Impulsiva. Jamie Denton Ann

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Impulsiva - Jamie Denton Ann


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valido de su Máster en Empresariales de la Universidad de Harvard para expandir por América la marca de zapatos italianos de su madre. Con él como director general, la empresa había experimentado un éxito sin parangón. Blahnik, Choo y Monticello formaban el trío líder en la industria del calzado.

      Natalie señaló los zapatos que llevaba Arianne… los que Monticello le había regalado en la fiesta del año anterior.

      –Los he visto en la Quinta Avenida a seiscientos dólares.

      Arianne asintió.

      –Incluso el precio al por mayor es más de lo que yo me gastaría jamás en un par de zapatos.

      –A mí no me importaría ir descalza –dijo Isabel, cruzando sus largas piernas desnudas y apoyándose contra la barra. Llevaba unas zapatillas de bailarina adornadas con abalorios–. Pero si tenemos que ponernos unos tacones mortales, ¿por qué no hacerlo con estilo, gracias a Rafe? Él sí que puede permitirse el capricho.

      –Es mucho mejor que volver a casa sola –dijo Natalie con un profundo suspiro–. Otra vez.

      Las tres bebieron durante un rato en silencio.

      –Bueno, ¿qué os parece? Una rubia, una morena y una pelirroja –observó Isabel–. Tres chicas solteras en un bar.

      –¿Eres soltera? –le preguntó Natalie, mirando brevemente el bolso donde estaba el corchete.

      –¿Estamos hablando de esta noche o de toda la vida? –dijo Isabel.

      –¿No es lo mismo?

      –De eso nada. Me encanta estar soltera. He venido por el excelente champán francés y los hombres italianos. Bellisimo –le lanzó un beso al camarero.

      –Sí, bella –le respondió él con un guiño.

      Isabel se volvió hacia las otras mujeres.

      –¿Y vosotras?

      –Soy periodista de moda –explicó Natalie–. Casi tuve que matar por conseguir una invitación, pero valió la pena. He estado con gente a la que quería entrevistar, y me llevo a casa un par de Monticellos –añadió, acariciando con adoración la caja dorada de zapatos.

      Arianne se encogió de hombros.

      –Es mi trabajo. Rafe es un cliente importante. He venido para ser amable –levantó un pie en el aire para que la luz hiciera brillar la carísima piel del zapato–. Y por los Monticellos.

      –No me digas que prefieres los zapatos a los hombres –se burló Isabel.

      –Mmm –murmuró Natalie, apurando su copa–. Al menos los zapatos sólo te hacen daño en los pies.

      Las tres mujeres se reconocieron mutuamente como veteranas de las citas y los ligues de Manhattan, y compartieron miradas de conmiseración.

      Isabel esbozó una sonrisa irónica antes de que se sumieran en una depresión.

      –Yo también me dedico a la moda –dijo. Por lo visto, prefería hablar de su trabajo antes que explicar su vasta experiencia con los hombres–. Soy modista. He trabajado con los zapatos de Monticello en su línea de primavera.

      Iniciaron una animada conversación sobre lo que tenían en común, la inminente Semana de la Moda y lo que estaba ocurriendo entre los modistas ricos y famosos.

      Cuando llegó la hora de marcharse, las tres se habían hecho amigas. Isabel las invitó a almorzar al día siguiente en su loft de Elizabeth Street, cerca del SoHo. Natalie ya estaba pensando cómo podía aprovechar la influencia de Arianne para conseguir una entrevista con Lucia Monticello, la diseñadora de calzado y madre de Rafe, y Arianne intentaba encontrar una manera cortés de preguntarle a Isabel cómo conseguía presentarse en una fiesta, enrollarse con un hombre y volver sola a casa.

      Decidieron compartir un taxi. Mientras se preparaban para salir del bar, Natalie juntó a las tres en un abrazo y les hizo una proposición.

      –Tenemos que jurar solemnemente que si el año que viene seguimos solteras, volveremos a hacer esto.

