Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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Al final, la imagen sugerida por los posibles productores de una ocupación alienígena de corte reptiliano en nuestro planeta (primero con falsas buenas intenciones y, luego, sometiéndolo a la fuerza –y gracias al colaboracionismo de un buen número de seres humanos–), se impuso, para alegría de todos aquellos adolescentes que fuimos. Así nació esta alegoría de ciencia ficción sobre un Reich estadounidense que, si bien podría resultar solo anecdótico, no lo es tanto cuando se piensa en el momento en que aparecen y, sobre todo, reaparecen ciertas obras. La serie de televisión se escribe en los años ochenta, en plena era Reagan. Seguramente, para muchos los malvados alienígenas no eran sino aquellos que estaban al otro lado del telón de acero. Para otros, los reptiles estaban mucho más cerca. Como dirían los que gustan de conspiraciones extraterrestres: “están entre nosotros”.

      Quizá solo como una más o menos acertada alegoría de ciencia ficción, la obra de Lewis podía llegar a las pantallas. Ya en 1936 la novela quiso ser llevada al cine, pero no pasó la censura de los estudios del Hollywood de por aquel entonces, censura que controlaba Will Hays, leal republicano que vio en el libro un ataque claro a su partido. Sin embargo, la representación teatral de la obra gozó de un gran éxito: 500.000 personas vieron las funciones (en las que Lewis hizo sus pinitos, como se suele decir, como actor, donde hacía el papel protagonista, el director de un periódico local, Doremus Jessup) en las 260 semanas que estuvo en cartel. Casi un éxito equiparable al que alcanzó la mencionada serie de televisión.

      Aun así, no hay esculturales lagartas, ni atractivas o fornidos resistentes, ni armas láser, ni naves nodrizas en la obra de Lewis. Pero el libro original, bastante olvidado durante muchos años –aparece en la polémica lista del canon de Harold Bloom (1994)–, vuelve a ser reseñado y reeditado a mediados de los años 2000. En la era Bush (hijo), a quien algunos ociosos internautas –siguiendo con la anécdota de la analogía alienígena– consideran un honorable reptiliano. Se pueden ver divertidos montajes al respecto en YouTube. Por tanto, quizá sea cierto, y siguen entre nosotros. Una parte del mensaje de la obra de Lewis puede ser precisamente este en lo que respecta a la sociedad norteamericana: no nos podemos confiar, el germen está entre nosotros, y en cualquier momento puede surgir. Quizá no como un régimen puramente fascista –cualesquiera sea la orientación ideológica de este–, entre estandartes, uniformes, discursos agradecidos y nacionalismo de saldo, pero sí como un gobierno que se exceda recortando algunas libertades en nombre del bien común, de la seguridad e incluso de la propia democracia.

      Cuando Lewis escribió la novela afirmó no estar demasiado atento al detalle, o no especialmente, de lo que sucedía en Europa. Tomó la forma de los regímenes en auge en el viejo continente para buscar analogías en su entorno sociopolítico. Un entorno propio con el que llevaba años siendo crítico desde diversas perspectivas en sus novelas anteriores. Eran los años treinta, apenas pasado el crack del 29, una época de crisis profunda en la que, como vemos hoy, resuellan especialmente alto las soflamas fáciles en los que el culpable, claro, siempre es el otro. Anteriormente a ninguna crisis, Lewis ya había escrito alguno de sus mejores libros, antes y de pleno en los felices años veinte; pero no por felices renunció a hacer crítica, en ocasiones satírica, de la sociedad que construiría y después arruinaría aquella década dorada.

      Con Calle mayor (1920) ya nos dibuja el provincianismo de las pequeñas ciudades del medio-oeste americano en el que creció, ciudades como la Gopher Prairie de la novela.

      Tan parecidas entre sí que produce hastío ir de unas a otras. En todas ellas, al oeste de Pittsburg, y a menudo al este también, hay el mismo almacén de maderas, la misma estación de ferrocarril, el mismo garaje Ford, la misma fábrica de mantequilla, las mismas casas de dos pisos que parecen cajones. Las casas nuevas revelan los mismos intentos de diversidad: los mismos hotelitos, las mismas casas cuadradas, de estuco y ladrillo. Las tiendas ofrecen artículos standard anunciados por todo el país; los periódicos de regiones distantes unas de otras tres mil millas publican idénticos originales suministrados por las agencias; el muchacho de Arkansas luce el mismo traje hecho, flamante, que el muchacho de Delaware; ambos hablan una jerga idéntica, extraída de las mismas páginas deportivas, y si uno de ellos es estudiante y el otro trabaja en una barbería, no hay modo de presumir quién es uno y quién es otro.

