Unidos por el mar. Debbie Macomber

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Unidos por el mar - Debbie Macomber


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iba a venir.

      —¿Y por qué lo has hecho?

      Catherine no lo sabía. Quizá fuera porque le gustaba vivir arriesgándose, caminar por el filo sin caerse.

      —No lo sé, ¿y tú?

      —Maldita sea, no lo sé. Me temo que me gusta desafiar al destino.

      —Papá —dijo Kelly asomándose a su asiento—, Missy quiere que me siente con ella. No te importa, ¿verdad?

      —Vale —respondió Royce volviendo a dudar de nuevo.

      —Gracias, papá —dijo la niña, quien al pasar por al lado de Catherine le guiñó un ojo, tal y como se lo había guiñado el padre horas antes. Catherine no entendía el significado de ninguno de los dos gestos.

      Cuando Kelly se marchó, la tensión entre los dos adultos aumentó.

      —Me moveré yo —dijo Catherine poniéndose en pie, pero Royce la detuvo.

      —No, quédate ahí —le suplicó sujetándole el brazo.

      Catherine lo obedeció, pero instantes después fue él quien se sentó junto a ella. En ese instante la sala se oscureció y la música comenzó a sonar. Royce estiró las piernas y rozó la rodilla de Catherine sin querer y ella se quedó sin aliento. Se le había olvidado lo agradable que podía llegar a ser el contacto con un hombre.

      Catherine alzó la vista y se encontró con que Royce la estaba observando. Sus ojos estaban encendidos de deseo, lo que provocó una ola de calor en el cuerpo de Catherine. Haciendo un gran esfuerzo, logró apartar la mirada.

      Royce cambió de postura y sus cuerpos dejaron de estar en contacto, lo que fue un alivio para ambos. La situación era lo suficientemente difícil como para aumentar la tentación y echar más leña al fuego.

      Catherine tenía serías dudas de que alguno de los dos se estuviera enterando del argumento de la película. Ella estaba completamente concentrada en el hombre que tenía a su lado.

      Royce puso un cucurucho de palomitas entre ellos y Catherine tomó un montón y las fue tomando una a una. Una de las veces que metió la mano en el cucurucho se encontró con la mano de él. Cuando fue a retirarla, Royce ya la había agarrado. Sacaron las manos de las palomitas pero Royce no dejó de acariciarla, despacio, como si estuviese arrepintiéndose de su debilidad. Sin embargo, no la soltaba, era como si no la quisiera dejar marchar.

      Catherine no podía explicarse la explosión de emociones que le estaba generando aquel contacto. Si la hubiera besado, tocado los pechos o hecho el amor, Catherine habría entendido aquella reacción, pero era algo desmedido para una simple caricia.

      Nunca en la vida se había sentido tan vulnerable. Estaba poniendo en riesgo aquello que era más importante en su vida. Y Royce estaba haciendo lo mismo, ¿por qué?

      Era una pregunta difícil y la respuesta lo era aún más. Ella casi no conocía a Royce. Había estado casado, su mujer había muerto y tenía una hija. Era un marino, un hombre que había nacido para ser un líder. Era un tipo respetado. Admirado. Pero nunca se habían sentado a charlar sobre sus vidas. Que sintieran una atracción tan fuerte el uno por el otro era una casualidad del destino. No había ningún motivo, y sin embargo nada ni nadie hubiera sacado a Catherine de aquel cine.

      La película terminó y se dio cuenta porque Royce le soltó la mano. Le entraron ganas de protestar porque quería seguir sintiendo su calor.

      —Catherine —suspiró él acercándose—, vete ahora.

      —Pero…

      —Por el amor de Dios, no me lleves la contraria. Sólo vete —le pidió. Catherine se puso en pie.

      —No vemos el lunes.

      Catherine sabía que iba a estar pensado en él cada minuto del fin de semana hasta que llegara el lunes.

      —¿Pasa algo entre tú y el capitán Nyland? —le preguntó Elaine a Catherine cuando llegó el lunes a la oficina.

      —¿Por qué me preguntas eso? —dijo ella con el corazón en un puño.

      —Me ha dicho que pases a verlo en cuanto llegues. Otra vez.

      —¿Qué pase a verlo en cuanto llegue?

      —Y cuando el capitán ordena, nosotras obedecemos. Lo único que quiero saber es qué has hecho esta vez —comentó la secretaria.

      —¿Por qué crees que he hecho algo? —preguntó Catherine mientras colgaba su abrigo.

      —Porque parece que está de un humor de perros. Ese hombre es un peligro. Yo de ti tendría cuidado.

      —No te preocupes —contestó. Catherine se cuadró y llamó a la puerta del capitán.

      —Pase —contestó él.

      Al verla entrar frunció el ceño. Era cierto, tenía muy mal aspecto. Volvía a ser el hombre de hielo. El padre cariñoso había sido sustituido por el rígido militar.

      —Siéntese, capitana —ya había dejado de ser Catherine. Obedeció sin saber qué iba a suceder.

      —Creo que no es buena idea que sigamos haciendo ejercicio juntos por las tardes —afirmó él con un lápiz entre los dedos.

      Catherine lo miró. Era el único rato que pasaban juntos, aunque fuera egoísta, no quería renunciar a él.

      —Soy consciente de que tiene tanto derecho como yo a utilizar la pista así que me gustaría que pensáramos un horario. Es una pena, pero yo sólo tengo las tardes libres…

      —Mi horario es menos restrictivo, capitán. No se preocupe, haré un esfuerzo para evitar coincidir con usted. ¿Le gustaría que dejara de ir al centro comercial también?

      El rostro de Royce se tensó. Catherine no sabía por qué se sentía tan ofendida. Él sólo estaba haciendo lo que correspondía dadas las circunstancias. Pero Catherine se sentía como si le hubieran quitado el suelo que había tenido bajo los pies y estuviera tratando de mantener el equilibrio.

      —Puede ir de compras donde quiera.

      —Gracias —contestó crispada—. ¿Eso es todo?

      —Sí.

      Catherine se dio la vuelta para salir.

      —Capitana… —ella se detuvo y lo miró, pero Royce negó con la cabeza—. Nada, será mejor que se vaya.

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