La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa


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acabamos siendo un verdadero Servicio Central. Y su organización interna variaba con cada objetivo. Se tardaron más de cuatro años en reorganizarlo con Secciones “por órganos” en vez de por máquinas. Recuerdo al núcleo central del Servicio, empeñados siempre en mil mejoras, felicitándonos por alcanzar alguna.

      Y cogimos la docencia por los cuernos (un año entero preparando una auditoría de Docencia de Madrid, ¡lo que aprendimos de nosotros mismos!).

      Y acabamos todos marcados con el hierro de la mejora continua.

      Y formamos a muchos y muy buenos.

      Y se puso empeño en que la mayoría de los radiólogos acabara haciendo lo que más les atraía. Y ya no se escaqueaba nadie. Se integró el resto del área sanitaria y se centralizó algún intervencionismo de altura para medio Euskadi.

      Y se alinearon los Objetivos del Servicio con los del Hospital y la Organización Central de Osakidetza, en beneficio de los pacientes. ¡Se hizo Gestión!

      Siempre, siempre, maquinando en beneficio de los clientes. Un poco mejor a los enviados por gente del primer curso de la Facultad.

      Y muchos colegas y otras gentes nos querían bien y no tuve que bregar por sostener mi posición.

      Y disfruté siempre del oficio de radiólogo. Y me exasperé muy poco (la maltraída Gestión por Objetivos).

      Y se vio que muchas cosas habían mejorado.

      Y a los cuarenta años se descansó.

      ¿Os recuerda algo este lenguaje? ¿Sí?

      Bueno. Tanto no fue. Pero algo de eso sentí cuando me jubilé.

      Cuando decidí estudiar Medicina no tenía ni idea de los problemas que iba a tener que superar, pero seguí hacia adelante.

      Con preu ya aprobado y las maletas casi preparadas para ir a Valladolid, donde iba a empezar 1.º de carrera, nos despertamos un buen día con la noticia de que se hacía viable la apertura de una Facultad de Medicina en Bilbao. No tenía claro yo, en ese momento, si aquello era para alegrarse o no.

      Era bueno, porque mis padres, de recursos justos, evitaban un desembolso durante seis años fuera de casa para la primera hija, con la segunda, que venía cinco años por detrás. Era, por otra parte, un poco preocupante, porque como todos sabéis, en aquellos años, el bachiller se diversificaba en dos ramas, ciencias y letras, sin mezcla de materias.

      Yo era “de letras” y mi último y más básico recuerdo de ciencias era lo dado en 4.º de bachiller. Estudiar en Bilbao suponía que iba a empezar todo de nuevo, con un curso selectivo totalmente de ciencias, previo al inicio de la carrera.

      “Bueno”, me dije, “pues habrá que intentarlo”. Estudiar en Bilbao suponía un gran ahorro de dinero, así que no quedaba otra.

      Si alguien tuvo que aprender derivadas, integrales, formulas físicas y químicas de memoria, esa fui yo. No tenía tiempo para deducir y tampoco daba para más. Entonces me di cuenta (lo mismo que mis padres) del lío en el que me había metido.

      No es extraño que, cuando me pongo a recordar aquellos años, tenga más zozobras que diversiones, que las hubo, pero no en aquella Escuela de Náutica donde empecé el Selectivo, sino durante los años siguientes, cuando aquel desbarajuste mental se acabó. Y lo hizo cuando en sexta convocatoria, la última para poder continuar, aprobé las Matemáticas. En este momento, tengo que recordar al Dr. Lara, porque yo me examiné por libre de Anatomía I, consciente de que, si los “números” no iban bien, un aprobado en Anatomía no valía para nada y claro, yo saldría de la Facultad. Él, a pesar de lo intransigente que parecía encima de su bigote, fue el primer (y último) profesor que, en un momento de apuro, me dio un poco de fuerza, con aquella frase de:

      –Usted, señorita, apruebe las Matemáticas, que yo le guardo la Matrícula de Honor que tiene en Anatomía hasta febrero.

      Lo conseguí, y fui a Lejona como si hubiera sobrevivido a la batalla de las Termópilas.

