La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé

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La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé


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está condicionada por un determinado lenguaje, que, a su vez, presupone un modelo descriptivo o paradigma científico particular. Siguiendo con el ejemplo de la ciencia médica: según el tipo de medicina que se practique –alopática u homeopática, hipocrática, taoísta, etcétera–, la aproximación al objeto de observación será diferente. El lenguaje médico del que se disponga y, en general, las creencias y los hábitos médicos en los que uno haya sido educado condicionarán el modo de visión. La medicina china, por ejemplo, dispone de una categoría, yin, que alude a un tipo de pauta energética (contracción, frío, introversión, etcétera) asociada a determinados rasgos psicofísicos, que cuando se desequilibra en el organismo (por exceso o por defecto) puede dar lugar a ciertas patologías. Para el médico occidental que desconoce dicha noción y todo el sistema de pensamiento que le otorga sentido, tal pauta energética no estará presente en su observación ni en su diagnóstico; si tiene noticia de ella, probablemente la considere un delirio fruto del “acientificismo” de la mente oriental. Pero, en principio, ambos modelos descriptivos son válidos y complementarios, y cada uno de sus elementos tiene sentido y valor dentro de su correspondiente modelo global, y nunca fuera de él.

      Los distintos paradigmas científicos, precisamente porque describen ciertos aspectos de la realidad desde perspectivas potencialmente ilimitadas, y no son ni la realidad ni la descripción única de la realidad, son complementarios y no excluyentes. La tendencia de los científicos a absolutizar su particular paradigma es tan miope como la actitud de un jugador de ajedrez que se permitiera decir a los que juegan a las damas (dado que el tablero es el mismo para ambos) que el modo en que mueven sus piezas es incorrecto y carece de sentido.

      La ciencia describe, es decir, no explica. Siguiendo con nuestro ejemplo: la descripción de una determinada enfermedad, así como del proceso que nos permite deducir que un cierto remedio terapéutico puede neutralizarla, no son explicaciones del sentido de la enfermedad y la salud. La descripción médica deja siempre intacto el misterio del cuerpo, del dolor, del ser humano, de la muerte, del proceso curativo como reflejo de la dinámica intrínseca a la vida –que siempre quiere más vida–, etcétera.

      Es importante tener presente esta distinción, pues graves confusiones se han derivado de no tenerla en cuenta. Así, las ciencias experimentales, sobre todo desde el inicio de la Edad Moderna, fascinadas por los sorprendentes resultados prácticos que sus nuevos métodos descriptivos estaban posibilitando, olvidaron que estaban describiendo –no explicando–, y que en su descripción estaban viendo solo lo que sus modos respectivos de aproximación les permitían ver, y creyeron estar poniendo fin a todos los grandes misterios de la realidad; creyeron estar resolviendo las cuestiones que habían sido la razón de ser y el cometido de la filosofía y la religión. Las ciencias llegaron a considerarse, incluso, garantes de la felicidad de la humanidad. Pero la felicidad está íntimamente unida a la cuestión del sentido, y esta no puede ni siquiera ser rozada por la descripción científica.

      Hubo quienes, a lo largo de la modernidad, no veían con buenos ojos este proceso de entronización de las ciencias y se lamentaban ante lo que calificaban como “desencantamiento del mundo”: todo estaba siendo “explicado;” el misterio que resguardaban las cosas, y que había hecho al hombre antiguo contemplar el mundo con reverencial fascinación, estaba siendo violado. Pero lo cierto es que lo esencial no había sido tocado por la ciencia. El misterio del mundo seguía ahí; sencillamente, el hombre se incapacitaba poco a poco para verlo porque había confundido y nivelado, de manera equivocada, la descripción con la explicación.

