Las puertas del infierno. Manuel Echeverría

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Las puertas del infierno - Manuel Echeverría


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las grúas en la explanada y las cajas de droga se encontraban apiladas por todas partes.”

      No había nada, excepto una hilera de charcos malolientes y tres montones de llantas viejas arrumbadas en una esquina.

      “Los hombres de Leclerc volvieron al día siguiente para llevarse las cajas que habían sobrado y no volvieron a poner un pie en el lugar.”

      “Supongo —dijo Meyer— que la bodega quedó custodiada a partir de aquella noche. ¿Por quién?”

      “Un destacamento de las SS” dijo Ritter.

      “¿Y no hicieron nada para impedir que la gente de Leclerc se llevara la droga que sobró?”

      “Te recuerdo que el Pacto del Bristol entró en vigor a las doce de la noche y los hombres de las SS tenían instrucciones de auxiliar a los franceses para que se llevaran el polvo y mataran en el acto a cualquier intruso que se atreviera a regresar para completar el asalto. ¿Me estás oyendo?”

      “Hasta la última palabra.”

      “Tu padre cayó ahí.”

      “¿Dónde?”

      “En el lugar donde estás parado.”

      Meyer tuvo una visión de las facciones de su padre: la nariz de halcón, la frente despejada, la mandíbula de granito.

      “La bodega no era de Leclerc, la había alquilado, y al cabo de unas semanas devolvió las llaves y el dueño la puso otra vez en el mercado.”

      “¿Y usted —dijo Meyer— por dónde se acercó?”

      Ritter dirigió la linterna hacia la zona más nebulosa del lugar.

      “Me arrastré junto a las cajas, disparando en todas las direcciones, pero había tanto humo que era imposible saber quién le estaba tirando a quién. Lo más seguro es que las balas que mataron a tu padre hayan salido de los rifles de los franceses o los turcos, pero no sería difícil que algún orpo confundido lo haya matado por accidente.”

      “¿Cuánto duró la balacera?”

      “Una eternidad.”

      “Había unos letreros escritos en francés…”

      “Exacto.”

      “¿Dónde están?”

      “Estaban —dijo Ritter— Todo ha cambiado mucho desde aquella noche.”

      “¿Sabe qué hice durante los primeros días que pasé en el archivo?”

      “Morirte de asco. No he perdonado a Kruger y le voy a apretar los tornillos a la primera oportunidad. ¿Cómo se atrevió a mandar al hijo de Ludwig Meyer al rincón más inmundo del edificio?”

      “Los primeros días me puse a buscar el expediente de la balacera. Revisé los anaqueles de lado a lado, documento por documento y folio por folio y no encontré ninguna referencia.”

      Ritter le puso una mano en el hombro.

      “Despídete de tu padre y seguimos hablando en el camino.”

      La Römerstrasse, que estaba hundida en la penumbra, se había llenado con el recuerdo borrascoso del enfrentamiento y Meyer sintió que su padre se había materializado en la bodega para mirarlo con una intensidad que jamás le vio en vida.

      “La noche que se arregló todo —dijo Ritter— se produjo un cambio radical. La policía se dedicó a proteger a las mafias y los jueces no volvieron a recibir ninguna denuncia de las operaciones del crimen organizado. La batalla de la Römerstrasse fue el primer caso del nuevo sistema y por eso no es extraño que no hayas encontrado ninguna referencia en el archivo de la Kripo.”

      Meyer recordó los ojos autoritarios de su padre.

      “Le dieron un tiro en el estómago y otro en la espalda. Heridas graves, sin duda, pero no me parece que hubieran bastado para matarlo en forma instantánea.”

      “Eso pensé.”

      “¿Le tomó el pulso?”

      Ritter atravesó la Puerta de Brandeburgo y se dirigió al sur de la ciudad.

      “Es necesario que trates de imaginar la situación con frialdad. La bodega estaba llena de humo y la balacera había ido disminuyendo en forma gradual pero seguía siendo una balacera. ¿Tú crees que tuve tiempo de tomarle el pulso? Lo importante era llevarlo a un hospital.”

      “¿Iban en este coche?”

      “Íbamos en el coche de tu padre. Un Audi. Este me lo dieron el año pasado.”

      Ludwig Meyer era un hombre macizo y corpulento y Ritter tuvo que hacer un esfuerzo enorme para echárselo a la espalda y llevarlo al coche.

      “Lo recosté en el asiento de atrás, le aflojé la corbata y salí disparado a la Röntgen Klinik. Hubiera podido ir al Hospital de la Armada, que se encuentra en la primera esquina de la Kurfürstendamm, pero el único sitio que me vino a la cabeza fue la Röntgen Klinik, quizá porque es el lugar donde nació mi primer hijo.”

      Fue un viaje agobiante. Las calles estaban desiertas, pero el estrépito de la Römerstrasse seguía resonando en sus oídos con tal fuerza que por unos segundos sintió que no estaba cruzando las avenidas solitarias de Berlín, sino las trincheras ensangrentadas de Verdún.

      “¿Sabes qué hice durante el trayecto? Me puse a hablar con tu padre. Ludwig, mi viejo. ¿Tú crees que valió la pena? Abre los ojos, hermano, respóndeme.”

      Ritter hizo una pausa.

      “En algún momento encendí el radio para reanimarlo y moví la aguja hasta que empezamos a oír a Édith Piaf, su cantante favorita.”

      Atravesó sin detenerse más de diez semáforos en rojo y al llegar a la clínica volvió a cargar a Ludwig Meyer y siguió hablando con él mientras subía la escalinata y atravesaba los pasillos de la planta baja. Ya llegamos, mi viejo, en menos de tres minutos te meten cuchillo y la semana entrante estás como nuevo.

      “Estaba tan agitado que me olvidé de que iba cargando a un hombre de noventa kilos y cuando lo dejé sobre un sillón del vestíbulo tuve el presentimiento de que se iba a salvar. ¡Un médico! grité. ¿Dónde están los putos médicos?”

      Ritter se había puesto a abrir y cerrar puertas y a gritar a pleno pulmón hasta que vio a un hombre calvo y menudo que surgió de pronto en el fondo del corredor.

      “Dígame.”

      “Rápido. Traigo un herido grave.”

      El hombre, que llevaba un guardapolvo azul, se acercó a Ludwig Meyer y le tomó los signos vitales.

      “No está herido —dijo— está muerto.”

      Ritter lo empujó contra la pared.

      “Llévelo al quirófano y haga lo imposible por salvarlo. ¿Tiene quien lo ayude?”

      “Sí, pero no puedo hacer nada. Está muerto.”

      “Llévelo al quirófano.”

      “Suélteme.”

      Unos segundos después llegaron dos enfermeros y tres médicos que examinaron a Ludwig Meyer con el mismo resultado y le pidieron a Ritter que se tranquilizara.

      “¡Está vivo! Me tardé veinte minutos en llegar a la clínica y estuvimos hablando todo el tiempo. Llévenlo al quirófano.”

      “Es inútil. Cálmese.”

      Ritter sacó su credencial.

      “Al quirófano, dije. El día que empiece la guerra ustedes van a servir para un culo.”

      Los enfermeros alzaron a Ludwig Meyer y lo trasladaron a la mesa de operaciones, donde el jefe de la guardia lo llenó de tubos y sondas y empezó a darle masaje en el corazón hasta que el propio Ritter se convenció de que habían llegado


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