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poco, que en unas horas la furia regresaría, pero por algún sitio había que empezar. Odiaba la política, la falsedad y los matrimonios de conveniencia entre personas, partidos e instituciones.

      Yo te rasco y tú me rascas. Qué asco.

      Aflojó la mandíbula. Tenía que dejar de apretar los dientes o se partiría una muela. El comisario no valía una visita al dentista. Ni los jefazos de todas las empresas y conglomerados. No podía tolerar que personas por completo ajenas a la policía interfirieran en una investigación. Y lo estaban haciendo. Su obligación era, entonces, sortear los obstáculos y llegar a la meta. Necesitaba saber qué había ocurrido en aquel accidente, dónde estaba el conductor, o la conductora, y por qué una madre había abandonado a su hijo en un parking solitario.

      Preguntas, preguntas. La falta de respuestas le iba a provocar una úlcera.

      No había dado ni dos pasos en dirección al casco antiguo cuando una voz de mujer gritó su nombre. Ni siquiera el viento y su fragor foliáceo consiguió acallar el sonido que la hizo detenerse.

      Se giró y ahí estaba, impecable como siempre, con las ondas rubias de bote bandeando sobre su cabeza y envuelta en un severo abrigo gris. Sujetaba las solapas con las dos manos tan fuerte que tenía los nudillos blanquecinos, lo que le hizo sospechar que se trataba más bien de una maniobra para disimular sus nervios.

      —¡Marcela! —repitió, a pesar de que ya se había parado. La mujer avanzó unos pasos raudos y cautelosos sobre sus botas de tacón hasta detenerse frente a ella.

      Marcela la observó unos segundos. Había envejecido bastante en los casi cuatro años que llevaban sin verse. A pesar del esmerado maquillaje y de los carísimos tratamientos faciales a los que llevaba décadas sometiéndose, los disgustos y las noches en blanco habían hecho mella en sus facciones.

      —Ángela, eres la última persona a la que esperaba ver. —No se molestó en disimular su disgusto, pero la mujer no pareció darse por aludida, ya que no se movió ni un centímetro ni hizo ademán de sentirse ofendida por su tono de voz, así que intentó ser más clara—. Me pillas muy ocupada, no tengo tiempo de quedarme a charlar. Te veo bien. Cuídate. Hasta otra.

      Ya estaba dando media vuelta cuando sintió la mano de Ángela Crespo, la madre de Héctor, su exmarido, sobre su brazo.

      —No me coges el teléfono, por eso he venido.

      —Tengo mucho trabajo —se defendió.

      —No me respondes a propósito.

      Marcela la miró fijamente. No iba a negarlo. Su silencio confirmó las sospechas de la mujer, que bufó mirando al suelo, pero sin soltarle el brazo.

      —En serio, tengo que irme.

      —Es sólo un minuto, por favor. Si no lo haces por mí, hazlo por Héctor.

      Esta vez fue Marcela la que soltó un sonoro bufido.

      —Doble motivo para largarme.

      Sacudió el brazo para recuperar su posesión y la miró en lo que esperaba que fuera la última vez.

      —Lo han trasladado a Pamplona —soltó de pronto.

      Marcela detuvo el paso que estaba en el aire.

      —¿A Pamplona? ¿Desde dónde?

      —Llevaba año y medio en Zuera. Pensé que lo sabrías.

      —No sé nada de Héctor desde hace mucho tiempo, y tengo intención de que siga siendo así para el resto de mi vida.

      —Te necesita.

      —Yo necesitaba que mantuviera las manos lejos del dinero ajeno, y no lo hizo.

      —Fui a verlo ayer. Estoy preocupada. Está muy delgado, deprimido… Creo que no se encuentra bien.

      —Está en la cárcel. Nadie en su sano juicio estaría bien allí. Tendrá que acostumbrarse —añadió—, porque le queda una temporada ahí dentro.

      —Está en Pamplona —insistió su exsuegra como si no la hubiera escuchado—. Quizá podrías hacer algo por él. Ve a verle, por favor, te lo suplico. Solo una visita, y si te parece que no lo merece, no insistiré.

