El último de la fiesta. Dioni Arroyo

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El último de la fiesta - Dioni Arroyo


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de razonar distintas a las humanas? Tal vez lo supieran los científicos y lo ocultasen como el gran secreto de la IA. Quizás la gente se enfadara tanto ante la presencia de seres artificiales, porque, en lo más profundo de sus corazones, con toda su ignorancia y desconocimiento de la ciencia, intuían que podían pensar… mejor que ellos.

      Por eso el odio a las máquinas no era más que la exhibición impúdica de un miedo atroz, el saberse expuestos a la mayor de las amenazas: el saberse inferiores.

      Pasó el recreo en la más absoluta soledad. Había aprobado un examen por pura chiripa, y los que no habían corrido la misma suerte, la inmensa mayoría de sus compañeros, deberían repetir la prueba durante la media hora de tiempo libre. Ninguno de su grupo de supuestos colegas se había librado, así que paseó por el patio de cemento y hormigón reflexionando sobre si los animales podían pensar en el suicidio. A través de la verja observaba a los camiones regando la calle con detergente para descontaminar la zona, y le invadió un repentino sentimiento de tristeza por tener que vivir en aquella época tan peligrosa. Le llamó la atención la aparición de un coche de enorme cilindrada y con el techo cubierto de paneles solares, que frenó en seco en la acera, con una gran habilidad por parte del conductor. Del coche descendió un chico de su edad, acompañado de un adulto con el rostro acartonado y asombrosamente pálido, un modelo humanoide un tanto antiguo, que abrió el maletero y extrajo una mascarilla antigás con la que cubrió la cara del chico para evitar que respirase el aire contaminado. Debía de ser de la capital, ellos siempre pisaban con temor aquel entorno en el que sobrevivía Marco y los de su clase social.

      —¡No seas vacilón y no te atrevas a mirarme a la cara! —le espetó a Marco con la voz irritada, mientras le señalaba con su mano enguantada y caminaba derecho a la puerta principal, por la que vio salir al director, ansioso por recibirles.

      Marco se volvió perdiendo el interés; de sobra sabía que se trataba de alumnos que habían nacido en aquel lugar mortífero pero con la suerte de pertenecer a una casta privilegiada que les permitía vivir lejos de allí y que, de vez en cuando, acudían a buscar su partida de nacimiento o un certificado de las notas del colegio. Siguió divagando perdido en sus pensamientos y sin dejar de mirar a través de la verja, como si estuviese viendo una película y se encontrase cómodamente sentado en la butaca de una sala de cine.

      De repente, escuchó una voz a sus espaldas. Una dulce voz femenina.

      —¿Nunca te alejas de tu barracón?

      Se volvió intrigado. Ante él, y a pocos pasos, se encontraba ella, con sus luminosos ojos buscando los suyos, con su piel macilenta brillando por los tímidos rayos de sol que se escapaban entre las nubes, y con sus cabellos lisos y rubios enmarañados por el viento.

      —No me permiten distanciarme de mi pabellón. —Le hubiera gustado añadir que era por su enfermedad, para así permanecer cerca del botiquín y llegar a tiempo, pero el sabio instinto le aconsejaba disimular cualquier atisbo de debilidad, que nadie supiera nada de la extraña enfermedad que padecía. Su corazón empezó a acelerarse, y miró con temor a su alrededor: que nadie le viese hablando con ella, por favor, que nadie le viese dirigiendo la palabra a una máquina…

      —Tranquilo, no te preocupes. —Pareció adivinar ella sus pensamientos—. Tus compañeros de clase están repitiendo el examen, no podrán saber que estás hablando con una humana artificial.

      —Ah, vale… Pero no es eso en lo que estaba pensando. —Se encogió de hombros con fingido desdén.

      El mutismo acompañó al silbido del viento, que recorría los edificios con una fuerza imparable, y Marco sentía que se le había trabado la lengua.

      —¿Cómo te llamas, chico misterioso? —Su gesto, impaciente, parecía totalmente humano, pero también su forma de moverse, así como sus muecas. Todo en ella era igual a una chica humana. Solo que más hermosa. Increíblemente hermosa.

      —Marco. Soy Marco —respondió con frialdad y manteniendo las distancias. Sentía que se estaba ruborizando como un tomate y que cada vez le costaba más pronunciar palabras.

      —Pues ya sé algo más del chico que me vigila cuando salgo de clase...

      —¡Eso es mentira! ¡Yo no te vigilo!

      Ella sonrió, comprendiendo que era la actitud propia de un adolescente de catorce años, porque su cerebro positrónico calibraba el entorno con una eficacia impresionante, muy lejos del alcance de los humanos; y había constatado, día tras día, que Marco le buscaba al salir de clase.

      —Marco, quería darte las gracias por intentar ayudarme el otro día.

      —Los adultos están muy nerviosos y no me gustan nada.

      —Luego sangraste y perdiste el conocimiento, ¿es que estás enfermo?

      —¡No! ¡Yo estoy sano, como todos los chicos! —Y en un acto del que se arrepentiría toda su vida, se volvió para, simulando indiferencia, distanciarse unos metros de aquella chica que tanto le gustaba. Su corazón se había desbocado y era incapaz de mantener su mirada, los párpados le temblaban y el vello de su piel se había erizado. Intuía que por los cálculos matemáticos de aquella máquina, sabría al instante que se le dilataban las pupilas como respuesta a la atracción física. Aquello era lo último, que sospechara de su enfermedad y que supiera la inclinación que sentía hacia ella. Se alejó como alma que llevara el diablo para enmascarar la menor sospecha de interés—. ¡Tengo que irme, se me hace tarde! —se escuchó a sí mismo gritar, al tiempo que caminaba hacia su pabellón y franqueaba la puerta de entrada.

      —¡Me llamo Nora, por si te interesa, chico misterioso!

      A su inseparable amigo Luis no le pasó desapercibido el rostro radiante que trajo a la vuelta del recreo. Ellos habían soportado el suplicio de repetir un examen, y sin tiempo para estirar las piernas, las sirenas de inicio de las clases sonaron con una estridencia inusual. Marco entró justo cuando la profesora de francés cerraba la puerta para empezar la clase.

      Sonreía con un brillo especial en los ojos, el brillo de la felicidad.

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