Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa


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Son los que quieren despertar porque la vida lastima y su paso, su peso, los asfixia. Tuvieron esperanza. Soñaban con la esperanza como con una lámpara que alumbra sin desgaste. Tenían una idea del mundo donde la justicia de los que sufren pasa por compartir con todos el sufrimiento. Pero el que espera siempre tiene una semilla de inocencia, un dejo de ilusión pura. Los Enfermos son los que están despiertos cuando todos los demás duermen. Son los que mueren cuando todos los demás viven tranquilamente y no saben que ahí afuera los espera el final de sus días. Son los que leen, en silencio, un libro que nadie ha escrito. Y escriben, por su parte, el libro de un País que nadie leerá. Nadie sabe quiénes son, ni cuántos han sido, a lo largo de los años, contagiados por su palabra. Su palabra es contagiosa. Su palabra es la posibilidad de un arma empuñada en lo más hondo de la noche. Sueñan con Rusia, y una mañana luminosa algunos de ellos despertaron en Corea, en una barraca o en un campo abierto donde les enseñaron a matar en nombre de una justicia a la que llaman Patria. Los Enfermos creían que el porvenir ya estaba escrito por otros, y que había que reescribirlo con una caligrafía doliente de mordedura y balas. Nunca supe si tenían razón,

      mis amigos más queridos, los que están muertos, eran Enfermos. Mi madre estuvo enferma, pero el cáncer fue su muerte. Yo, ahora, ya no soy un Enfermo, pero alguna cosa me estará comiendo por dentro, sindudamente. Duele ser un Enfermo, o en aquel tiempo, al menos, dolía.

      ¿Con quién estás hablando ahora, Juan Pablo, con Estiarte Salomón, que escribe tu biografía, o con las sombras de aquella habitación con el espejo de Gesell en la que interrogaron a Pablo Lezama tantos años después?;

      Con nadie hablo. Nadie escucha a los Enfermos.

      ¿Quiénes son Ellos?;

      Ellos son el País. O quieren ser el País,

      Ellos son mis asesinos y mis cómplices,

      Ellos están ahí, siempre al otro lado de la mesa, al otro lado del espejo gigantesco de Gesell, en silencio todavía porque son sus actos los que tienen peso, no sus palabras. Ellos son los que cumplen lo que nunca prometen,

      son Ellos los que encontraron a Juan Pablo Orígenes muchos años después, cuando por fin volvió a la ciudad, cuando la errancia le había cansado el cuerpo y quiso encontrar, porque era una herida vieja y siempre dolorida, siempre abierta, la tumba de su madre. Son Ellos los que, al encontrarlo, lo confundieron con otro. Son Ellos los que enviaron a Pablo Lezama, los que le dieron vida a ese falso amigo que traicionó a los suyos. Ellos son Pablo Lezama, aunque Pablo Lezama ahora esté muerto,

      son Ellos los que no saben que en el libro está escrito el testamento de Juan Pablo Orígenes. Son Ellos los que preguntan ahora qué pasó con Lezama y creyeron en las cartas que envió desde la distancia porque su naturaleza es el engaño y la mentira, y creyeron que Pablo Lezama seguía vivo cuando ya su cuerpo se pudría bajo la tierra. Son Ellos los que creen que este Pablo Lezama traído por el desierto y el tiempo es aquél que siguió a Orígenes porque había que matarlo. Son Ellos los que no saben que el rostro de Juan Pablo Orígenes es la superposición de dos rostros;

      ¿Entonces Juan Pablo Orígenes era un Enfermo?;

      Hay que hacer la memoria, que es lo único que nos salva. Hay que escribir el libro, porque el libro se ha perdido y sin la escritura la memoria es un murmullo, el rumor de los desaparecidos;

      ¿Recuerdas el rostro de Pablo Lezama, el sonido de su voz, el arma que guardaba en el cajón de su habitación en aquel hotel al lado del Dragón Rojo, cerca de la frontera?, ¿recuerdas la profundidad de la tumba, el peso del cuerpo, el peso de la tierra que cubrió el cuerpo?,

      si Juan Pablo Orígenes no quiere hablar, que hable Pablo Lezama, que hable el asesino, el que vive en el muerto que volvió a su casa, a su predio, a su pasado robado por Ellos. Que hable el que durmió junto a un rémington en el primer cajón de la mesa de noche, el que les dijo dónde encontrar a Hernández Cabello y los llevó a la muerte, a la bahía donde se acumulan los cuerpos de los Enfermos, donde ya no contagiarán a nadie. Si la parte Enferma de Orígenes se murió en la frontera, ¿qué pasó ahí cuando se encontró con Pablo Lezama?

