Hasta que pase la tormenta. Jane Porter

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Hasta que pase la tormenta - Jane Porter


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que se librase de mí, pero en lugar de hacerlo Candie se fue a Estados Unidos y luego a Marruecos… y ya conoces el resto de la historia. Edward tolera mi existencia porque no tiene más remedio. De niña, tenía que aceptar que mi existencia era meramente tolerada, pero ya no –dijo Monet, tomando aire–. Por eso no puedo hacerte este favor. No voy a permitir que me trates como a una persona de segunda clase. Ni a ti ni a nadie.

      –Yo nunca te he tratado como si fueras una persona de segunda clase.

      –Sí lo hiciste, tú sabes que es así.

      –¿De qué estás hablando? ¿Esto tiene algo que ver con el beso?

      Monet apartó la mirada.

      –Fue algo más que un beso.

      –Y te gustó. No digas que no.

      –No voy a negarlo, pero lo que yo pensé que estaba pasando no tenía nada que ver con la realidad.

      –No te entiendo.

      Monet tomó aire de nuevo, intentando mantener la compostura. Llorar sería un desastre, perder el control sería una humillación.

      –No estábamos en situación de igualdad. Tú me hiciste pensar que lo estábamos, pero no era verdad.

      –Sigo sin entenderte.

      –Da igual, ya no importa. Lo que importa es que no voy a dejar mi trabajo para ser tu niñera. Si hubiera querido ser parte de tu vida me habría quedado en Palermo, pero me marché y no tengo el menor deseo de pasar tiempo contigo. Por eso, te exijo que perdones la deuda, que olvides el favor que me hiciste y que cerremos la puerta del pasado para siempre.

      Marcu se quedó helado al escuchar esas palabras. Porque tenía razón, seguramente los dos deberían cerrar la puerta del pasado. Y, sin embargo, eso era lo último que quería.

      Y en ese momento se dio cuenta de algo más.

      No había sido sincero consigo mismo al pensar que Monet no había sido su primera elección. Eso era mentira. Había entrevistado a muchas candidatas, pero no le gustaban porque ninguna de ellas era Monet. Había rechazado a una detrás de otra, encontrándoles defectos a todas, precisamente para poder buscar a Monet y decirle: te necesito.

      Porque era cierto.

      La necesitaba para que lo ayudase a estabilizar la situación en casa antes de casare con Vittoria. Él no era paciente, tierno o particularmente afectuoso. Quería mucho a sus hijos, pero no sabía cómo tratarlos y, por eso, necesitaba una esposa, alguien maternal, alguien que crease estabilidad en su hogar. Él viajaba demasiado, trabajaba demasiado. Estaba constantemente en guerra consigo mismo, tratando de manejar sus negocios y estar presente en la vida de sus hijos.

      Y no era tarea fácil cuando su cuartel general estaba en Nueva York y sus hijos crecían en Sicilia. A veces, tres días en Nueva York se convertían en una semana y luego en dos, y entonces se preocupaba por sus hijos y, además, se odiaba a sí mismo y se sentía culpable.

      Se sentía culpable por la muerte de Galeta y se odiaba a sí mismo porque, en realidad, no quería volver a casarse.

      Galeta había sido una esposa amable y leal y, aunque el suyo no había sido un matrimonio apasionado, se habían convertido en amigos. Galeta había creado un hogar para él y para sus hijos en el palazzo. Su muerte había provocado una conmoción y había tardado años en superar la tragedia. ¿Por qué no sabía que una mujer seguía siendo tan vulnerable durante y después del parto? ¿Por qué había pensado que todo sería tan fácil?

      El sentimiento de culpa lo consumía. Galeta no merecía morir, sus hijos no merecían haber perdido a su madre y él no era el padre que quería ser. De modo que, aunque no deseaba volver a casarse, lo haría porque su prioridad eran los niños.