      Es toda esta uniformidad la que sus paisanos del Midwest consideran ideal, necesaria (uniformidad que estilísticamente también dan las listas, a las que recurre Lewis muy a menudo); la verdadera América que construye su glorioso país sin hacerse demasiadas preguntas o llamar la atención de la comunidad. La América con la que choca Caroline, su inquieta protagonista, nativa de Saint Paul, la segunda ciudad más importante de Minnesota. La América de su marido, Will Kennicott, doctor de esa pequeña ciudad en la que todo permanece como debe de ser, pero que a ojos de su mujer “dan muestra de su tiranía bajo cien apariencias distintas con denominaciones siempre pomposas, como ‘la sociedad civilizada, la familia, la iglesia, los negocios sólidos, los partidos, el país, etc.’”.

      Regiones y época de crecimiento industrial y consolidación del puritanismo. Como Zenith, la ciudad-alegoría de su otra gran novela, Babbitt (1922), epítome del hombre de negocios de la clase media americana que alcanza el éxito, el tan nombrado para todo sueño americano, siempre y cuando se pueda cuantificar en valor monetario. Y esta es precisamente la crítica de Lewis en Babbitt, que el crecimiento no debe de ser –o no solo– económico, sino también espiritual, en valores, en cultura, en conocimiento. Pero la crítica de Lewis no siempre es acusadora, sus principales personajes –que en varias ocasiones se han señalado como la representación literaria del mismo Lewis, el anónimo ciudadano de Sauk Centre, pequeña localidad también de Minnesota– son hombres de la calle, con defectos y virtudes, no solo defectos, pues son producto de una educación y entorno social concretos, y no tanto de sí mismos. Son ciudadanos de éxito que no han querido preguntarse qué otras cosas se han dejado atrás a cambio de su amable y ejemplar vida. Según palabras de Paul Morand para el prólogo a la edición francesa de Babbitt: “Sinclair Lewis détesteĺexceptionnel. Il a le culte du non-héros.” Cierto, sus antihéroes, vulgares, se adentran en lo estándar para desmenuzar y cuestionar esos mismos estándares aceptados por la feliz clase media norteamericana, quizá la representación social de eso que se ha dado en llamar “la inocencia americana”. Para el norteamericano medio que describe Lewis en sus novelas, cambiar, salirse de los estándares aprobados por la mayoría, es complicado. Recuerda Susan Sontag en Estilos radicales cómo Gertrude Stein afirmó que Estados Unidos es el país más viejo del mundo, a lo que añade Sontag: “Ciertamente, es el más conservador. Es el que más tiene que perder con el cambio.”

      El miedo común al cambio es el que describe Lewis, la cerrazón en ver más allá de lo local, de lo convenido, de lo que narraba la literatura norteamericana anterior a Lewis y que representaba ante todo, literariamente hablando, William Dean Howells, pluma del idealismo práctico, del “realismo sonriente” que evita detenerse en “los detalles sórdidos de la vida moderna” (Henry F. May, 1959). Un idealismo que tenía su reflejo en la vida cultural norteamericana, en contra de cualquier cosa que entendieran como sensacionalista, en contra del lenguaje coloquial, precisamente el lenguaje que introduce Lewis en sus novelas. Y en este contexto, el Midwest representaba un lugar ejemplar, de gente educada, donde conciliar el campo con algunas –pocas– virtudes de la ciudad, y donde la moralidad rige su progreso. El “Social Gospel” y la clase media protestante son ejes de esta sociedad cuyos hijos comienzan a prestar más atención a las películas del cine y otras atracciones de fines de semana o los coches, cada vez más veloces, y el baile, los hijos de Babbitt, quienes tendrán enfrente a otra generación posterior, los hijos de Los padres pródigos (1938), “niños bien” jugando a la revolución, “que ‘hacen’ un poco de comunismo de la misma forma que practican tenis o golf”, como aquellos universitarios nuestros de las Últimas tardes con Teresa.

      Señala Lionell Trilling que, para la metafísica norteamericana, la realidad (palabra fundamental según él para comprender el espíritu americano) es siempre “realidad material, ardua, resistente, informe, impenetrable, repulsiva”, a la vez que pareciese que tienen una especial resistencia a contemplar de cerca la realidad. Trilling ve cierta astucia en la obra y crítica de Lewis, si bien advierte limitada su tarea de comprensión social.


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