Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером

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Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером


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O al menos, la levedad de su movimiento no encajaba en la idea de tambalearse.

      —Es muy peligroso, ¿tiene usted un destornillador?

      Comprendo que debí haberme mostrado firme pero pensé que aquel hombre quizá entendía algo del tema. Fui a buscar la caja de herramientas a ver qué podía encontrar. Cuando regresé lo encontré sentado en el suelo con la rueda delantera entre las piernas. Trasteaba con ella, dándole vueltas con los dedos. El resto de la bicicleta yacía a su lado, en el sendero de grava.

      —A esta rueda delantera le ha pasado algo —dijo.

      —Eso parece, ¿verdad? —repliqué. Pero era de ese tipo de hombres que no comprenden el sarcasmo.

      —Me parece que los cojinetes están mal.

      —Por favor, no se moleste más, se va a cansar. Pongámosla de nuevo y salgamos.

      —Podemos comprobar qué le pasa, ya que está desmontada —dijo como si la rueda se hubiera salido por casualidad.

      Antes de que pudiera impedirlo desatornilló algo en alguna parte y un montón de bolitas rodaron por el sendero.

      —¡Cójalas! —gritó—. ¡Cójalas! ¡No podemos perder ninguna! —dijo muy alterado.

      Durante media hora estuvimos gateando por los alrededores y encontramos dieciséis. Me dijo que esperaba que las hubiésemos encontrado todas pues, de lo contrario, se notaría mucho en la bicicleta. Señaló que no había nada que requiriese más cuidado al desmontar una bicicleta que las bolitas. Explicó que había que contarlas bien al sacarlas y ocuparse de colocar exactamente la misma cantidad en sus respectivos lugares. Le prometí que, si alguna vez desmontaba una bicicleta, recordaría especialmente su advertencia.

      Puse las bolitas a salvo en mi sombrero y lo dejé en la puerta de entrada. Admito que no fue una gran idea. De hecho, fue una verdadera tontería. No suelo ser una persona atropellada; es probable que el tipo me contagiara.

      Después dijo que me haría el favor de repasar la cadena y empezó a desmontar el cuadro. Intenté disuadirlo. Le conté lo que una vez me explicó solemnemente un amigo mío con mucha experiencia: «Si tu cuadro tiene algo que no funciona, vende la bicicleta y cómprate una nueva, te saldrá más barato».

      —La gente que habla así no entiende nada de bicicletas. No hay nada más fácil que desmontar un cuadro.

      Debo confesar que tenía razón. En menos de cinco minutos tenía el cuadro en dos piezas, tirado en el sendero, y estaba rebuscando a su alrededor los tornillos. Dijo que la manera en que desaparecían los tornillos siempre había constituido un misterio para él.

      Aún estábamos buscando los tornillos cuando salió Ethelbertha. Parecía sorprendida de encontrarnos allí, dijo que creía que nos habíamos marchado hacía horas.

      —Ahora ya no tardaremos mucho —dijo él—. Estoy ayudando a su marido a repasar su bicicleta. Es una buena máquina pero, como todas, hay que repasarla de vez en cuando.

      —Si quieren lavarse cuando terminen vayan al fregadero, si no les importa, las chicas han acabado ahora mismo de hacer los dormitorios —dijo Ethelbertha.

      Luego me dijo que si encontraba a Kate probablemente darían una vuelta en bote, pero que de todas maneras estaría de vuelta para el almuerzo. Habría dado un soberano por irme con ella. Estaba harto de contemplar a aquel idiota mientras me rompía la bicicleta.

      El sentido común continuaba murmurando: «Detenlo antes de que el estropicio sea mucho mayor. Tienes derecho a proteger tus propiedades de los estragos de un lunático. Cógelo por el cogote y sácalo de aquí a patadas».

      Pero cuando se trata de herir los sentimientos de los demás soy débil, así que dejé que continuara con sus desmanes.

      Al poco, dejó de buscar los restantes tornillos. Dijo que tenían la manía de aparecer cuando menos te lo esperas, y que ahora le echaría un vistazo a la cadena. Primero la apretó hasta que no hubo manera de moverla, y después la aflojó hasta dejarla el doble de suelta de lo que estaba antes. Luego dijo que lo mejor que podíamos hacer era colocar de nuevo en su sitio la rueda delantera.

