Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

Читать онлайн книгу.

Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski


Скачать книгу
treinta y cinco de largo con varias tiras. Lo dobló en dos, se quitó el sobretodo de verano, de un tejido de algodón sólido y tupido (el único gabán que poseía) y comenzó a coser el extremo del cordón debajo de la axila izquierda. Sus manos estaban temblando. No obstante, su labor fue tan perfecta, que cuando se puso nuevamente el sobretodo no se veía el menor indicio de costura por la parte exterior. Hacía tiempo se había procurado la aguja y el hilo y los guardaba en el cajón de su mesa, cubiertos en un papel. Ese nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un detalle ingenioso de su proyecto. No se trataba de caminar por la calle con un hacha en la mano. Por otro lado, si se hubiese limitado a ocultar el hacha debajo del sobretodo, sosteniéndola por fuera, se habría visto forzado a mantener permanentemente la mano en el mismo sitio, lo que definitivamente habría llamado la atención. El nudo corredizo permitía que llevara colgada el hacha y, de esa manera, recorrer todo el sendero, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, teniendo la mano en el bolsillo del sobretodo, podría agarrar por un extremo el mango del hacha e impedir que se balanceara. Debido a la amplitud del traje, que era un auténtico saco, no había riesgo de que desde afuera se viera lo que aquella mano estaba haciendo.

      Finalizada esta operación, Raskolnikof metió los dedos en una pequeña grieta que había entre el diván turco y el entarimado y sacó un objeto pequeño que desde hacía tiempo tenía allí oculto. No era ningún objeto de valor, sino simplemente un pequeño trozo de madera pulida de las dimensiones de una pitillera. Lo halló un día por casualidad, durante una de sus caminatas, en un patio adyacente a un taller. Luego le agregó una planchita de hierro, pulida y delgada más pequeña, que también, y ese mismo día, había hallado en la calle. Juntó las dos cosas, las ató con firmeza con un hilo y las cubrió con un papel blanco, dando al paquetito la apariencia más elegante posible y tratando que las ligaduras no se pudieran deshacer fácilmente. De esa manera alejaría la atención de la anciana de él por unos momentos, y él aprovecharía la oportunidad. La misión de la planchita de hierro era incrementar el peso del envoltorio, de manera que la usurera no tuviera ninguna sospecha, aunque solamente fuera por unos instantes, de que la supuesta prenda de empeño era un simple pedazo de madera. Raskolnikof lo escondió todo debajo del diván, pensando que, cuando lo necesitara, ya lo retiraría.

      Después de un rato escuchó voces en el patio.

      —¡Son ya más de las seis!

      —¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío!

      Caminó velozmente hacia la puerta, oyó, cogió su sombrero y comenzó a descender la escalera con mucha cautela, con paso felino, silencioso... Todavía le faltaba robar el hacha de la cocina, que era la operación más importante. Había elegido el hacha como instrumento hacía ya algún tiempo. Él tenía algo parecido a una podadera, pero no le inspiraba confianza este utensilio, y de sus fuerzas todavía desconfiaba más. Por eso, definitivamente, había elegido el hacha.

      Hemos de observar un hecho asombroso en referencia a estas decisiones: le parecían más monstruosas y absurdas a medida que se afirmaban. Raskolnikof, pese a la lucha aterradora que se estaba librando en su alma, no podía aceptar en forma alguna que sus planes llegaran a llevarse a cabo.

      Es más, si de repente todo hubiese quedado resuelto, si se hubiesen esfumado todas las dudas y todos los problemas se hubiesen solucionado, él, probablemente, habría renunciado de inmediato a su plan por considerarlo irracional, monstruoso. Pero todavía quedaban un sinnúmero de puntos por esclarecer, una cantidad de inconvenientes por solucionar. Era un detalle intrascendente procurarse el hacha y no lo intranquilizaba en lo más mínimo, ¡Si todo fuera tan sencillo! Al atardecer, Nastasia jamás se encontraba en casa: o iba a la de algún vecino o iba a las tiendas. Y dejaba siempre la puerta abierta. Estas ausencias eran el motivo de las permanentes reprimendas que recibía de su patrona. De esa manera, bastaría entrar de forma silenciosa en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando todo hubiera finalizado, dejarla nuevamente en su lugar. Pero, quizá, esto último fuera un poco difícil. Podía suceder que cuando él regresara y fuese a dejar el hacha en su lugar, ya Nastasia se encontrara en la casa. Lógicamente, en este caso, él tendría que subir a su cuarto y aguardar una nueva oportunidad. Pero ¿y si ella, mientras tanto, se daba cuenta de la desaparición del hacha y primero la buscaba y después comenzaba a gritar? Es así cómo surgen las sospechas o, cuando menos, cómo pueden surgir.