      —No lo merece.

      —¡Ha cambiado! Se arrepiente de todo lo que hizo, es otro hombre.

      —La cárcel suele tener ese efecto en las personas, las cambia, pero lo mejor suele ser siempre pensar antes de actuar. Es un hombre inteligente, sabía que estaba delinquiendo, y a pesar de eso se tiró de cabeza a la piscina del dinero.

      —Por favor…

      Ver suplicar a esa mujer, en otro tiempo altiva, prepotente, siempre en posesión de la verdad, le resultó sorprendente, pero no gratificante. Tenía que estar muy desesperada para abandonar el refugio del teléfono, presentarse en la puerta de la comisaría y plantarse ante su cara. Pero, aun así, el daño era mucho como para olvidarlo en un segundo.

      —No interferí antes y no lo voy a hacer ahora. No pienso jugarme mi carrera por un ladrón de medio pelo.

      Ángela amagó un gesto que quiso ser una bofetada, pero se frenó a tiempo. Tras una última mirada desafiante, la mujer dio media vuelta y la dejó allí plantada, con los brazos separados del torso, listos para la pelea, los dientes apretados y la cabeza ardiendo.

      Cumplió con el protocolo a rajatabla: primero, un contundente bocadillo con carne y queso que ayudó a pasar con una cerveza. Consultó el reloj que amarilleaba sobre la barra. Eran casi las doce del mediodía; podía atacar la segunda fase sin remordimientos y con el estómago lleno. Pidió un Jäger en vaso helado y un café solo. Había cogido un periódico de la barra y llevaba media hora pasando las hojas con desidia. La noticia del coche siniestrado ocupaba un pequeño recuadro en portada y poco más en el interior, una información anodina sin imágenes ni demasiados detalles. Lo que no encontró fue ninguna referencia al bebé hallado junto a la depuradora, y eso, en su opinión, tendría que haber sido noticia de portada.

      Ella nunca llegó a ocupar los titulares, pero su marido sí. Su exmarido.

      Necesitaba sacarse a Héctor de la cabeza, centrarse en Victoria, en el coche accidentado, en el surco de sangre, en encontrar el hilo del que tirar, y en lugar de eso allí estaba, recordando a su exmarido como una adolescente herida.

      Héctor.

      Alto, muy atractivo, de hombros anchos, manos fuertes y dedos largos. Pelo castaño y ojos oscuros. Y una sonrisa amplia y franca.

      Se conocieron durante un caso en el que él ejercía la acusación particular. Era un abogado recién licenciado, pero el buen nombre de su familia le había abierto las puertas de un prestigioso bufete. La austera toga negra no conseguía disimular su cuerpo esbelto ni la elegancia de sus pasos. Marcela, sentada en el banco de los testigos, tardó en darse cuenta de que le escuchaba hipnotizada y seguía su deambular por la sala sin apenas pestañear.

      Ella testificó como la profesional que era, impecable con su traje oficial y la gorra en la mano. Saludó marcial y él le devolvió una sonrisa que después vería en sueños.

      Un par de noches más tarde se encontraron en un bar que no había pisado en su vida y al que acudió por insistencia de uno de sus compañeros de comisaría. Uno que sonrió complacido cuando Héctor se acercó a saludarlos. Su colega cumplió con su cometido y se alejó discretamente de ellos. La habían engañado, pero no le importó. Ya ajustaría cuentas otro día. Esa noche se dedicó a charlar, a beber y ¡a bailar! Porque Héctor sabía bailar, se movía con soltura, con clase, y además parecía que le gustaba. Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, Marcela no recordaba una imagen más sexi que la de Héctor moviéndose al ritmo de la música.

      Un año después se fueron a vivir juntos, y pocos meses más tarde, ante la insistencia de la familia de él, Marcela accedió a casarse. Boda civil y nada de vestido blanco ni damas de honor. Aun así, brilló con su vestido de encaje plateado. Un precioso


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