Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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Océano
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novelas
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Océano
Primera edición: 1984
Reedición actualizada y ampliada: Febrero 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-79-8
Impreso en España
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Cuentan que la única mujer nacida en Isla de Lobos fue Margarita la hija del farero, ya que a los pocos años de venir al mundo el faro se automatizó y nadie más vivió permanentemente en aquel diminuto peñasco que se alza, como un vigía, entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, en el archipiélago canario, frente a las costas del desierto africano.
Cuentan también que Margarita fue llevada a bautizar a Corralejo a bordo del «Isla de Lobos», una goleta que acababa de construir con sus propias manos el viejo patrón Ezequiel Perdomo, más conocido por Ezequiel «Maradentro», que quiso celebrar la botadura de su nueva embarcación apadrinando a la hija de su amigo, aquel farero que en las noches oscuras le hacía guiños de luz en la distancia, marcándole el camino de regreso a casa.
Los Perdomo, o «Maradentro», habían habitado, desde que se tenía memoria, en el minúsculo puertecillo lanzaroteño de Playa Blanca, situado exactamente frente a la torre del faro de Isla de Lobos, y tenían fama de ser, por tradición, los mejores y más arriesgados pescadores de aquellas aguas.
Y cuentan por último que, debido a una notable coincidencia, la tragedia que cambió la vida de los «Maradentro» se inició exactamente la misma semana en que, muy lejos de Playa Blanca, fallecía –también trágicamente– la niña que habían llevado a bautizar en su goleta tantísimo tiempo atrás.
En efecto, mi madre, Margarita Rial, murió muy joven, la mañana de San Pedro del año cuarenta y nueve, cuatro días después de que, a la luz de las fogatas de San Juan, tres señoritos llegados de la ciudad vieran por primera vez a Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe «Maradentro».
Y habían venido a verla a Playa Blanca, porque hasta la capital de la isla, e incluso hasta las islas vecinas, alcanzaba la fama de Yaiza, hija de Abel, nieta de Ezequiel y hermana de Asdrúbal y Sebastián Perdomo, que pese a pertenecer a una familia de pescadores curtidos por mil soles y horas de mar, asombraba por la delicada belleza de su rostro dominado por unos rasgados ojos verdes, la frágil pero rotunda madurez de su cuerpo de mujer-niña, y el indescriptible misterio que rodeaba de continuo su persona, pues se aseguraba que Yaiza «Maradentro» tenía el «don de aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos».
Nada de esto último advirtieron sin embargo los forasteros de la Fiesta de San Juan, deslumbrados desde el primer momento por la gracia con que Yaiza reía, la eterna luz que brillaba en sus ojos, la esbeltez de su majestuoso pecho, y la contenida e involuntaria sensualidad que se adivinaba en cada uno de sus gestos, enardecidos como estaban por el alcohol y por el hecho de que ni una sola vez hubiera aceptado bailar con ellos, dirigirles la palabra o dedicarles una simple mirada.
Ocurrió al final de la fiesta, cuando, de regreso a casa, la acecharon al borde del oscuro camino tratando de obtener a la fuerza mucho más de cuanto no habían podido conseguir con halagos, ignorantes como extraños al pueblo que eran de que uno de sus hermanos se cercioraba siempre, desde el recodo del sendero, de que nadie molestara a Yaiza hasta que penetraba en el patio de la casa.
Y fue Asdrúbal, el menor, el que los vio esa noche, el que gritó sin que los que aún cantaban junto al rescoldo de la hoguera alcanzaran a oírle, el que se abalanzó decidido sobre los agresores, y el que, en el ardor de la contienda, arrebató a uno de los forasteros un cuchillo y de un mal golpe lo mató en el acto.
Fue Asdrúbal, que acababa de cumplir veintidós años. El difunto era aún más joven.
Y era hijo único de don Matías Quintero, señor de los viñedos de Mozaga y el terrateniente más influyente de la isla en aquel tiempo, ya que al poderío que le proporcionaban sus viñas y sus tierras unía una indiscutible ascendencia política conquistada en los campos de batalla de Toledo, Madrid y Zaragoza como condecorado capitán de la Legión.
–¡Escóndete...! –fue lo primero que dijo Aurelia Perdomo a su hijo cuando esa misma noche averiguaron la identidad del muerto–. Escóndete y no vuelvas hasta que pase un tiempo y las cosas se aclaren, porque don Matías Quintero es muy capaz de matarte del primer golpe de ira, y es un hombre al que luego nadie va a ir a pedirle explicaciones...
–¡Pero es que yo lo hice en defensa propia, madre...! –protestó Asdrúbal–. Estaban a punto de abusar de mi hermana... ¿Por qué tengo que esconderme como si fuera un asesino...?
–Porque tiempo hay siempre para demostrar una inocencia, pero jamás lo hay para resucitar a un muerto... –fue la respuesta–. Ve a esconderte y no discutas.
Aún quiso decir algo el muchacho, pero su padre intervino imponiendo una autoridad que en la casa nadie se atrevió jamás a discutir.
–Haz lo que tu madre dice, hijo... –pidió–. Que tu hermano te lleve a Isla de Lobos y ocúltate en el faro... –Le colocó en el hombro su enorme manaza de gigante–. Será cosa de días... La Guardia Civil entenderá que no pudiste obrar de otra manera.
–En los tiempos que corren no es cuestión de Guardia Civil... –sentenció Aurelia–. Es cuestión de don Matías Quintero, y dudo que quiera entender lo que ha ocurrido.
Aurelia Perdomo había llegado a Lanzarote veintiséis años antes proveniente de su isla natal, Tenerife, recién concluida la carrera de Magisterio y decidida a ejercer durante cuatro años en el vecino pueblecito de Femés, ahorrar algún dinero y regresar a casa en condiciones de iniciar los estudios de Derecho continuando la tradición familiar y haciéndose cargo del bufete que su padre había dejado vacante al morir.
Nada por tanto más apartado de su intención en aquellos lejanos tiempos que quedarse para siempre en Lanzarote, pero el extraño embrujo fascinante de la isla y la aparición una mañana de un gigante de casi dos metros y cuadradas espaldas que surgía del mar arrastrando una barca cambiaron por completo sus planes.
Aurelia Ascanio se enamoró de Abel Perdomo «Maradentro» desde el momento mismo en que lo vio; enorme, fuerte, retraído y serio, y resultaron inútiles las súplicas de doña Concha –del más rancio abolengo tinerfeño– y los consejos de sus amigos y parientes. Olvidó sus libros de Derecho, y confió su cuerpo y su destino a aquellas enormes y encallecidas manos que la hicieron temblar desde el primer día en que la acariciaron tímidamente.
Aún temblaba y se estremecía al contacto de esas mismas manos; aún adoraba cada centímetro de aquel cuerpo enorme y poderoso, y ni