Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey


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      Agradecí llenarme los pulmones de aire limpio nada más salir. Estaba acostumbrado al hedor de la ciudad, pero la muerte tiene su propia pestilencia, acre y dulce a un tiempo, y uno no puede evitar creer que se le ha pegado a las ropas, la piel y el cabello cuando la ha afrontado en toda su crudeza.

      Don Pedro, cuyo cochero le esperaba aún frente al Palacio Episcopal, se ofreció a llevar a Mata; por mucho que el reencuentro le hubiera hecho sentirse incómodo, la hora no invitaba a pasear solo. A juzgar por sus aspavientos, los imaginé enfrascados en viejas cuitas mientras perdían el contorno en una niebla que la brisa había empezado a desleír. Andreu, por su parte, se dirigió hacia a la plaza Santa Ana, no sin antes citarme para el día siguiente. Había quedado allí con una criada a la que cortejaba a cambio de información.

      Estaba seguro de que no sería la única.

      La mejor fuente de chismes acerca de lo que sucede en una casa es el servicio, y Andreu lo sabía bien. Nadie se fija en el mayordomo, el ama de llaves, la cocinera, la planchadora o la lavandera; para sus amos, no son más que muebles sordos, mudos y ciegos, pero con los oídos, los ojos y la boca bien abiertos cuando es menester. Algunos habían incluso arruinado fortunas y reputaciones en venganza por los malos tratos sufridos o la falta de cobro, aunque ello les hubiera supuesto verse en la calle. El mundo se gobernará desde arriba, pero hasta el mejor edificio se viene abajo si le abres una grieta en los cimientos.

      La noche era fría, así que me calé la gorra y apreté el paso. Descendí por la calle del Obispo hasta la plaza de San Jaime y continué por Libretería. Tenía que hablar con Salvador para contarle lo que había averiguado; aunque no fuera mucho, sí lo suficiente para —al menos de momento— descartar la implicación de Tarrés en los asesinatos.

      Y debía hacerle una petición.

      Mientras bajaba por Platería, la imagen regresó nítida a mi cabeza; su rostro inexpresivo, sus labios desvaídos, la tiesura de sus miembros y aquella costura en la piel, que se había vuelto papel de estraza. Pero lo que más me hirió fue su silencio; ser consciente de que la ausencia de su risa, aquel gorgoteo escandaloso que era incapaz de retener cuando algo le hacía gracia, era ya definitiva.

      Alcé la vista para escudriñar las alturas y fui más consciente que nunca de que no había ningún Dios allá arriba. La niebla había dado paso a un cielo veteado de nubes que cubrían y exponían la luna a intervalos, revelando y ocultando a los moradores de la noche, espectros que habitan la otra ciudad, una Barcelona de calles irreconocibles, de plazas extrañas, de ramblas vacías y pasadizos lóbregos. Pep, uno de mis compañeros de gatera, afirmaba que cada uno de nosotros tenía un yo secreto que se manifestaba al claudicar el día. Una emanación corpórea de nuestro mal. Incluso aseguraba que, en una ocasión, se había visto a sí mismo surgir de la oscuridad del sótano y salir a la calle para alimentarse del vientre de un perro muerto.

      Al llegar a la plaza de Santa María, sentí la brisa.

      Me quité la gorra y dejé que se enredara en mis cabellos. Los días como aquel, en los que se alzaba el levante, el viento atravesaba la Puerta de Mar, cruzaba el Plano de Palacio haciendo tiritar sus luces y se colaba hasta allí por Espaseria y Cambios Viejos. Y entonces, por un instante, aunque solo fuera por esa mísera porción de tiempo, su hálito era capaz de hacerte olvidar cualquier cosa.

      Todo.

      El viento siempre trae prendido consigo mucho más que simples olores y sonidos.