      Inquietos momentos políticos, mucho movimiento en todas las Facultades, la de Económicas echaba humo, pero Medicina no le andaba lejos: los grises entraban por una puerta del anfiteatro en medio de una clase, buscando a alguien y salían por la otra sin encontrarlo. Podía parecer emocionante para aquellos chicos de diecinueve años, y no sé si nos dábamos perfecta cuenta de lo que en realidad todo ello significaba. Ya iríamos viéndolo.

      Fue en 3.º cuando bajé a Basurto, esa Facultad arrinconada en el extremo del hospital, tan prefabricada como permanente. No he vuelto a entrar, pero cuando desde fuera la veo, me parece sufrir un deja vu. Creo que, para ser una Facultad novata, nos daban buena caña; parecía como si se tuviera que decir: “Medicina, en Bilbao, es dura.” Para mí lo fue, quizás el resto de mis compañeros no estén de acuerdo, pero yo al menos, cuando hablaba con gente de Valladolid, Salamanca o Zaragoza, tenía la certeza de que allí, “lo vivían mejor”.

      Con huelgas y manifestaciones, perdimos prácticamente un año. Recuerdo que en una ocasión me vi en el cuarto de calderas de una casa, de la entonces calle Gregorio Balparda, junto a gente de Económicas, gracias a la agilidad del portero del inmueble, que nos metió allí, para escapar de los caballos de los grises.

      ¡No tendría yo mejor cosa que hacer, que meterme en aquellos berenjenales!

      Hubo una fiesta de la tuna, aquella cuadrilla de sanos y divertidos locos cantores, que recuerdo especialmente porque, al volver a casa, me acompañaron hasta mi piso, pues hacia escasamente tres horas, ETA había matado al vecino del 1.º, policía, cuando regresaba de tomar un “chiquito” en el bar de al lado.

      Con empeño, fueron pasando los cursos y, con la Patología Medica II para febrero, acabé.

      En ese momento, lo que tenía claro es que quería desconectar del hospital, ya volvería para hacer una especialidad en… ¿Cirugía?, ¿Trauma?, no lo tenía claro. Necesitaba saber que había vida después de Basurto, trabajar, tener independencia, demostrarme que podía hacer algo más que estar con la luz encendida por las noches, estudiando.

      Médicos en Soria y amigos de mi futuro suegro, que había sido veterinario allí anteriormente, me animaron para que fuese porque había pueblos libres en los que podía empezar. Así que un 14 de abril, era nombrada médica interina del partido médico de Martalay: siete pueblos a una distancia de diez o doce km de Soria. A pesar de estar tan cerca, en aquella época, el médico tenía que vivir en el partido, para estar localizable las veinticuatro horas, de modo que me buscaron acomodo en una casa, “a pupilo”.

      Era buena gente aquella, respetuosa pero clara. No demostraron su lógico recelo ante la nueva médica, aunque tiempo después entre risas me enteré de que no las tenían todas consigo porque pensaban que era demasiado joven para ser médico.

      Bastantes años más tarde, en cambio, tuve la experiencia contraria: ya casi peinando canas, cuando un “australopitecus” al que no creí que debía de hacer concesiones, me llamó “escoria de la Medicina “, así, sin despeinarse.

      Bueno, vuelvo a mi primer día en Soria.

      No tuve tiempo de pensar mucho sobre mi nueva situación, porque la misma noche en la que me instalé, sin haber pasado todavía una consulta con normalidad, sonaron unos aldabonazos en la puerta, fuertes e insistentes, seguidos de una frase que recuerdo como si aún estuviera oyéndola:

      –¿Está la médica? Que venga rápido, que corra, que el Sr. Crisantos está muy malo.

      Lo siguiente que sigo viendo es a mí misma conduciendo un coche recién comprado, detrás de un Renault 4L blanco, de noche, por una pista campo a través (para atajar) y llegar a otro pueblo. Estaba tan impactada que no me preguntaba ni a dónde iba, ni quiénes eran las dos personas del coche de delante, ni siquiera era capaz de pensar con qué me encontraría.

      Lo único


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