El sueño de Gargantúa. Antonio José Antón Fernández

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El sueño de Gargantúa - Antonio José Antón Fernández


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      CAPÍTULO I

      De la Ciudad de Dios a la ciudad del Mercado

      USOS LIBERALES DEL LIBRO

      Con los contrafuertes abiertos, la celda se ha iluminado al salir el sol. Los graznidos han llamado la atención del ilustre huésped, que se asoma al ventanal. Entre los barrotes de la parte inferior puede ver por fin los barcos que fondean la costa holandesa, y el vuelo de los pájaros que se alejan del castillo, dejando atrás el amplio foso y los muros.

      Lo cierto es que el preso –Hugo– no tiene con qué comparar su estancia (creció en una familia más que acomodada y, aunque su padre se dedicara entre otras cosas a la especulación inmobiliaria, las estancias en prisión nunca estuvieron dentro de su apretado y acelerado programa de estudios)… pero apenas logra encontrar algo de su agrado, por no decir algo que no le aterre hasta la médula. Es verdad; su amigo y referente político, Johan, corrió peor suerte. Pero por momentos esta estancia, un ultraje en toda regla a su persona, le ha llegado a parecer peor que el cadalso. ¿Para esto se hace uno socio de la compañía más próspera del mundo conocido?

      Es cierto que esa membresía suele abrir muchas puertas, pero el embrollo que le ha traído hasta la cárcel tiene que ver con alambicadas disputas políticas y religiosas más allá de su capacidad monetaria. En cuanto a la religión, el asunto se había dirimido entre gomaristas (calvinistas) de un lado, y arminianos del otro. Y en el centro de la disputa, al menos en su vertiente teológica, la Caída. En ella, arminianos como él habían visto la clave para la comprensión de la naturaleza humana, el libre albedrío… y también el origen de la propiedad privada.

      Merced a la Caída (del Edén), los «remonstrantes» o «arminianos» defendían que los hombres quedaban corrompidos y alejados de la imagen divina, pero, a diferencia de lo que afirmaban los calvinistas, el Espíritu Santo podía recuperar la semejanza con Dios, que podría no haberse perdido del todo (una posibilidad abierta por el propio Calvino). La «gracia precedente» (o «preventiva») borraba parcialmente el pecado adánico y hacía a los individuos capaces de responder al llamado de Salvación. Esta «capacidad» abría el campo para el libre albedrío, sostenido siempre por la Gracia divina:

      Así, los hombres ejercen su libre albedrío aceptando o rechazando la Gracia, del mismo modo en que la expiación de los pecados que trae Jesucristo sólo se produce para aquellos que aceptan el llamado divino. La (famosa y «weberiana») calvinista doctrina de la elección, por tanto, queda para los arminianos abierta a la respuesta de los humanos. Esa respuesta, es verdad, está ya registrada en la omnisciencia divina, pero para el arminianismo era válida la sutilísima diferencia entre esta predestinación «débil» y la predestinación «fuerte» del calvinismo (en la que, desde la creación del mundo, ya están asignados los destinos de condenados y salvados). Además, tanto para Arminio como para nuestro primer protagonista, la predestinación calvinista atribuía el Mal a la acción divina, mientras que para ellos el origen del mal estaba en el libre albedrío, aunque también este sea la fuente del bien: todo dependía del uso que se diera a esa libertad.

      Y bien, ¿en qué había empleado esa libertad nuestro taciturno preso? En apoyar a Johan Van Oldenbarnevelt –arminiano y a la sazón Gran Pensionario de las provincias– en un intrincado juego de poder político y religioso con el estatúder Mauricio de Nassau (desde su punto de vista, un golpista que había roto la autonomía de las provincias a la hora de regular sus disputas político-religiosas). La respuesta de Mauricio de Nassau fue contundente, y el juicio –ilegítimo, según los abogados– acabó con la ejecución y los arrestos.

      Así, una mañana más, y de pie tras los barrotes, Hugo de Groot, conocido como Grotius o Grocio, vuelve a tener la tentación de comunicarse con su compañero de


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