Más dulce que la miel. Jennifer Drew

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Más dulce que la miel - Jennifer Drew


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¡Traidor! —gritó Rossano—. Esta cocinera me ha tendido una trampa con este periodista. Estaban escondidos detrás de esas puertas. Si lo hubiera sabido no me habría acercado a tu mesa. He venido porque tú me dijiste que habría montones de platos deliciosos y me encuentro con un periodista del Monitor. ¡Como si tuviera algo que decirle a ese andrajoso!

      —Rosie, ¿crees que me interesa causarle problemas a mi mejor cliente? —dijo Dominick.

      Ella no tiene nada que ver —dijo el periodista—. Y el público tiene derecho a saber…

      —¿La cocinera trabaja para ti? ¿O no, Dominick? —preguntó Rossano.

      —Dominick, yo no lo he ayudado. Ni siquiera lo conozco —protestó enfadada—. No me dejaba salir de la cocina después de que me ayudara a mover el cactus. Le pedí ayuda porque tú no regresabas. Además, fue culpa tuya que el hielo se derritiera tan rápido. Yo quería un pequeño querubín que se derritiera despacio, pero no, tú…

      —Estás despedida —dijo Dominick.

      —¡Pero no he hecho nada mal!

      —No volverás a cocinar en este pueblo —dijo él—. Conseguiré que no te contraten ni en un bar de camioneros.

      Sara se esforzó para contener las lágrimas. No quería que Dominick la viera llorar. Había cientos de testigos que sabían que no merecía que la despidieran.

      ¿Pero qué habían visto sus compañeros? Que había metido a un extraño en la cocina y que no habían salido hasta que el extraño había abordado a uno de los patrocinadores del concurso.

      Quería conseguir la fama, y lo había hecho… ¡había alcanzado la mala fama!

      Lo único que podía salvar era el orgullo. Se quitó el gorro de cocinera, se acercó a la mesa de postres que había preparado con mucho esmero y cubrió la tarta de zanahoria con el gorro.

      Lo único que le faltaba por hacer era recoger su bolso en la segunda planta y marcharse.

      Capítulo 2

      DE camino a la calle, Jeff tomó algo que parecía una tortilla de maíz, pero que picaba muchísimo. Corrió hasta la fuente que había en el pasillo y dio un buen trago de agua.

      No había comido nada desde la hora del desayuno. No había podido comer porque tenía que terminar la historia de la investigación acerca de Queen Molly Rossano y el matón de su hijo.

      Con la ayuda de un buen abogado, la pareja había ganado el juicio en el que les acusaban de promover la prostitución, pero el director del Monitor quería seguir el caso de cerca y Jeff estaba encantado de hacerlo. Aunque eso significara trabajar todo el sábado.

      De camino al coche se felicitó por haber acorralado a su víctima. Rosie no había declarado nada, pero Jeff podría utilizar la famosa frase: el señor Rossano no quiso hacer comentarios al respecto.

      Sin embargo, no se sentía tan bien acerca de la cocinera rubia. ¿Cómo iba a imaginar que Dominick la despediría?

      Quizá Liz Faraday pudiera hacer algo por ella. La periodista culinaria conocía a los dueños de todos los restaurantes y estos temblaban cuando ella hablaba. Le debía un par de favores a Jeff y, a pesar de su fama, era un encanto. En el periódico la llamaban Auntie, ya que todo el mundo le contaba sus problemas.

      Jeff no se olvidaría de Sara Madison. No estaba orgulloso por haberla utilizado para acercarse a Rossano, pero no se arrepentía de haberla besado. Para su gusto, sus postres eran demasiado elaborados, pero no le importaría preparar algo especial con ella.

      Claro que después de lo que había pasado con Rossano… ¿Cuándo tendría suerte con las mujeres? Siempre conocía a las más atractivas en los peores momentos, normalmente cuando estaba investigando un caso. Con razón vivía con su padre y no recordaba cuándo había sido la última vez que se había despertado junto a una mujer.

