2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado


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cautela non nocet, o el exceso de prudencia nunca daña

       La autonomía financiera es conveniente para no ser mediatizado

       Crear las condiciones de posibilidad honorables para los stakeholders reclama a veces actualizaciones legislativas

      Renovarse no es un capricho

      Cluny (910)

      Apariencia externa de la iglesia abacial de Cluny III antes de su destrucción durante la Revolución francesa. Fotografía: Georg Dehio/Gustav von Bezold.

      Tras siglos de trabajo realizando una monumental labor, la orden benedictina estaba desfondada. Reinventarse o desaparecer era el trance. A comienzos del siglo X se llevó a cabo una renovación que algunos han calificado de nave salvadora en medio de la borrasca que amagaba contra la subsistencia.

      Corría el 909. Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, levantó el que sería el primer monasterio de Cluny, a orillas del río Grosne, en los confines de Borgoña. Analizados otros conventos, su propósito era establecer las condiciones de posibilidad que alentasen la mejora de la espiritualidad de los monjes. Para pilotar el proyecto seleccionó al alabado abad Bernón. Aceptada la proposición, el elegido se desplazó con otros doce dispuestos a una profunda metanoia. Una de las decisiones clave fue asumir los estatutos de Aquisgrán datados en el 817 y redactados en el encuentro de abades que presidió san Benito de Aniano (747-821). Antes de fallecer, Bernón confiaría la abadía de Gigny a su discípulo Widón y la de Cluny a san Odón. Con este último arrancaría la gran expansión.

      Hijo de noble familia francesa, Odón había visto la luz en Tours en el año 879. Su padre era amigo del duque, quien facilitó que el muchacho se incorporase a su corte. Decepcionado por el suntuario estilo de vida se convirtió en discípulo de Bernón, y cuando llegó a edad oportuna, en adalid de la innovación. Se focalizó en la liturgia. El tiempo que sobraba tras el oficio divino se dedicaría a la lectura. Insistía en que era imprescindible consagrar numerosas horas al coro para mudar costumbres. Quizá ese exceso le llevó a perder el equilibrio con la necesaria formación mediante el estudio. Resulta de sumo interés la percepción que de aquel período guarda el propio Odón y que muchos aplican a los de cada uno: «En nuestros tiempos, casi todo ha perdido su orden (…); en nuestra época, todo es confuso (…), nada es atendido con justicia y rectitud (…). Los peores llegan al poder, se vuelven terribles, ahítos de superioridad se engolfan en el mal; ni el temor al juicio ni la sagrada autoridad atemperan a los malvados».

      Juan XI, pontífice reinante, autorizó a Cluny a recibir como aspirante a cualquier religioso que anhelase las observancias enmendadas, aprobando implícitamente la congregación. Pronto comenzaron a integrarse abadías. Entre otras, Fleury, Aurillac o Saint-Pierre-le-Vif. Escribe Pignot en su Historia que San Odón: «Moraba algunos días en el monasterio con discípulos suyos, para que los demás aprendiesen en la práctica las costumbres cluniacenses y pedía el concurso de los monjes ancianos de mejor predicamento. Todas las mañanas comentaba él mismo o hacía comentar un capítulo de la regla benedictina, y explicaba además con minuciosa precisión los textos y las prácticas con que debía afianzarse la aplicación de aquellos. Cada año, una o dos veces, sobre todo en la fiesta del patrón de la casa, venía a pasar algunos días para estimular el fervor de los monjes».

      En su santo y expansivo ardor transfiguró monasterios de toda Italia. El papa León VII seguía con interés su acción. En el 938 le consintió la libre elección de sucesores y el mantenimiento de la observancia enmendada. Se incorporaron monasterios como San Pablo Extramuros, San Lorenzo o Santa Inés de Roma.

