ligera bruma empañaba el horizonte. Fuera del puerto, el inconmensurable espacio de agua mansa yacía, resplandeciente como un pavimento enjoyado y tan vacía como el cielo. El pequeño remolcador negro se separó por barlovento como solía, luego soltó la amarra y, con las máquinas paradas, vaciló un momento a lo largo de la borda en tanto que el esbelto y largo casco del barco se movía lentamente bajo sus gavias. La tela floja se hinchó con la brisa, redondeó blandamente sus contornos, semejantes a blancas nubes ligeras apresadas en la red del aparejo. Luego fueron ronzadas las velas, izadas las vergas y el barco se convirtió en una alta y solitaria pirámide deslizándose, toda radiante y blanca, a través del vaho solar. El remolcador dio media vuelta y se dirigió a tierra. Veintiséis pares de ojos siguieron a ras de agua su popa rechoncha arrastrándose perezosamente sobre el manso oleaje entre sus dos ruedas que giraban rápidamente, golpeando el agua con golpes apresurados y rabiosos. Hubiérase dicho un enorme escarabajo acuático, sorprendido por la luz, deslumbrado de sol, tratando de volver a la sombra lejana de la costa con penosos esfuerzos. Dejó tras él una morosa tiznadura de humo en el cielo y dos surcos de espuma pronto desaparecidos en el agua. En el sitio en que se había detenido se agrandaba una mancha negra y redonda de hollín que ondulaba con el oleaje, marcando, según parecía, el lugar mancillado de un reposo impuro.

      Una vez solo, el Narcissus , proa al Sur, pareció erguido, resplandeciente y como inmóvil entre el mar sin reposo y el moviente sol. Copos de espuma se deslizaron a lo largo de sus flancos; el agua lo golpeó con rápidas ondas; la tierra se deslizó hasta perderse de vista lentamente; algunos pájaros planearon chillando, con las alas extendidas, por encima de las puntas oscilantes de los mástiles. Pero la costa no tardó en desaparecer, se alejaron los pájaros, y al Oeste, la vela puntiaguda de un dhow árabe con rumbo a Bombay, subió triangular y derecha sobre la clara línea del horizonte, se demoró y desapareció a poco como un espejismo. Luego, la estela del barco, larga y recta, se dilató a través de un día de soledad inmensa. El sol poniente, ardiendo a ras del agua, arrojó sus llamas de púrpura bajo la negrura de pesadas nubes de lluvia. El chubasco de anochecida, llegando por la popa, se fundió en el breve diluvio de una lluvia azotadora. El barco quedó reluciente desde la punta de los mástiles hasta la línea de flotación; sólo sus velas se habían ensombrecido. Se deslizaba rápidamente ante el soplo igual del monzón, con las cubiertas despejadas para la noche y, fiel a su movimiento, tras él se oía el monótono y constante chasquido de las ondas mezclado al rumor sordo de los hombres reunidos en la popa para la distribución de guardias, a la corta queja de una polea en la arboladura o, a veces, a algún suspiro más fuerte de la brisa.

      Mister Baker, saliendo de su camarote, pronunció severamente el primer nombre del rol antes de cerrar la puerta tras él. Iba a hacerse cargo del puente. Según una vieja costumbre marítima, en el viaje de regreso el primer oficial toma el primer cuarto de guardia de noche, de las ocho a las doce. Así, pues, mister Baker, después de haber oído el último «¡Presente!», dijo malhumorado:

      —Relevad el timón y en guardia —y trepó con un paso pesado la escala de popa a barlovento.

      Poco después, descendió mister Creighton silbando quedamente y entró en la cámara. En el umbral de la puerta, el camarero holgazaneaba en pantuflas, meditabundo, con las mangas de la camisa levantadas hasta las axilas. Sobre cubierta, en la proa, el cocinero, que cerraba las puertas de la cocina, sostenía un altercado con el joven Charley a propósito de un par de calcetines. Se oía su voz, que se elevaba dramáticamente en la sombra:

      —No vales el servicio que se te presta. Te los he secado y ahora vienes a quejarte de los rotos y, por si fuera poco, juras y perjuras delante de mí. Si yo no fuera cristiano como no lo eres tú, joven rufián, te hacía un remiendo en la cabeza… ¡Vete, vete de aquí!

      En parejas o en grupos de tres, los hombres permanecían en pie, pensativos, o marchaban silenciosos a lo largo de la amurada del combés. El primer día de actividad de un viaje de regreso, terminaba en la paz monótona de reanudadas rutinas. En la toldilla de popa, mister Baker se paseaba, arrastrando los pies y gruñendo a solas en los intervalos de sus pensamientos. En la proa, el hombre de guardia, de pie entre las uñas de dos anclas, tarareaba una tonada interminable, manteniendo los ojos debidamente fijos sobre la ruta, en una mirada ausente. Una multitud de estrellas, saliendo de la noche clara, poblaron el vacío del cielo. Centelleaban como si palpitasen vivas sobre el mar; rodeaban por todas partes el barco en marcha; más intensas que los ojos de una muchedumbre atenta y más inescrutables que las almas en el fondo de las miradas humanas.

      El viaje había comenzado; el barco, como un fragmento separado de la tierra, huía, débil planeta solitario y rápido. En torno, los abismos del cielo y el mar juntaban sus inalcanzables fronteras. Una vasta soledad circular se movía con el barco, siempre cambiante y siempre semejante a sí misma en su aspecto eternamente monótono y majestuoso. De tiempo en tiempo, alguna otra blanca vela vagabunda, cargada de vidas humanas, aparecía a lo lejos, y se borraba luego, atenta a su propio destino. El sol iluminaba su carrera durante todo el día y, a cada mañana, abría de nuevo, candente y redondo, el ojo insaciado de su ardor curioso. El Narcissus tenía su porvenir propio; vivía con todas las vidas de los seres que hollaban sus cubiertas; semejante a la tierra que lo había dado al mar, llevaba un peso intolerable de pesares y esperanzas; en él vivían la verdad tímida y la mentira audaz; y, como la tierra, carecía de conciencia, era bello a la vista y estaba condenado por el hombre a una suerte innoble. La augusta soledad de su ruta prestaba dignidad a la inspiración sórdida de su peregrinación. Singlaba, espumando, hacia el Sur, como guiado por el valor de un alto designio. La sonriente inmensidad del mar parecía reducir la medida del tiempo. Los días corrían uno tras otro, brillantes y rápidos como los fulgores de un faro, y las noches accidentadas y breves parecían sueños huidizos.

      Los hombres se habían instalado en sus sitios respectivos, y dos veces por hora la campana regulaba su vida de labor incesante. Noche y día, se levantaban a popa la cabeza y los hombros de un marinero, recortados sobre el sol o el cielo estrellado, inmóviles por encima de los radios giratorios del timón. Los rostros cambiaban, se sucedían en un orden inmutable. Mozos, barbudos, negros; serenos o caprichosos, todos se asemejaban, llevando la marca fraterna, la misma expresión atenta de los ojos observando brújula o velas. El capitán Allistoun, serio, con una vieja bufanda roja en torno del cuello, recorría durante todo el día la toldilla. De noche, muchas veces surgía de las tinieblas de la lumbrera, como un espectro de una tumba, y permanecía vigilante y mudo bajo las estrellas, con su camisa de noche ondeando como una bandera; luego, sin pronunciar una sílaba, desaparecía de


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