Más dulce que la miel. Jennifer Drew
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© 2002 Pamela Hanson & Barbara Andrews
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más dulce que la miel, n.º 1353 - noviembre 2020
Título original: Just Desserts
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-866-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
EL cactus se estaba derritiendo.
Sara Madison humedeció la escultura de hielo con una esponja, pero no sirvió de mucho. Tenía que hacer algo. El plato estaba a punto de desbordarse y el agua estropearía el escenario que Sara había preparado con los cocineros del restaurante Dominick’s para el concurso de comida Taste of Phoenix que se organizaba todos los años.
Faltaba menos de una hora para que se abrieran las puertas y entrara el público.
A su derecha estaba el dueño del restaurante Ye Olde Drawbridge English, observando cómo sus camareros se quejaban del traje que llevaban.
—¡Vamos a desmayarnos con esta armadura de latas que llevamos! —exclamó uno de ellos—. El aire acondicionado no funciona.
Sara lo miró, pero no dijo nada.
Miró a su alrededor para ver si encontraba a alguien que la ayudara a mover la pesada escultura de hielo, pero no encontró a nadie.
¿Dónde estaba su jefe cuando lo necesitaba? Dominick se había marchado hacía mucho rato para recoger otra tanda de especialidades de su restaurante y aún no había regresado. Sara tenía que hacer algo con la escultura y, al fin y al cabo, él había sido quien le había encargado a su cuñado que la esculpiera.
—¿Dónde te has metido, Dominick? —murmuró ella.
Si Sara decidiera deshacerse de la maldita escultura, él se quedaría de piedra al ver que una simple repostera había tomado esa decisión, pero ella no tendría más remedio que deshacerse de la escultura en cuanto las hordas de hambrientos aparecieran por la puerta. Dominick pensaba que bastaban dos personas para servir y no quiso contratar a nadie para que las ayudara.
Sara buscó a alguien que le debiera un favor.
—¡Vic! —llamó a un cocinero que había sido compañero suyo en la escuela de cocina—. ¿Puedes hacerme un favor? Solo tenemos que levantar una cosa…
—¿Sabes lo que han hecho con mis pastelitos de gamba? —dijo él—. Tenían que servirse calientes y algún cretino los ha metido en un cuenco con hielo. No sé si calentarlos de nuevo o si tirarlos a la basura.
—Caliéntalos —lo aconsejó. Sabía que él no la ayudaría.
Nadie tenía tiempo para ayudarla. Sara sabía lo que Dominick iba a decir acerca de que el cactus se derritiera. Pasara lo que pasara, sería culpa de ella.
El público estaba arremolinado junto a la puerta de entrada y, en el salón, los participantes comenzaban a ponerse nerviosos. Todos sabían que Liz Faraday, la periodista que hacía la crítica culinaria para el periódico Phoenix Monitor’s, asistiría al evento y que su opinión era muy importante.
Dominick había comprobado que la periodista no se dejaba adular ni obsequiar con regalos. Dos años atrás lo había criticado cuando le envió una caja del mejor champán para la boda de su hija.
Él esperaba que los barquitos con crema llamaran su atención, pero Sara creía que su pastel de ron con frutos secos tenía más posibilidades.
Un hombre se acercó a la mesa y probó un pastel de limón sin utilizar los cubiertos.
—Si lo has hecho tú, quiero casarme contigo —le dijo con una sonrisa.
—Cuando aprendas a usar el tenedor, me lo pensaré —contestó ella. De pronto, se dio cuenta de que aquel hombre no tenía la culpa de nada—. Lo siento, son los nervios —se disculpó con una sonrisa y le dio una servilleta. Él la miró de arriba abajo y se fijó en el sombrero de cocinero que llevaba—. Toma lo que quieras —dijo Sara.
—No nos conocemos lo bastante como para hacer eso, pero estoy dispuesto a que nos conozcamos más.
Tenía el tipo de cara que atraía a las mujeres, y a Sara le gustaba su cabello alborotado. Era difícil no sonreírle. Tenía un mentón