Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

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Matar y guardar la ropa - Carlos Salem


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      LA MUERTE EN LA LITERATURA

       Gonzalo Torrente Malvido

      La irrupción de los libros en el amplísimo panorama de la historia de la humanidad supuso una difusión de los avatares de la existencia donde la muerte ocupará para siempre inmensas parcelas, iguales o incluso mayores que las dedicadas a la vida. La muerte natural, las muertes violentas, y las muertes casuales, absurdas, como la vida misma. No puede entenderse el fenómeno de la escritura sin la sombra de la muerte planeando sobre sus páginas: desde la Biblia a los Vedas o la literatura griega, desde los romances al Siglo de Oro español.

      Sin la presencia de la muerte no tendríamos las páginas de Manrique, ni las de Petrarca, ni las de Garcilaso, ni las de Shakespeare, ni las de ninguno de los vértices de la geometría literaria universal: rusos, ingleses, franceses, españoles; todos ellos autores con la muerte al fondo de sus obras.

      El tratamiento de la muerte, sin embargo, ha sido muy variado: desde la dramática griega hasta la shakespeariana, no obstante la común presencia de la daga; de Lucrecio a Garcilaso; de Chaucer a Maupassant; de Balzac a Dostoyevski. Múltiples maneras de considerar la vida a la sombra de la muerte o de considerar la muerte a la luz de la vida, desde las más diversas temáticas.

      La presente novela de Carlos Salem, bajo una aparente envoltura de serie negra —título y tema—, va mucho más allá gracias a la constante ironía que sus páginas encierran, por la espléndida sencillez de su estilo y por el novedoso tratamiento de la muerte como mercancía.

      Aquí el asesinato es un producto a cargo de una empresa cuya metodología de trabajo origina la trama por la que transitan los personajes. Personajes que resultarán estar ligados, por unas u otras razones, al protagonista y narrador, Juan Pérez Pérez, eficaz asesino de la empresa, pero también un hombre corriente al filo de los cuarenta años, ex marido y padre lleno de dudas. ¿Lo han enviado allí para «despachar» a alguien, como es habitual, o en realidad es él quien será despachado? Todo ello en el marco de un camping nudista, en el que poco se puede esconder, pero se oculta, como siempre, lo más importante. No es casual que por este ámbito desfilen, sin ropas pero vestidos con sus propios motivos, diferentes aspectos y personas del pasado de Juan, y también de su incierto futuro. A la hora del balance y tal vez de su propia muerte, todo hombre está desnudo.

      Con una trama en ocasiones vertiginosa y en tramos más pausada no obstante el ritmo de constante sorpresa que marcan los personajes y los acontecimientos de principio a fin, Matar y guardar la ropa marca un hito en el entendimiento literario del asesinato y de la novela negra, al tiempo que señala una modalidad de ficción insólita en el tratamiento estético y necesaria en la novela en general.

      Gonzalo Torrente Malvido (Ferrol, 1935) ha publicado una vasta obra narrativa en la que destacan las novelas Hombres varados, finalista del Premio Nadal 1961; La raya, Premio Café Gijón 1963; La balada de Juan Campos o Tiempo provisional, Premio Sésamo 1969. Siempre ha mostrado interés por el género negro, y en este campo ha logrado libros memorables como Introducción al crimen de la herradura o Teorema del mal.

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      Los espejos del ascensor nos repiten, creando a partir de los cuatro pasajeros una multitud de clones. Es un ascensor moderno, como el edificio, y hace un momento, cuando subimos el hombre del traje azul y yo, en la planta número catorce, se me antojó un truco de feria, un truco cruel, porque en lugar de deformarnos, la óptima calidad óptica de los espejos nos mostraba con precisión. Y eso duele.

      En el piso doce se detuvo el impulso muelle y entraron esta mujer y su fotocopia reducida, la misma altivez repetida en estaturas diferentes. La Madre (porque es una Madre con mayúsculas) se ocupa de aleccionar a la niña sobre lo que debe y no debe hacer cuando vienen a ver a papá a su despacho. Alarga la palabra despacho tras mirarme, porque lo que ve ratifica mi condición de probable subalterno del respetado papá. Ve a un hombre cercano a los cuarenta, con un bigote anacrónico y el pelo estirado para ocultar la posible calvicie. Un hombre algo encorvado, como esperando el próximo golpe o reponiéndose del último.

      Nada patético.

      Sólo banal.

      Un hombre que podría ser guapo si en lugar de esa expresión bovina y amable mostrara un poco de fiereza, algo de ambición, una chispa de felicidad.

      Visto un traje gris no muy gastado. De hecho, sólo me lo he puesto una docena de veces. Pero se ve como yo, ablandado prematuramente. Por eso la Madre, que se alarma porque la niña ha olvidado algo en el despacho de papá, me mira como diciendo que mi fatiga mediocre de previsible empleado de alguna de esas empresas, no es nada en comparación con lo que tiene que hacer una Madre. No oigo sus palabras, pero el hombre del traje azul, el otro hombre, sacude la cabeza caballeroso y detiene el ascensor con un gesto que no depende tanto de su dedo en los botones como de la autoridad que emana. Vuelve a manipular y subimos.

      No me ha consultado.

      No hace falta.

      Él nunca consultará nada y el oro de sus anillos y el reloj y el llavero del Mercedes avalan sus decisiones.

      Otra vez la planta catorce. Madre e Hija salen tras agradecer al señor e ignorar al invisible.

      Volvemos a bajar. El hombre de azul saca un puro y lo enciende. No me consulta. No hace falta. Se limita a dispararme desde el espejo un gesto cómplice de que estamos entre hombres, retoca sus gemelos de oro y disfruta del humo. Yo también. Admiro el encendedor (de oro, claro) que se ha quedado en su mano para que yo lo pueda admirar, mientras abre y cierra la tapa con simplicidad ensayada. Hago al espejo un gesto hacia el mechero. Es una pregunta y él aprecia mi timidez y el respeto de mi ademán. Asiente apenas. Meto la mano en el bolsillo y él adelanta el mechero para darme fuego como si me diera una bendición. De reojo mira su habano, especulando qué tabaco barato sacaré del bolsillo. Supongo que apuesta con su mente sobre una u otra marca, como apostará en los casinos, dejando llover la fichas sobre el tapete. Se decide por la marca más barata de cigarrillos rubios, estoy seguro, y se prepara para que su expresión no traduzca misericordia. Puede que incluso considere la posibilidad de mejorarme ofreciéndome uno de sus habanos. Se advierte que está satisfecho, de sus negocios y de sí mismo, del mundo que funciona como debe para las personas con cuna y posibles, necesariamente pocos en cantidad pero ricos en calidad. Por eso se asombra cuando ve que el mundo no funciona ya como debe, y que en lugar de un paquete de tabaco barato saco del bolsillo la pequeña pistola negra, alargada por el falo del silenciador, le apunto a la frente y disparo.

      Dos veces.

      Se mira al espejo y presta más atención a su aspecto en general que a los agujeros rojos y gemelos en su frente.

      Después muere.

      Detengo el ascensor en la planta número tres. Las oficinas de ese piso están en obras y es la hora de la comida. Como advertían mis instrucciones. Agradezco al hombre caído la exactitud de los hábitos, y a la Madre el olvido


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