La España austera. José Calvo Poyato

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La España austera - José Calvo Poyato


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amiga se queda mirándola, un tanto perpleja.

      —Pero… ¿tu marido no estaba de viaje?

      —Eso era lo que pensaba yo.

      A finales de los sesenta o entrados ya en la década de los setenta aparecieron numerosos chistes relacionados con las actitudes de los nuevos ricos, muchos de los cuales habían hecho sus fortunas con la construcción y otras actividades propias de los años del desarrollismo.

      Un rico de nuevo cuño había sufrido un accidente de resultas del cual se había roto un brazo por varias partes, por lo que necesitaba ser intervenido.

      —Tras la operación será necesario escayolar el brazo para dejarlo inmovilizado durante cuarenta días —le indicó el doctor.

      —¿Escayolado? —preguntó un tanto indignado el paciente—, ¿va a utilizar escayola para inmovilizarme el brazo?

      —Es la práctica habitual.

      —¡Nada de escayola! ¡Utilice mármol! ¡Uno que traen de Italia y que es carísimo!

      —¿Se refiere al mármol de Carrara? —quiso saber el médico, que no daba crédito a lo que oía.

      —¡Ese, ese! ¡Que es muy caro!

      Junto al humor popular había otro más elaborado, más profesional, el que sufría los efectos de la censura. Buen ejemplo de ello fue Miguel Gila, que triunfó en los años cincuenta, se exilió en los sesenta y no regresaría a España hasta 1977. Sus diálogos telefónicos —en realidad monólogos— vestido de soldado marcaron una época, al convertir al enemigo en un personaje que prestaba a su adversario material de guerra o aceptaba una tregua para los asuntos más absurdos. Toda una crítica a un Régimen donde lo militar era objeto de admiración reverencial.

      También se inspiró el humor en el cine. Películas en las que intervenían Antonio Garisa, Fernando Fernán Gómez, Toni Leblanc, Antonio y José Luis Ozores, José Luis López Vázquez, Lina Morgan, Quique Camoiras, Paco Martínez Soria, Pajares y Esteso, que formaron pareja ya en los años del tardofranquismo…

      Por lo que se refiere a las revistas de humor, el buque insignia era La Codorniz, que se publicó en España desde 1941 hasta 1978, cuando la recuperada libertad de expresión le hizo perder parte de su interés, hasta que finalmente desapareció. Fue fundada, curiosamente, por un falangista, Miguel Mihura —autor de Tres sombreros de copa—, que la dirigió hasta 1944, año en que fue sustituido por Álvaro de Laiglesia, cuyo nombre va indisolublemente unido al de esta publicación.

      Cuando salió, en junio de 1941, su precio era de cincuenta céntimos. Desde entonces gozó del favor del público y provocó la irritación de las autoridades. Se definía como «la revista más audaz para el lector más inteligente». Era toda una declaración de intenciones: había que ser audaz para publicar La Codorniz en la España de aquellos años y el humor de sus páginas necesitaba de cierta capacidad por parte del lector para captar el mensaje entre líneas o vislumbrar el fondo que encerraban las viñetas de sus dibujantes. Trabajaron en ella los mejores humoristas, como Edgar Neville, Enrique Herreros, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Mingote, Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Gila o José María González Castrillo, que popularizó el seudónimo de Chumy Chúmez.

      Sus más de tres décadas de existencia hicieron que su historia estuviera llena de multas, suspensiones y secuestros, aunque no es menos cierto que muchas de esas acciones punitivas estuvieron más en la imaginación de los lectores que en la realidad, hasta el punto de que terminaron creando una auténtica leyenda de heroísmo en torno a la publicación.

      Se tensaban hasta el límite las posibilidades de crítica con un ojo puesto en la censura, que, en numerosas ocasiones, no fue posible esquivar. Más allá de ver recortadas o modificadas algunas viñetas, e incluso páginas enteras, la revista sufrió multas y, como se ha indicado, secuestros de ediciones, en alguna ocasión cuando se encontraban ya distribuidas en los quioscos, lo cual convertía los ejemplares que habían escapado a la recogida en verdaderos tesoros. La imaginación, los rumores y las exageraciones ponían en circulación afirmaciones acerca del número retirado que no siempre eran ciertas. Se hablaba, sin conocerlos, de los contenidos que habían motivado el secuestro, algo que no hacía sino aumentar el prestigio de la publicación.

      Avanzada la década de los sesenta y durante los primeros años de los setenta la suspensión fue frecuente. Se prohibía su salida durante varias semanas y, cuando La Codorniz volvía de nuevo a estar a disposición del público, los ejemplares volaban literalmente, porque todo el mundo quería conocer lo antes posible la respuesta al castigo impuesto: a veces, los redactores, como el toro con casta, se crecían con la sanción. La salida resultaba efímera porque volvía a imponérsele otra vez la pena de suspensión.

      El final de La Codorniz, que durante tantos años había sido capaz de interesar a lectores que se declaraban franquistas y, desde luego, a quienes no comulgaban con las ruedas de molino del Régimen, vino con la llegada de las libertades


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