      Yo sujetaba la horquilla y él se peleaba con la rueda. Diez minutos después le sugerí que él sujetara la horquilla y que yo colocaría la rueda, y nos cambiamos de lugar. Un minuto después soltó la bicicleta y se puso a pasear por el campo de croquet apretándose las manos entre los muslos. Mientras caminaba me dijo que había que tener cuidado de no meter los dedos entre la horquilla y los radios. Le contesté que estaba convencido, por propia experiencia, de la veracidad de sus palabras. Luego se envolvió las manos en un par de trapos y empezamos de nuevo. Por fin recolocamos la rueda en su sitio, y en ese instante empezó a reírse.

      —¿Qué le hace tanta gracia? —pregunté.

      —¡Pero qué burro soy! —respondió.

      Fue lo primero que dijo que me hizo mirarlo con respeto. Le pregunté qué lo había llevado a descubrirlo.

      —¡Nos hemos olvidado de las bolas!

      Busqué mi sombrero. Estaba en medio del camino, aplastado, mientras el perro favorito de Ethelbertha se tragaba las bolas tan deprisa como podía atraparlas.

      —¡Se va a matar! —exclamó Ebbson. Desde aquel día, gracias a Dios, no he vuelto a verlo, pero creo que se llamaba Ebbson—. Son de acero macizo.

      —No me preocupa el perro. Esta semana ya se ha tragado los cordones de unas botas y un paquete de agujas. La naturaleza es sabia. Parece que los cachorros necesitan este tipo de estímulos. Lo que me preocupa es mi bicicleta.

      Ebbson demostraba una alegre disposición, y dijo:

      —Bueno, pongamos todas las que podamos encontrar y confiemos en la Divina Providencia.

      Encontramos once. Pusimos seis en un lado y cinco en el otro, y media hora más tarde la rueda estuvo de nuevo en su sitio. Huelga decir, hasta un niño lo habría notado, que ahora se movía más que al principio. Ebbson dijo que de momento ya estaba bien. Parecía un poco cansado. Si lo hubiera dejado, estoy seguro de que en ese momento se habría ido a casa. Sin embargo, ahora yo estaba decidido a impedírselo hasta que acabara. Había abandonado por completo la idea de la excursión. Aquel tipo se había cargado todo el orgullo que yo sentía por mi bicicleta. Toda mi energía se concentraba en ver cómo se arañaba, golpeaba y pellizcaba. Así que reanimé sus arrojos decaídos con un vaso de cerveza y algunas frases sensatas.

      —Observar lo que hace me resulta muy útil —dije—. No solo me fascinan su habilidad y destreza, sino que también su alegre confianza en sí mismo y su inextinguible esperanza me hacen mucho bien.

      Más animado, empezó a montar el cuadro. Apoyó la bicicleta contra la pared y trabajó por el lado de fuera. Luego la colocó contra un árbol y trabajó por el de dentro. Después se la sostuve yo mientras se tumbaba en el suelo con la cabeza entre las ruedas, trabajando por debajo y manchándose todo de aceite. Luego me la cogió y se dobló encima de ella como unas alforjas hasta que perdió el equilibrio y cayó de cabeza. Por tres veces exclamó:

      —¡Gracias a Dios, por fin ya está!

      Y dos más dijo:

      —¡No, maldita sea, todavía no está!

      Y lo que dijo la última vez trataré de olvidarlo.

      Entonces perdió los estribos y empezó a meterse con el trasto. La bicicleta, me alegré de comprobarlo, demostró perseverancia. Los procedimientos que siguieron a continuación degeneraron en una suerte de pelea cuerpo a cuerpo entre él y la máquina. Tan pronto estaba la bicicleta en el suelo y él encima como se invertía la posición y él acababa en el suelo con la bicicleta sobre el pecho. De pronto se erguía enrojecido por la victoria, con la bicicleta firmemente sujeta entre las piernas, pero su triunfo era muy breve. Con un súbito y veloz movimiento, la máquina se liberaba y, volviéndose contra él, lo golpeaba en la cabeza con el manillar.

      A la una menos cuarto,


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