Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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Beulah. Ella era la hija de un fabricante de furgonetas, una chica plácida, más bien guapa y de hombros anchos, con la que había ido al instituto.

      Ahora, en 1936, de sus tres hijos, Philip (universidad de Dartmouth y facultad de Derecho de Harvard) estaba casado y ejercía de abogado ambicioso en Worcester, y Mary, esposa del doctor Fowler Greenhill, de Fort Beulah (este joven pelirrojo, colérico, era un médico alegre y enérgico que hacía maravillas con el tifus, las apendicitis agudas, la obstetricia, las fracturas complejas y las dietas para niños anémicos). Fowler y Mary tenían un hijo, el único nieto de Doremus; se trataba del hermoso David que, a los ocho años, era un niño tímido, cariñoso y con mucha imaginación. Poseía unos ojos de sabueso tan tristones y un pelo tan pajizo, que una fotografía suya podría haberse expuesto en la Academia Nacional o incluso aparecer en la portada de una revista femenina de 2.500.000 ejemplares de tirada. Los vecinos de los Greenhill solían decir del niño: “¡Vaya! Menuda imaginación tiene Davy, ¿no os parece? ¡Seguro que acabará siendo un escritor como su abuelito!”

      El tercer vástago de Doremus era la alegre, coqueta y bailarina Cecilia, conocida como “Sissy”. Tenía dieciocho años, su hermano Philip treinta y dos, y Mary, la Sra. Greenhill, acababa de cumplir los treinta. Sissy dio una gran alegría a su padre cuando accedió a quedarse en casa mientras acababa el instituto, aunque a menudo hablaba, emocionada, de marcharse a estudiar arquitectura y, “simplemente ganar millones, querido”, planificando y construyendo milagrosas casitas.

      La Sra. Jessup estaba segurísima (aunque bastante equivocada) de que su Philip era clavadito al príncipe de Gales; que la esposa de Philip, Merilla (digna hija de Worcester, Massachusetts), se parecía curiosamente a la princesa Marina; que Mary sería confundida con Katharine Hepburn por cualquier desconocido; que Sissy era una dríade y David un paje medieval; y que Doremus (aunque le conocía mejor que a sus hijos, pues estos cambiaban rápido) se parecía increíblemente a Winfield Scott Schley, el héroe naval, con su aspecto de 1898.

      Emma Jessup era una mujer fiel, afectuosa y generosa, una experta en preparar tartas de merengue de limón, una conservadora provinciana y una episcopaliana ortodoxa, completamente ajena a cualquier tipo de humor. A Doremus siempre le hacía gracia su amable solemnidad; solía considerar un raro acto de gentileza cuando se abstenía de fingir ante ella que se había convertido en un comunista de pro, y estaba pensando en largarse a Moscú de inmediato.

      Cuando salió del Chrysler, Doremus parecía deprimido y viejo, como si se levantara de una silla de ruedas en su horrible garaje de cemento y hierro galvanizado. Sin embargo, se trataba de un imponente garaje para dos vehículos; además del Chrysler de cuatro años, tenían un nuevo Ford coupé descapotable, que Doremus esperaba poder conducir algún día, cuando Sissy dejara de usarlo.

      Soltó un buen taco en el sendero de cemento que se extendía desde el garaje hasta la cocina, pues se había raspado las espinillas con el cortacésped. Su jardinero lo había dejado allí en medio, un tal Oscar Ledue, de siempre conocido como “Shad”; grande y con la cara colorada, era todo un campesino canadiense-irlandés hosco y malhumorado. Shad siempre hacía cosas como dejar el cortacésped tirado por ahí, para que la gente decente se hiciera daño en las espinillas. Era todo un incompetente, además de un sanguinario. Nunca recortaba los bordes de los parterres, se dejaba su vieja y apestosa gorra en la cabeza cuando traía leña para la chimenea, no segaba los dientes de león en el prado hasta que tenían semillas, le encantaba olvidarse de decirle a la cocinera cuándo estaban maduros los guisantes y solía disparar a gatos, perros callejeros, ardillas listadas y mirlos de dulce canto. Como mínimo, dos veces al día, Doremus decidía que le iba a despedir, pero..., quizá fuera sincero cuando insistía en que le resultaba divertido intentar civilizar a este macho de campeonato.

      Doremus entró trotando a la cocina, decidió que no quería pollo frío ni un vaso de leche de la nevera, ni siquiera un trozo del célebre pastel relleno de coco elaborado por su cocinera, la Sra. Candy, y subió a su “estudio”, situado en la tercera planta o ático.

      Su casa era un edificio amplio construido con tablas blancas de madera, una mole cuadrada de 1880 con un tejado abuhardillado y un largo porche de insignificantes columnas blancas y cuadradas en la fachada principal. Doremus afirmaba que la casa era fea, “pero fea de un modo agradable”.