      Apenas me separaban un centenar de varas de la cueva cuando sentí la necesidad de ver con mis propios ojos el lugar en el que habían matado a Víctor. Lo que quería saber en realidad era si, de algún modo —físico o de otra índole—, alguna parte de él seguía allí; si su alma permanecía atrapada aún en el lugar en el que había sido asesinado, aunque solo fuera un arambel. Salvador me había contado que aquellos que sabemos que ya no regresarán jamás pasan a vivir dentro de nosotros, y que los que no han muerto en paz se encarnan como una tumoración hasta que alguien les hace justicia. Víctor había comenzado a crecer en mi interior y era consciente de que, si no lograba dar a tiempo con su asesino, infectaría cada una de mis vísceras hasta secarlas.

      Las nuevas farolas instaladas a lo largo del plano y el paseo de Isabel II daban a las fachadas un singular tono ámbar. Cada una era un pequeño sol macilento a cuyo reclamo acudían como insectos las pocas almas buenas que, por alguna necesidad, se habían aventurado a salir a aquellas horas; el resto buscaba el amparo de la noche para otros menesteres.

      La Muralla de Mar se alzaba sólida sobre mi cabeza. Aunque aún conservaba parte de su vieja gloria a la luz del día, había dejado de ser el lugar predilecto de paseo de la aristocracia, que, poco a poco, se había trasladado al primer tramo de la Rambla, justo frente al palacio del March de Reus, donde el Ayuntamiento había instalado unos bancos de piedra muy frecuentados por señoritos, petimetres y «mosquitos de agua», hasta el punto de que el paraje había pasado a conocerse como el Mentidero. Buenas bolsas para aquellos que tenían acceso a ellas.

      Me adentré en el callejón sorteando varios montones de desperdicios, un par de vómitos que acerté a ver a tiempo y un charco de meado humeante. Tres borrachos que habían decidido alargar la curda buscaban compañía de ocasión por las esquinas, mientras que otros, recién surgidos de una taberna, trataban de mantener el equilibrio camino de la siguiente. Aunque alguno parecía el espectro de un aparecido, nada en el lugar indicaba que allí había muerto alguien, mi mejor amigo, la persona a la que más había querido en esta ciudad, que, en mi caso, era lo mismo que decir en este mundo.

      Observé el puerto, con el tenue fulgor de la linterna del fuerte a lo lejos. Los mástiles de un par de bergantines se mecían al ritmo de las olas, con sus gallardetes agitados por el viento, mientras un grupo de estibadores se afanaba en vaciar sus vientres. En cuanto terminaran, los volverían a llenar y partirían rumbo a América con la primera marea favorable. Así funcionaba el comercio, un ir y venir constante de materias primas para las fábricas, de productos manufacturados de regreso a las colonias.

      Víctor y yo habíamos soñado con enrolarnos en una ocasión, escapar a las Antillas, incluso a Argentina o Uruguay. Solo queríamos comprobar si el mundo del que hablaban algunos era real, si había algo más allá de los muros que nos rodeaban y contenían lo único que habíamos conocido.

      Miseria.

      Desesperación.

      Muerte.

      Pero jamás nos atrevimos.

      El miedo es el sentimiento más útil y, a la vez, el más inútil que experimenta el ser humano a lo largo de su vida: nos mantiene vivos, pero también nos condena a la inmovilidad.

      Bajé hasta el muelle decidido a probar suerte. El cotilleo de marineros, estibadores y algún que otro pescador que remendaba su malla a deshoras para aliviar la soledad se entremezclaba con el golpeteo monótono de las olas contra los cascos. Se decía que, si uno tenía buen oído, podía llegar a distinguir si las entrañas de un barco estaban vacías o llenas por la resonancia de aquel chapaleo, claro que el propio vaivén de la nave suponía una pista clara acerca de su estado para aquellos que, como yo, éramos algo más cerriles en cuestiones de mar.

      —¿Sabéis si ha llegado algún barco de África estos días?

      Uno de los estibadores me miró por encima del hombro. Tenía el tamaño de una montaña.

      —¿África? Aquí no atracan barcos de África.

      —¿Y


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