Las cosas suceden. Carlos Roberto Morán

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Las cosas suceden - Carlos Roberto Morán


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de la nada que era mi vida.

      Porque se llega tarde a todas las cosas —me decía con grandes cuotas de autoengaño y exceso de palabras— al menos que una sola cobrara consistencia. Está bien, me concedí, hay que buscar a Morena, pero ¿cómo encontrarla? La trivialidad de las fotos de sociales hace que sean efímeras. La recepción había tenido lugar varios días atrás. Internet me permitió encontrar el archivo del diario y precisar la fecha: dos semanas exactas habían pasado desde el momento en que alguien había logrado corporizar de nuevo a Morena.

      ¿Alguien? Lógico: el fotógrafo del diario. Había descartado la alternativa de ir al hotel para preguntar por ella. A la inauguración concurrió mucha gente y si hubiera sido un personaje central habría aparecido varias veces. Supuse entonces que estuvo ahí casi de casualidad.

      Si Morena no se encontraba sola mis intentos carecerían de sentido. Aunque en realidad eran mis propósitos los que carecían de sentido, pero no lo quise admitir, de manera que persistí en ellos. Al fotógrafo, especulé, podían haberle pedido copias. Suele ocurrir, un trabajito extra que nunca viene mal.

      Decidí ser parco, porque no podía decirle a ese hombre desconocido para qué exactamente quería la foto. Él por su parte no hizo preguntas, salvo que intentó venderme la serie entera de las tomadas en el hotel. Opté por comprarle varias después de una aparente selección que de nada me sirvió porque en ninguna otra vi a Morena. A quien para mí continuaba siendo Morena.

      Esa noche, con la copia en mi mano, me costó dormir. ¿Era o no Morena la mujer que aparecía de manera fugaz en una sola de las tomas? El mismo corte de pelo, un vestido claro, el perfil de una cartera. El perfil de ella misma, negándose a develar su verdad.

      Recordé conversaciones con Morena, nuestro primer encuentro nervioso y apurado, el segundo, más calmo, con mayor comprensión de nuestros cuerpos, y algunos más. Igual, continuaba en el mismo lugar donde había empezado y eso significaba retroceder. Me sentía peor que antes de abrir el diario y haber visto el agasajo y la foto.

      Haber visto de nuevo a Morena...

      Quiero decir que antes estaba resignado a mi suerte y que había desistido de cualquier acción inaudita. Pero, de súbito, todo había cambiado para mí.

      Me sentía un tanto perdido, sin saber qué hacer nel mezzo del cammin. Hasta que recordé al desagradable de Alfredo, el primo de Morena que continuaba viviendo en la ciudad. Para mí Alfredo era un incordio, abogado con estudio ubicado en el casco histórico, al sur, con secretarias de vidriera, auto flamante, viajes por el mundo, una vida de esas que brillan y que por brillar cuestan mucho porque hay que bruñirlas todo el tiempo. En el pasado cuando nos encontrábamos poco y nada nos decíamos porque, pensaba yo, él desconocía mi relación con Morena. Después dejamos de vernos.

      Fue un viernes a la tarde, el otoño daba marco, un decrecimiento de las pasiones como suelen traer los atardeceres. Una ligera congoja, también. Toqué el portero eléctrico, antes de hacerme pasar debí identificarme, pedí por el doctor Martínez Prieto y tuve que esperar largo rato en un no demasiado mullido sillón. Silencio de sala de velatorios.

      Llevaba la foto en un bolsillo. Quedé sorprendido al saber que el abogado me recordaba más de lo que hubiera imaginado. Me sentía imprecisamente mal, como si estuviera incubando una enfermedad. El despacho de Alfredo era pulcro y amplio, pero desde que ingresé en él sentí la opresión, como si el aire del lugar no fuera suficiente. No sabía de qué manera plantearle las cosas.

      Sin embargo, él mismo abrió el fuego, volviéndome a sorprender: Supongo que viene por Morena.

      ¿Cómo lo supo? No le había mostrado ni hablado de la foto. Mi mirada debe haber dicho lo que no pude responder en palabras. Hizo un gesto con la mano, como si con ella quisiera barrer el presente.