      No obstante, esto no eran sino mínimos detalles en los que no deseaba pensar. Por otro lado, no tenía tiempo. Solamente pensaba en la esencia de la cuestión: los elementos secundarios los dejaba para el instante en que se dispusiera a actuar. Sin embargo, le parecía totalmente imposible esto último. No concebía que pudiera dar por finalizadas sus meditaciones, ponerse de pie e ir a aquella casa. Incluso en su reciente “ensayo” (o sea, la visita que hizo a la anciana para llevar a cabo un reconocimiento definitivo en el sitio de la acción) distó mucho de creer que actuaba seriamente. Se dijo: “Veamos. Realicemos un ensayo, en lugar de limitarnos a dejar que corra la imaginación”. Pero, hasta el último instante, no había logrado desempeñar su papel: se había enojado consigo mismo. Sin embargo, daba la impresión de que desde el punto de vista moral se podía dar por solucionada la cuestión. Cortante como una navaja de afeitar, su casuística había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no logró hallarlas dentro de él, en su alma, comenzó a buscarlas en el exterior, con la terquedad propia de su esclavitud mental, queriendo encontrar un garfio que lo inmovilizara.

      Lo dominaban de una manera poco menos que automático los imprevistos y decisivos sucesos del día anterior. Era como si alguien lo condujera de la mano y le arrastrara con una fuerza ciega, irresistible, sobrehumana; como si un trozo de sus ropas hubiera quedado enganchado en un engranaje y él sintiera que su cuerpo sería atrapado por las ruedas dentadas.

      Inicialmente —de esto hacía ya mucho tiempo—, lo que más le angustiaba era la razón de que todos los crímenes se descubrieran con facilidad, de que la pista del culpable se encontrara sin ningún inconveniente. Raskolnikof llegó a numerosas y curiosas conclusiones. Según su opinión, el motivo de todo ello, más que en la imposibilidad material de esconder el crimen, se encontraba en la personalidad del criminal.

      En el instante de llevar a cabo el crimen, el delincuente se encontraba afectado de una pérdida de raciocinio y de voluntad, a los que reemplazaba una especie de falta de conciencia infantil, realmente monstruosa, justamente en el instante en que la sensatez y la prudencia le eran más necesarias. Este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad los atribuía a una enfermedad que evolucionaba poco a poco, llegaba a su máxima intensidad poco antes de la consumación del crimen, permanecía en un estado estacionario durante su realización y hasta después de un tiempo (el plazo dependía de la persona), y finalizaba como finalizan todas las enfermedades.

      Raskolnikof se preguntaba si esta enfermedad era la que originaba el crimen o si, por su misma naturaleza, el crimen llevaba consigo fenómenos que se podrían confundir con los síntomas patológicos. Sin embargo, no era capaz de solucionar este problema.

      Después de razonar de esta manera, se dijo que él se encontraba protegido de semejantes perturbaciones morbosas y que mantendría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la realización del proyecto, por la simple razón de que este proyecto no era un crimen. No mostraremos las diversas reflexiones que lo condujeron a esta conclusión. Solamente comentaremos que los problemas puramente materiales, la parte práctica de la cuestión, le angustiaba muy poco.

      “Sería suficiente —pensaba— con que mantenga toda mi lucidez y toda mi fuerza de voluntad en el instante de ejecutar la empresa. Entonces es cuando se tendrá que analizar incluso los detalles más mínimos”.

      Pero este instante no llegaba jamás, por la simple razón de que Raskolnikof se sentía incapaz de tomar una decisión definitiva. De esa forma, cuando sonó la hora de actuar, todo le pareció asombroso, inesperado como un producto del azar, de la casualidad.

      Antes de que finalizara de descender la escalera, ya un detalle intrascendente lo había desconcertado. Cuando llegó al rellano donde se encontraba la cocina de la dueña de la casa, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, vio furtivamente al interior y se preguntó si, aunque Nastasia no estuviera allí, la patrona no se encontraría


Скачать книгу