      Odón insistía en cuidar la salmodia y la lectura de libros sagrados. Restableció la abstinencia e interpretó la santa regla a la luz de los estatutos de Aquisgrán y los usos de san Benito de Aniano. Alentó a la prevención con los pecados contra natura. Recordaba medios de prudencia a los suyos, como nunca permanecer a solas con un niño, y cuando fuese preciso acompañar a críos al baño por la noche hacerlo de dos en dos. Falleció en el 942 dejando su obra pródigamente difundida. Su sucesor fue san Agmaro, quien administró con cordura las rentas. Mayolo (948-994) sería el sucesor que más impulsaría el monasterio de San Pedro de Cluny. Pertenecía a una familia provenzal. En su cursus honorum (evolución profesional) había pasado por arcediano en Maçon. Gracias a sus buenas relaciones con los reyes de Borgoña y los emperadores de la Casa de Sajonia continuó la reforma a buen ritmo. Entre otros logros se cuenta el de conseguir que el rey Hugo Capeto renunciase al título de abad laico de Marmoutiers. Fundó en el Jura y en Alrogf (Alsacia). Amigo y confidente de Otón el Grande, este le apoyó en la restauración de monasterios alemanes. Pronto también el de Einsiedeln (Suiza), o el de San Emerano (Ratisbona). El hijo de Otón, Otón II, le ofreció el papado, pero Mayolo lo rechazó.

      Tras la parca llegan las disparatadas zalemas sobre fundadores y dirigentes. Se dan en vida para ganar el favor, y tras el fallecimiento, para consolidar el valor del designio. Pedro el Venerable proclamaría con palmario encarecimiento sobre Mayolo: «Aun después de los sesenta y dos años que han transcurrido desde su muerte, resplandece tanto por la gracia de sus milagros que, tras la Santísima Virgen, no ha habido entre los santos de Europa quien le iguale en esta clase de obras».

      A Mayolo le sucedió el talentoso san Odilón (994-1049), el consolidador. Fue promotor de «la Tregua de Dios», que imponía que no hubiera acciones militares desde la tarde del viernes hasta el lunes por la mañana. Tampoco desde el comienzo del Adviento hasta la octava de la Epifanía, y desde septuagésima hasta la octava de Pascua. Vendió bienes de la Iglesia para ayudar a los pobres. «Si me he de condenar, prefiero serlo por exceso de misericordia que por exceso de severidad», resumió su proceder. Murió en Souvigny en el 1048.

      Fresco del funeral de san Odilón de Jan Henryk Rosen en la catedral de la Asunción de María en Lviv, Ucrania. Fotografía: Tetiana Malynych, Shutterstock.com

      San Hugo sucedió a Odilón. Prosiguió la expansión, fidelísimo a las normas de la congregación, que alcanzó su máximo desarrollo con dos mil monasterios asociados y más de diez mil monjes, desde Gran Bretaña hasta Constantinopla. Por su capacidad de trabajo y su impulso algunos le han denominado el «Napoleón cluniacense». De su prestigio habla que le fueron entregadas cincuenta y tres iglesias en Lombardía para que asumiera la gestión. Urbano II manifestó: «La congregación de Cluny, más favorecida que ninguna otra por la gracia divina, brilla en la Tierra como el sol en el firmamento; a ella deben aplicarse en nuestros días aquellas palabras del Salvador: vosotros sois la luz del mundo». Dos de los monjes de Cluny llegarían al papado: el mismo Urbano II (esto explica en parte el enaltecimiento) y Gregorio VII. La esplendidez de Urbano II con su antigua casa llegó a incluir que el abad pudiera endosar las atildadas vestimentas episcopales en fiestas significativas y total inmunidad frente a los obispos. En dos siglos y medio, Cluny contó con solo seis abades, mientras cuarenta y seis papas rotaron.

      Urbano II se desplazaría a Cluny para bendecir la mayor iglesia del mundo tras la de San Pedro. Allí se guardaba copia de los archivos vaticanos. Cluny era en aquel momento una segunda Roma. Pons de Melqueil, sucesor de san Hugo, patrocinaría el hundimiento del Cluny. El nombramiento tuvo lugar en 1109. Pons era tan hábil como rígido. Promovió la construcción de la desproporcionada abadía que absorbió colosales recursos, provocando una difícil situación financiera que avitualló quejas contra el pretencioso abad. Después de una tormentosa audiencia con el papa Calixto II, Pons dimitió. La caída del Cluny fue fruto del orgullo por el patrimonio acumulado. Se sintieron superiores, también por las tierras acaparadas y los incontables siervos. Absortos en sus logros fueron alejándose de los ideales de renuncia predicados por san Benito, convirtiéndose en terratenientes gestores de latifundios.

      En 1122 fue nombrado Pedro el Venerable, quien restableció por un tiempo el orden y concierto. Era persona preparada en lo científico,


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