      En efecto, ha habido científicos que han admitido que los métodos de la ciencia no pueden revelar el sentido de la realidad; pero también son muchos los que han concluido falazmente de ello que, por lo tanto, dicho sentido no existe. Un reputado científico al que se le preguntó acerca de Dios supuestamente afirmó: «No lo he visto nunca a través de mi microscopio». Más allá de lo discutible o ingenuo que sea determinado concepto de Dios, pretender que el método cuantitativo y experimental de las ciencias físico-naturales sea el único válido en todas las esferas del saber, que los métodos e instrumentos de las ciencias empíricas sean criterios últimos de verdad, es, ciertamente, una manifestación de ingenuidad alarmante. La arrogancia científica puede alcanzar cotas muy altas de puerilidad; pues ¿es posible dudar de la realidad del amor, del bien, de la confianza, de la belleza…, en general, de aquello que proporciona sentido a nuestra vida, una sensación íntima de ajuste con la realidad, por más que todo ello esté fuera del alcance de la descripción científica y sea inaprensible por sus instrumentos?

      La explicación no es la descripción. Ahora bien, una suele acompañar a la otra. Así, cada modelo descriptivo suele presuponer –consciente o inconscientemente– toda una explicación o sistema explicativo. En otras palabras, toda descripción científica se sustenta en una determinada concepción del hombre y el cosmos, lo sepa o no lo sepa, lo reconozca o no. Y es la filosofía de cada tiempo, de cada cultura, la que suele proporcionar los contextos explicativos que condicionan los diversos modelos descriptivos. Por ejemplo, las diferencias a las que aludíamos anteriormente existentes entre la medicina occidental y la medicina tradicional china encuentran su razón última de ser en las diferentes cosmologías o visiones del mundo que presuponen dichas ciencias, y que son las más definitorias de ambas culturas (una cosmología básicamente mecánico-causalista, en el caso del Occidente moderno; una cosmología organicista, en el caso del Oriente tradicional).

      Que la descripción no es ajena a la explicación se advierte también en que, cuando las descripciones de una determinada ciencia alcanzan un cierto grado de complejidad, exigen una modificación del sistema explicativo que las sustentaba. Pensemos, por ejemplo, en cómo, en las primeras décadas del siglo XX, la ciencia física, en virtud de que su modelo descriptivo había llegado a ser altamente complejo, alcanzó un umbral que hizo que la visión del mundo que había sustentado la física clásica quedara obsoleta. Esta cosmovisión –que consideraba la realidad física como un sistema básicamente mecánico respecto al cual el científico era un observador imparcial, capaz de pronosticar los sucesos físicos según leyes deterministas– ya no podía dar cuenta de los descubrimientos de la física relativista o de la física cuántica.

      En general, cuando las descripciones acumuladas por una ciencia alcanzan cierto nivel de sofisticación, puede ocurrir que la visión del mundo en la que se enmarcaban esas descripciones precise ser modificada o ampliada. De hecho, los propios científicos, llegados a este punto, suelen ser tanto científicos como filósofos, pues han de reconstruir nuevas teorías explicativas que otorguen sentido a sus descubrimientos. Los grandes físicos del siglo XX –Einstein, Heisenberg, Schrödinger, Planck, etcétera– han sido, de hecho, profundos pensadores.

      «¿Qué beneficio sacará ése [de la lectura de las obras de los filósofos]? Será más charlatán y más impertinente de lo que es ahora. […] Mostradme un estoico, si tenéis alguno. ¿Dónde o cómo? Pero que digan frasecitas estoicas, millares. […] Entonces, ¿quién es estoico? Igual que llamamos estatua fidíaca a la modelada según el arte de Fidias, así también mostradme uno modelado según la doctrina de la que habla. Mostradme uno enfermo y contento, en peligro y contento, exiliado y contento, desprestigiado y contento. Mostrádmelo.»

      EPICTETO4

      El filósofo que especula y el científico que investiga con instrumentos cada vez más perfeccionados buscan penetrar en los secretos de aquello que han erigido en objeto de su estudio, dejando su propio ser de lado, al margen de su investigación. Ciertamente, uno de estos objetos de estudio puede ser el ser humano, pero en la misma medida en que este se constituye como objeto, poco tiene ya que ver con el ser humano-sujeto que conoce y busca comprender.

      Frente a este tipo de saberes calificaremos a un conocimiento


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