El jeque rebelde. Heidi Rice

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El jeque rebelde - Heidi Rice


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      La noche cada vez estaba más oscura, pero Kasia apartó su túnica para buscar en su piel, llena de cicatrices.

      Pasó los dedos por su pecho, sintió que él se ponía tenso y siguió recorriendo sus costillas y después sus hombros en busca de la herida. Tocó un líquido viscoso. Apartó la mano y se la miró horrorizada. El olor metálico invadió la silenciosa noche.

      Kasia volvió a jurar, utilizando la misma palabra que la había hecho sentirse empoderada unas horas antes, cuando se había visto sola en el desierto, con el todoterreno averiado.

      En esos momentos estaba sola en el desierto con un hombre herido. Un príncipe guerrero que la había salvado y al que ella había disparado.

      Jamás se había sentido menos empoderada en toda su vida.

      Capítulo 3

      TÚ NO ERES mi hijo, no eres el hijo de nadie. Solo eres un parásito, una rata, nacido por error».

      El recuerdo hizo que Raif se sacudiese. Volvió a ver el rostro de su padre, la cruel curva de sus labios, el desprecio de sus ojos negros, la frialdad de las únicas palabras que le había dirigido en toda su vida.

      «Te he alimentado y te he vestido durante diez años. Ya eres un hombre, ya no eres mi responsabilidad. Vete».

      –No… –gritó desesperado.

      La bofetada de su padre le resonó como el disparo de un fusil, aunque en esa ocasión no le dolió en la mejilla, sino en el brazo. Cambió de postura, intentando escapar de las crueles palabras, de los amargos recuerdos.

      –Shhh… Está teniendo una pesadilla, príncipe Raif. Todo va bien, de verdad, es solo una herida superficial.

      Él se quedó dormido mientras alguien le susurraba en inglés.

      –No soy un príncipe, soy una rata –respondió en el mismo idioma.

      La noche olía a jazmín, a especias y a sudor femenino. Él intentó concentrarse en la sensación de placer, permitió que fluyese por su cuerpo, que aliviase el dolor que siempre le provocaba en el corazón aquella pesadilla.

      «No eres una rata. Eres un príncipe… Y un hombre, no un niño al que no quieren».

      Intentó enterrar sus propios pensamientos, consciente, a pesar del agotamiento, de que no debía admitir su debilidad delante de nadie.

      Unos dedos suaves le tocaron la barbilla. Entonces, algo frío se apretó contra sus labios.

      La mujer volvió a hablar, pero él no pudo oír lo que le decía porque tenía un zumbido en los oídos.

      El sabor a agua fresca invadió todos sus sentidos. Abrió la boca y el líquido alivió su garganta seca.

      –Despacio o te atragantarás –le advirtió la voz con menos suavidad, con firmeza y seriedad, lo que le gustó todavía más.

      Entonces, dejó de darle agua.

      Él abrió los ojos con dificultad porque los párpados le pesaban como si tuviese dos piedras pegados a ellos.

      Y el placer fue a parar a su ingle.

      –¿Quién eres? –le preguntó en kholadí.

      La visión era exquisita, parecía un ángel, con las mejillas sonrosadas, el pelo oscuro y unos enormes ojos del color del ámbar.

      «Te deseo».

      ¿Lo había dicho en voz alta?

      –No puedo entenderle, príncipe Raif. No hablo kholadí –él no entendió que la mujer mezclase su título de Narabia con su nombre tribal.

      –Eres bella –susurró en inglés.

      Deseó tocar su piel y ver si era tan suave como parecía, deseó agarrarla de la barbilla y hacer que sus labios tocasen los de él, pasar la lengua por el arco de Cupido de su labio superior, pero levantó la mano y sintió un dolor punzante en el brazo.

      –Túmbese y duerma, todavía no es de día, príncipe Raif.

      «¿Príncipe Raif? ¿Quién es ese? Yo no soy príncipe de Kholadi, soy su jefe».

      Apretó los dientes al notar los dedos fríos de la mujer en el pecho, un oasis en medio de la cálida noche.

      –No eres un ángel… –dijo, intentando mantener la consciencia, queriendo aferrarse a ella para que la pesadilla no volviera–. Sino una hechicera.

      Entonces la maravillosa visión desapareció bajo el peso de sus párpados y se quedó dormido.

      Kasia miró al hombre junto al que llevaba varias horas tumbada. «Me ha dicho que soy bella», pensó.

      Tomó el paño que había dentro de un cuenco de agua caliente junto a la cama, lo escurrió y se lo puso en el pecho. Rozó el contorno de sus músculos al hacerlo y volvió a sentir la ya familiar punzada de deseo mientras le pasaba el paño por la piel hasta llegar al hombro.

      La serpiente roja y negra que tenía tatuada en la clavícula y que le cubría el hombro brilló bajo la luz de las lámparas de queroseno que Kasia había encendido.

      Parpadeó y se obligó a mantenerse erguida y centrada. El príncipe tenía las mejillas encendidas, pero no tenía fiebre, afortunadamente. Sin duda, lo que lo había despertado había sido una pesadilla.

      Pero después se había vuelto a dormir y su respiración se había hecho más profunda.

      En esa ocasión, había conseguido beber más agua.

      Kasia volvió a mojar el paño y continuó pasándoselo por el ancho pecho, estudiando con la mirada las cicatrices que la habían sobrecogido cuando le había quitado la túnica manchada de sangre la noche anterior.

      ¿Cómo era posible que hubiese podido soportar tanto dolor? ¿Cómo había sobrevivido?

      Kasia sintió calor mientras limpiaba con el paño mojado una cicatriz que recorría la línea de vello que bajaba por su vientre y desaparecía por debajo de los pantalones.

      Se fijó en el prominente bulto que se marcaba bajo la tela negra de la única prenda que no se había atrevido a quitarle.

      Empapados en sudor, los pantalones no dejaban mucho a la imaginación, pegándose a los largos músculos de sus piernas y a aquel bulto en el que Kasia había posado varias veces la mirada durante las últimas horas.

      Visión que la aliviaba y perturbaba en igual medida. No podía estar demasiado malherido con aquella impresionante erección, pero ¿qué clase de hombre se excitaba después de que le hubiesen disparado, por superficial que fuese la herida?

      «Aparta la mirada de la erección. Tal vez sea normal en un hombre agotado. ¿Cómo lo vas a saber? No te has acostado nunca con un hombre, ni tampoco habías disparado antes».

      Se ruborizó mientras volvía a mojar el paño y se concentraba en limpiar otro surco de sudor de su piel y en no bajar la vista más allá de su cintura.

      Se obligó a mirar la parte superior de su torso. El vendaje que le había puesto unas horas antes estaba seco.

      Dio gracias de que la bala solo le hubiese rozado la parte superior del brazo. Sus habilidades como enfermera no eran suficientes para realizar una operación de emergencia en una tienda. Además, había perdido su teléfono cuando él le había rescatado y no había encontrado nada parecido a un equipo de comunicación en aquella tienda.

      Aunque llamar tienda a aquel lugar no le hiciese justicia porque era bastante lujoso, más que adecuado para un príncipe del desierto.

      Ricas sedas cubrían paredes de la habitación en la que estaba la cama más grande y también había un impresionante equipo de caza, arcones llenos de productos enlatados y secos, ropa e incluso una nevera conectada a unas baterías con carne y otros productos


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