      –Ningún hombre podrá cazarme –dijo Isabel con un guiño–. Aquí estaré.

      –Mi compromiso acabó hace un año –dijo Arianne–. Estoy segura de que estaré aquí.

      Natalie guardó silencio unos segundos antes de hablar.

      –Veréis. Esta noche he conocido a alguien… –se mordió el labio–. Pero parece que se lo ha tragado la tierra. Si no vuelve a aparecer en los próximos trescientos sesenta y cuatro días, aquí estaré.

      –¡Jurémoslo sobre tus Monticellos!

      Cada una de ellas puso una mano sobre la caja dorada de zapatos y lo juró solemnemente.

      Capítulo Uno

      Un año más tarde

      Necesitaba desesperadamente una aventura, pensó Natalie Trent mientras se pintaba las pestañas. Naturalmente, no le habían faltado oportunidades en los últimos doce meses. Después de todo, vivía en Manhattan, donde los hombres no sólo abundaban, sino que casi todos tenían las hormonas disparadas. No, sólo se había vuelto bastante… exigente, y todo por culpa de aquella estúpida promesa de Año Nuevo que había decidido mantener.

      Se pasó la barra por los labios y se los abanicó con la mano para aligerar el secado. Tomar la decisión de no enamorarse de todos los hombres con los que salía había sido una sabia decisión en su tiempo, pero también había sido la más severa. Por lo visto, no estaba preparada para abrirse de piernas si no estaba enamorada. Un pequeño detalle que había comprendido tras trescientas sesenta y cuatro noches solitarias.

      Una vez que tuvo los labios secos, se puso el abrigo y metió los tubos en su bolso dorado Fendi, junto a la invitación para el baile de máscaras venecianas de Monticello. Salió del minúsculo cuarto de baño a la igualmente minúscula habitación que usaba también como vestidor y armario. Pero a lo que su diminuto apartamento le faltaba en espacio, lo compensaba su situación. Al menos tenía vistas a la Calle 77 en el edificio rehabilitado de cinco plantas. Podría haber encontrado un apartamento mucho más barato con más espacio, pero no estaba dispuesta a renunciar a su privilegiado emplazamiento en Upper East Side, junto a Park Avenue, como tampoco renunciaría a sus zapatos de Manolo Blahnik, Jimmy Choo y Monticello.

      De pie frente al espejo de cuerpo entero que había colocado junto al armario de los zapatos, pensó en cambiarse de ropa. El corto vestido dorado de Anna Molinari rozaba el límite de la decencia, por no decir de la legalidad. Debería haberse puesto el Versace negro que había recibido como regalo de agradecimiento del modisto, sobre quien Natalie había escrito un artículo para Woman. Pero entonces tampoco podría llevar los zapatos de tacón dorados de Monticello.

      Se volvió y frunció el ceño al ver el reflejo de su espalda. Definitivamente, el vestido era muy llamativo y dejaba muy poco a la imaginación.

      «Un momento», pensó. ¿Acaso no era ésa la idea para ponerse aquel vestido? ¿Para captar la atención de un hombre y acabar de una vez por todas con su autoimpuesto, aunque involuntario, celibato?

      Se ajustó una vez más el vestido y se colgó de los lóbulos un par de largos pendientes de oro. Una sonrisa desdeñosa curvó sus labios. Después de vivir cinco años en Nueva York, había aprendido a ocultar su pasado rural. Incluso había conseguido desprenderse de sus ridículos modales de Pollyana y ser tan cínica como Isabel. Pero lo que más importaba ahora era que ningún invitado soltero a la fiesta, aparte de sus dos amigas más íntimas, descubriera que la hija única del borracho del pueblo se había atrevido a cruzar la línea de privilegio e invadir el territorio exclusivo de los ricos y famosos.

      Armada con su invitación personal a la fiesta más caliente de la ciudad y unos cuantos preservativos, salió de su apartamento y rezó no sólo por encontrar un taxi, sino también por poner fin a su abstinencia. Había


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