      –No puedo olvidar el favor porque te necesito –le dijo, con tono impaciente–. Tú me pediste ayuda hace ocho años y yo te ayudé, Monet. Ahora te pido que me devuelvas el favor. Y lo entiendes, sé que lo entiendes. Viviste con nosotros muchos años y nos conoces bien.

      Ella sacudió la cabeza.

      –También sé que podrías ser magnánimo y perdonar la deuda.

      –Lo haría si fuese algo sin importancia, pero se trata de mis hijos.

      Monet se echó hacia atrás en la silla, prácticamente vibrando de furia. Era a la vez preciosa y fiera, y Marcu pensó que nunca había visto esa faceta de su personalidad. En Palermo había sido discreta y dulce, con un delicioso sentido del humor. No hablaba mucho cuando su padre estaba presente, pero cuando estaban solos era muy charlatana y divertida. Debería haber sabido que bajo ese aspecto dulce había un carácter de acero. Y, en realidad, se alegraba. Él estaba rodeado de gente que accedía a todos sus deseos sin rechistar solo porque era rico y poderoso, pero resultaba difícil confiar en aquellos que solo querían complacerte. Ese tipo de gente era peligrosa, podían ser comprados.

      –No me gustas –dijo Monet entonces.

      Marcu frunció el ceño. Le gustaría recordarle que una vez lo había seguido a todas partes, que siempre era la primera en defenderlo, incluso cuando no necesitaba que lo defendiese. Su lealtad siempre lo había emocionado y, a cambio, había cuidado de ella, incluso cuando estaba en la universidad. Entonces había encargado a uno de los empleados del palazzo que estuviese pendiente de ella porque sabía que Candie se había olvidado de la existencia de su hija y, aunque su padre nunca le había hecho daño, solo toleraba a Monet porque Candie era su amante.

      Y Monet era demasiado inteligente y demasiado sensible como para no darse cuenta de cuál era su sitio en el palazzo Uberto.

      –Ahora –le dijo–. No te gusto ahora, los dos sabemos que antes no era así.

      –Da igual, no me gustas y eso debería ser suficiente para que no me quisieras como niñera de tus hijos.

      –Estás siendo sincera y lo respeto. Además, te conozco y sé que no dejarás que eso influya en el trato con mis hijos.

      –No me conoces, Marcu. Ya no soy la chica que se marchó de Palermo hace ocho años con una mochila a la espalda.

      –Y cinco mil euros que yo te metí en el bolsillo.

      –Cinco mil euros que ya te he devuelto. ¿Es que no lo entiendes? –le espetó Monet, levantándose de la silla–. Yo no quería tu dinero entonces y no lo quiero ahora.

      Estaba a punto de salir corriendo, pero él la tomó por la muñeca.

      –Siéntate –le dijo en voz baja–. Habla conmigo.

      –¿Para qué? No me escuchas –replicó ella–. Te he dicho que no puedo dejar mi trabajo ahora. Podría hacerlo en enero…

      –En enero no te necesitaré porque la señorita Sheldon habrá vuelto –la interrumpió él, soltando su mano.

      Esperaba que volviese a sentarse, pero no lo hizo. Siguió de pie, mirándolo con expresión indignada.

      –No puedo dejar mi trabajo durante cinco semanas, es ridículo.

      –Cuatro semanas entonces –dijo Marcu, conteniendo un suspiro de impaciencia–. ¿Quieres sentarte, por favor? Estamos llamando la atención.

      –Estamos solos, es un salón privado.

      –Me haces sentir incómodo.

      –Ah, no, qué horror, y eso no puede ser –replicó ella, irónica, antes de volver a sentarse–. Dos semanas.

      –Tres.

      Monet tomó un sorbo de vino, esperando que él no se diese cuenta de que le temblaba la mano.

      –No quiero estar en la casa cuando Vittoria y tú volváis de esquiar.

      –Muy bien.

      –Volveré a casa el primer fin de semana de enero.

      –Te enviaré de vuelta a casa en mi avión, te lo prometo.


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