      Primos y confidentes, me aclaró. Ahora podía decírmelo: me había odiado. Sí, era un sentimiento excesivo y al mismo tiempo exacto. No sabe cuánto debí insistir, meterme, obligarla, para que se olvidara de usted, confesó. De ese modo vine a saber, tantos años después, cuando todo es imposible, que hubo mucho más que atracción física, que la irracional Morena (así la llamó) había llegado a amarme.

      Quiero verla, dije, con una voz perentoria que no me reconocía.

      Alfredo me miró con visible desconcierto, como si solo en ese momento yo terminara de llegar.

       II

      Desde aquí, desde este mismo lugar y a pocos pasos de donde me encuentro. Café y nada más porque acá no hay piedad para los pobres.

      Allí, en ese mismo sofá, quince días atrás, carterita en la mano, pelo recién salido de la peluquería, una ropa que, debí haberme dado cuenta, ya no se usa: Morena.

      Llamé varias veces a Alfredo por teléfono, pero en los últimos días no concurrió a su estudio. Al parecer no se encontraba bien.

      Hay un silencio casi untuoso en este lugar excedido en sus luces y maderas relucientes, en la discreción de los mozos que apenas si se hacen sentir. A tres o cuatro metros de donde estoy sentado apareció en la foto apenas de refilón, un rostro que no dice nada, que no expresa nada.

      Esa mujer persiste en la fotografía, pero sin nitidez, como ave de paso. No parece mirar a nada ni a nadie. ¿Se dirigía a mí, a Alfredo, a quién?

      Blanca y aún sin manchas, resplandeciente a la luz del sol.

      El mozo me observa a la distancia, atento por si lo llamo, pero evito hacerlo porque este es el mundo de los ricos, extraño para mí.

      Quince días atrás el hotel fue inaugurado y aún persisten los detalles del festejo, una especie de olor a nuevo en todo, tan reluciente.

      Un festejo. Tuvimos muchos invitados, me ha dicho el conserje quien no reconoce en la foto a la señora que apenas se ve. No la recuerdo, lo siento. Su discreción no le permite preguntar dónde obtuve la fotografía, tampoco por qué estoy allí, pero sus ojitos no me han perdido de vista desde que me instalé en el bar desde el que observo el lugar específico, a no más de tres metros, donde Morena estuvo. O pudo haber estado.

      ¿Qué quiere decir?, preguntó Alfredo con extrañeza y agregó un gesto que interpreté (mal) como de fastidio, aunque se trataba de otra cosa.

      No le había mostrado la foto. Se la alcancé. Pálido, la miró largo rato.

      ¿Cuándo la sacaron?, preguntó, con voz cambiada.

      Le conté lo de la fiesta, la inauguración del hotel, la publicación en el diario.

      No, dijo por fin. Lamentablemente no es, no pudo haber sido Morena. No pudo haber sido…

      Me dio explicaciones que me perturbaron y que, de verdad, no quise seguir escuchando. Me mostró algunos recortes. Necrológicas.

      Cuando salí a la tarde otoñal estaba apenado y confundido, llevaba conmigo la foto del diario. La inútil foto. También me acompañaba la impresión de haber conocido a otro hombre, a un Alfredo cargado de dolor y de extrema sensibilidad.

      Tomo el café. Blanca y aún sin manchas. No conoceré nunca esa lápida del cementerio de Mendoza, pero la imagino con nitidez, con esa nitidez nacida de las palabras dolidas de Alfredo.

      Porque Morena murió, lejana, ajena, envejecida, en Mendoza, sola, el mismo día en que inauguraron el hotel. La misma noche en la que una mujer tan parecida a ella decidió inmortalizarse en una foto del común.

      Alfredo me aseguró que no era Morena, pero su voz develaba inseguridad. No obstante, me devolvió la foto y me invitó a olvidar.

      No sé para qué me encuentro acá, para qué este acto inútil. Morena, ella, tan vivaz, tan cargada de humor y simpatía, irónica, mordaz. La siento en este lugar, entre las paredes y la boisserie, las luces, los ascensores vidriados.

      Alfredo ingresa al hotel, desconcertado como yo. Queda en un rincón observando lo mismo que yo, eso que busco


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