      Lo último que vio Juan Pablo Orígenes al irse de la ciudad fue el avejentado monolito que marca la invisible línea del trópico. ¿Cuántas veces había escrito la palabra trópico sin de verdad detenerse a pensar que la etimología, las sucesiones astronómicas y su propio destino eran una misma ciencia? Una cosa sí había reflexionado con el tiempo cuando descubrió que el movimiento estelar le cambiaba el nombre a las geografías que nosotros creemos como verdades escritas en piedra, inamovibles porque su naturaleza astronómica está por encima de cualquier cordialidad a la altura de los cielos:

      Ya no es el Cáncer nuestro trópico, escribió al margen del libro, ahora el trópico debería llamarse Géminis;

      y se quedó callado cuando escribió eso, como se quedó callado cuando supo que Pablo Lezama no era un camarada fiel, un luchador más, sino uno de Ellos, un infiltrado que dio al traste con todo y que seguramente había tenido que ver con la muerte de algunos amigos muy queridos: un hombre con dos caras, un gemelo de sí mismo:

      Eso es un traidor, pensó Juan Pablo Orígenes, eso era Pablo Lezama y eso es lo que soy ahora, un Tropo del Gemelo, un trópico que cambia con la rotación, otro traidor más; pero entonces yo quién soy, Ellos quién creen que soy, qué esperanza puedo tener de que nadie sepa nunca quién he sido y quién seré;

      ¿Cómo murió Juan Pablo Orígenes?, escuchó que le preguntaron Ellos mucho tiempo después, cuando por fin lo encontraron y creían que él era Pablo Lezama,

      todavía escuchaba sus voces como si estuvieran ahí mismo, todo el tiempo vigilándolo, todo el tiempo metidos en su sombra:

      Ellos son mi sombra porque Ellos eran la sombra de Pablo Lezama;

      Murió cansado, dijo él, la muerte es un trabajo agotador; no supo si eso lo había leído o lo había escrito él mismo alguna vez.

      Juan Pablo Orígenes murió para Ellos aquella noche. Pablo Lezama no. Para mí, que soy Orígenes y Lezama, ninguno de los dos murió, ninguno de los dos está de verdad vivo. Pero hay un solo cuerpo enterrado en aquella casa, y no soy yo, que estoy aquí, Salomón, usted es mi testigo. Pero Ellos, que muchos años después habían creído encontrar de vuelta a aquel perdido Pablo Lezama, querían saber cómo había muerto Juan Pablo Orígenes,

      y se lo preguntaron, en aquella habitación con el espejo de Gesell, donde sólo se escuchaba el murmullo de las voces de Ellos, la dudosa voz de Pablo Lezama, hijo pródigo vuelto desde el oscuro ojo de la muerte, desde el oscuro hocico del desierto, años después de matar a Juan Pablo Orígenes, un Enfermo:

      Matar a un Enfermo es un trabajo que lleva años, dijo, cuando le preguntaron por lo que pasó aquella noche;

      ¿Cómo murió Juan Pablo Orígenes?, volvieron a decirle;

      Murió en silencio, dijo, y no recibió respuesta. Murió en silencio, sin testigos, quiero decir. Murió en una casa abandonada, sin muebles ni ventanas. Murió tirado en el suelo luego de la última cuchillada. Murió gritando un grito a borbotones. Murió tendido y estirado sobre un pedazo de tierra. Murió al lado de su tumba, que era una tumba sin nombre ni apellido. Murió en secreto, con un montón de palabras en la boca. Murió creyendo que me mataba. Engañado, murió. Esperando otra cosa que no era la muerte, murió. No sé, de verdad, qué esperaba cuando finalmente murió.

      ¿Así fue?;

      Entonces hubo murmullos, palabras tiradas al suelo de la habitación, el rumor de un juicio que Ellos iban tejiendo con la cítara de la especulación y la duda. Orígenes hablaba como si estuviera solo, como si la cinta magnética no estuviera girando en los carretes de la grabadora, como si un transcriptor no estuviera escribiendo todo aquello con el sonido de la máquina de escribir como un golpeteo rítmico que se traslapaba con sus palabras y les infundía ese correr de las cosas de la memoria, ese azar de los recuerdos siempre cubiertos de líquenes y óxido, siempre mitificados por el olvido y la voluntad de no recordar nada:

      ¿Y el cuerpo?, escuchó que le preguntaban;


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