      Su estudio, allí arriba, constituía un refugio perfecto para escapar de las molestias y el bullicio. Era la única habitación de la casa que la Sra. Candy (sosegada, competente y grave, totalmente instruida y anteriormente maestra de escuela rural de Vermont) tenía prohibido limpiar. Se trataba de un atractivo revoltijo de novelas, ejemplares de las Actas del Congreso estadounidense, el New Yorker, Time, Nation, New Republic, New Masses y Speculum (única publicación de la Sociedad Medieval), tratados sobre sistemas monetarios y tributarios, mapas de carreteras, tomos sobre exploraciones en Abisinia y la región antártica, lápices mordisqueados, una máquina de escribir portátil poco sólida, aparejos de pesca, papel carbón arrugado, dos cómodas sillas antiguas de cuero, una silla Windsor en su escritorio, las obras completas de Thomas Jefferson (su héroe), un microscopio y una colección de mariposas de Vermont, puntas de flechas indias, pequeños volúmenes de poesía rural vermontesa impresos en redacciones de periódicos locales, la Biblia, el Corán, el Libro del Mormón, Ciencia y Salud, selecciones del Mahabarata, las obras poéticas de Sandburg, Frost, Masters, Jeffers, Ogden Nash, Edgar Guest, Omar Khayyam y Milton, una escopeta y un rifle de repetición del calibre 22, un estandarte descolorido del Isaiah College, el diccionario Oxford completo, cinco estilográficas de las cuales solo dos funcionaban, un jarrón muy feo de Creta, que databa de 327 a.C., el Almanaque Mundial del año antepasado (cuya cubierta parecía haber sido mordida por un perro), extraños pares de gafas con montura de carey y de anteojos sin montura (ninguno de los cuales se ajustaban a su vista), un magnífico armario de roble (al parecer de estilo Tudor) procedente de Devonshire, los retratos de Ethan Allen y Thaddeus Stevens, unas botas de goma para el agua, unas babuchas marroquíes rojas y seniles, un póster publicado por el Vermont Mercury, en Woodstock, el 2 de septiembre de 1840, que anunciaba la espléndida victoria del partido Whig, veinticuatro cajas de cerillas robadas una a una de la cocina, un surtido de blocs de notas amarillos, siete libros sobre Rusia y el bolchevismo (totalmente a favor o totalmente en contra), una fotografía firmada de Theodore Roosevelt, seis cartones de cigarrillos medio vacíos (según la tradición de los periodistas excéntricos, Doremus debería fumar la típica pipa, pero detestaba la baba llena de nicotina que rezumaba), una alfombra andrajosa en el suelo, una ramita marchita de acebo con un lazo plateado de Navidad, un estuche con siete cuchillas de afeitar sin usar, procedentes del mismísimo Sheffield2, diccionarios en francés, alemán, italiano y español (el primer idioma de los cuales podía leer), un canario en una jaula bávara de mimbre plateado, un gastado ejemplar encuadernado en lino de Old Hearthside Songs for Home and Picnic (Antiguas canciones para cantar junto a la chimenea en el hogar o en un picnic) cuyas selecciones solía cantar suavemente sosteniendo el libro sobre sus rodillas, y una antigua estufa Franklin de hierro fundido. Es decir, todo muy apropiado para un ermitaño y totalmente inapropiado para unas manos domésticas impías.

      Antes de encender la luz, miró por una ventana de la buhardilla entrecerrando los ojos y fijó su atención en la mole de montañas que cercenaba el maremágnum de estrellas. En el centro se podían ver las últimas luces de Fort Beulah, bastante abajo, y a mano izquierda, ocultos, los suaves prados, las antiguas granjas y los enormes establos de Ethan Mowing. Se trataba de una tierra generosa, fresca y clara como un rayo de luz y, al reflexionar, llegó a la conclusión de que la amaba más cada año tranquilo que pasaba alejado de las torres y el bullicio de la ciudad.

      Una de las pocas ocasiones en que la Sra. Candy, su ama de llaves, tenía permitido entrar a la celda de este ermitaño era para dejar allí, en el largo escritorio, su correo. Él lo recogió y empezó a leerlo con brío, de pie junto a la mesa. (¡Es hora de irse a la cama! ¡Demasiada cháchara y quejas esta noche! ¡Dios Santo! ¡Ya son las doce pasadas!) Suspiró entonces, se sentó en su silla Windsor, apoyó los codos sobre la mesa y empezó a leer de nuevo, concienzudamente, la primera carta.

      El remitente era Victor Loveland, uno de los profesores más jóvenes y cosmopolitas del Isaiah College, la


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