      Seguro que Sara estaba muy enfadada con él. Una pena, porque no podría olvidar sus preciosos ojos azules ni la suavidad de su piel. Había tratado de seducirla, pero nunca imaginó que llegaría a besarla. Y el beso… el beso fue tan dulce como el mejor de sus postres.

      Se metió en su viejo Jeep Cherokee, pero antes de arrancar vio que se encendían las luces de un coche. Era ella. Lo menos que podía hacer era pedirle disculpas. Se bajó del coche y caminó hacia donde había visto la luz. Ya no estaba. Se iría a casa, se daría una ducha, comería algo y terminaría su artículo.

      Además quería ver a su padre. Llevaban casi cuatro años viviendo juntos, desde que sus padres se divorciaron, pero últimamente, su padre se comportaba de manera esquiva, desapareciendo sin dar explicaciones. Sus amigos también estaban asombrados de que no hiciera lo que hacían todos los hombres retirados.

      Jeff sabía que debía pasar más tiempo con su padre, pero entre trabajo y trabajo apenas tenía tiempo de vivir su propia vida.

      Regresó hacia su coche y, cuando estaba a punto de llegar, un idiota frenó de golpe justo detrás de él. Era Sara. Lo miraba como si quisiera matarlo pero, aun así, Jeff se acercó a la ventana que llevaba abierta. Al menos no eran los matones de Rossano.

      En el tipo de trabajo que hacía Jeff siempre existía la posibilidad de que alguien quisiera partirle la cara.

      —¿Te acuerdas de mí? —preguntó ella.

      —Sara Madison. Tienes el nombre en la tarjeta que llevas colgada —no llevaba gorro y su melena era más larga y sedosa de lo que él había imaginado—. Te debo una disculpa.

      Metió la mano por la ventanilla y le retiró un mechón de pelo que caía sobre su mejilla.

      —¡Decir lo siento no servirá de nada! No solo has conseguido que me despidieran, sino que me has dejado en ridículo delante de todos los cocineros de Phoenix. Me has marcado para toda la vida. Cuando se corra la voz, y Dominick se encargará de ello, no conseguiré trabajo ni haciendo galletas en el Billy Bob’s Pizza Palace.

      —Tú no has hecho nada malo. Hablaré con tu jefe —también pensaba hablar con Auntie, pero no quería decírselo hasta que la periodista confirmara que lo ayudaría.

      —¡Cómo si eso sirviera de algo! Dominick despidió a su abuela por no lavar la lechuga.

      —Quizá pueda hacer algo más por ti.

      —¡No, por favor! Mi único consuelo es que Rossano no engullirá mis pasteles nunca más. ¡Espero que se empache con alguna tarta!

      Sara se disponía a subir la ventana cuando Jeff le agarró la mano. Ella se soltó.

      —En serio —dijo él—, quizá pueda ayudarte.

      —No estás en el mundo de los restaurantes, y si tienes una hermana que quiere hacer una fiesta de cumpleaños para niños, olvídalo. Solo por el hecho de ser repostera la gente se cree que me encanta ir a su casa a preparar una fiesta por menos dinero del que le dan al hombre que les corta el césped.

      —No me refería a eso. Además, la única hermana que tengo vive en Santa Fe con su familia. Está en contra de los dulces, así que es posible que sus pobres hijos coman zanahorias con yogur en lugar de tarta.

      —Adiós, señor Wilcox —dijo ella.

      Él seguía apoyado en la ventanilla del coche cuando ella aceleró. Se tambaleó hacia atrás y sus buenos reflejos evitaron que se diera un batacazo.

      Sara no había aceptado sus disculpas y Jeff se sentía culpable por haberla metido en ese lío. No podía evitar preguntarse cómo sería acostarse con aquella estupenda cocinera y convertir su enfado en algo más divertido.

      ¡Tenía que empezar a disfrutar de la vida social y trabajar menos!

      Se subió a su coche y trató de pensar en el artículo que iba a escribir. No tenía tiempo de pensar en Sara. Suspiró y achacó


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