Los incidentes. Philippe Djian

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Los incidentes - Philippe Djian


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hubiese palmado bajo su techo, en su cama. ¿Por qué no le habían puesto un puñal en la mano, ya puestos? Qué ordinariez todo. Emitió un gruñido y se la echó sobre los hombros.

      Marianne y él habían descubierto la gruta por casualidad, siendo niños, cierta vez que él había estado a punto de precipitarse dentro. Ese día se había quedado suspendido en el vacío, sobre el profundo agujero que se abría en una escarpadura musgosa, al abrigo de las miradas, hasta que su hermana consiguió agarrarlo e izarlo con todas sus fuerzas. Luego habían recuperado el aliento y se habían acercado temblando a la brecha, cuyas fauces se abrían a ras de suelo, y descubrieron así que la sima podría engullir fácilmente un caballo o un buey.

      Enseguida, un hilito de sudor gélido emprendió el descenso entre sus omoplatos. Definitivamente, fumaba demasiado. Tendría que afrontar ese problema con seriedad, no cabía duda. Le ardían los pulmones. Le ardían los gemelos. Unos años más sometiéndose a ese régimen y sería su lengua la que colgaría, sus rodillas las que rozarían el suelo.

      Sin embargo, lo primero que hizo al llegar, tras despeñar el cuerpo de la joven—y aguzar inútilmente el oído—, fue encenderse un cigarro. Sus Winston eran sus mejores aliados en la vida. Con aquel aire fresco, perfumado de nieve herbosa, casi se alcanzaba la felicidad, él podía atestiguarlo. Examinó la punta rojiza con una media sonrisa. Ahora, el silencio era tan profundo a su alrededor que oía el ligero chisporroteo del tabaco al consumirse. En invierno, el silencio de los bosques que cubrían los montes circundantes era vibrante, casi inconcebible.

      Se había calzado sus botas buenas de senderismo, unas Galibier, pero igualmente tenía los calcetines empapados. Como los bajos del pantalón, que del beis claro habían pasado al marrón oscuro. También se había ensuciado bastante al resbalar dos veces con una placa de hielo o al abrirse paso con dificultad entre los bloques de piedra y las ramas bajas, entorpecido por la carga. Pero ya no había tiempo para volver a casa a cambiarse. Qué idiota había sido. Tendría que haber tenido en cuenta que no estaría en condiciones de subir hasta ahí arriba con la chica a la espalda y bajar inmaculado y fresco como una azucena. Sin pretenderlo, se vio otra vez en pantalón corto, recién entrado en la adolescencia, cubierto de polvo y tierra seca. Marianne y él. Directos a la bañera. Bajo el chorro de agua, dirigido sin contemplaciones por aquella mujer horrible.

      •

      Barbara. Recordó su nombre dos días más tarde, cuando las aguas empezaron a fluir. Barbara, un nombre de pila indiscutiblemente estúpido que él había olvidado enseguida porque no le hacía justicia a esa chica que, en poco tiempo, había manifestado bastante buena disposición en clase y que además no escribía mal del todo. Enseguida se había fijado en ella. Rubia, tímida, con aire de buenecita—de esa clase, pero con un corazón que ardía como un puñado de brasas. Se levantó y echó una ojeada por la ventana de su despacho. Conservaba un recuerdo conmovedor de Barbara. Raros eran los alumnos de los que podía sacarse provecho, que encarnaran una promesa. Durante todos estos años, él había visto pasar muchísimos estudiantes, pero se podían contar con los dedos de una mano los que eran capaces de crear un trabajo consistente. Se necesitaba un mínimo de gracia. O la tenías, o no la tenías. Él, por ejemplo, no la tenía. Había estado a punto de tocar tierra firme, a un pelo de sondear la otra orilla. Pero si de entrada no se poseía un mínimo de gracia, de nada servía insistir—el primer discurso que pronunciaba a primeros de curso alertaba sobre el exceso de optimismo y confianza en uno mismo, a la luz del número de elegidos que llegaban a la meta. Hasta las plazas de secundario eran caras. Hasta los guionistas buenos eran raros. En quince años, solo se había cruzado con dos o tres elegidos, dos o tres que lo eran y que habían iluminado sus clases. Gotas diminutas en el océano, asombrosas por su rareza. Supone toda una cura de humildad, dedicarse a enseñar a escribir y toparse de pronto con un tesoro.

      Siguió con la mirada al oficial de policía que acababa de entregarle su tarjeta y cruzaba ya el aparcamiento reservado a profesores titulares y minusválidos. La tentación había sido muy fuerte. Por un instante, lo había rozado el impulso de decirle la verdad, de declarar que se habían marchado juntos de la fiesta y habían terminado la noche en su cama. Pero había recuperado el buen juicio a tiempo. La estricta verdad no habría beneficiado a nadie.

      Los árboles empezaban a echar brotes. El policía ejecutó una media vuelta sombría y sonora en el aparcamiento y atravesó el campus a ochenta por hora. No porque le hubiese irritado la entrevista—al contrario, habían simpatizado—sino porque la radio acababa de revelarle que un vehículo ariete se había empotrado contra el escaparate de una joyería, a dos pasos del centro. Millones de euros esfumándose en el aire.

      Qué oficio fascinante… La proximidad de la primavera lo pintaba aún más agradable a sus ojos—conducir con el codo apoyado en la portezuela, parar a tomar una copa sin rendir cuentas a nadie, espiar las rutinas de mujeres hermosas, comer por cuenta de la casa, llevar un arma. Etc. Así se lo había explicado el agente. Un oficio consagrado a la aventura, al aire libre.

      En cualquier caso, nadie los había visto salir juntos aquella noche, a la tal Barbara y a él. Se trataba de una precaución elemental que él tomaba cada vez que se embarcaba en esta clase de relaciones. Acostarse con una alumna estaba todavía muy mal visto, y no era raro que uno se jugase la plaza tras pasar por un consejo disciplinario—él solía cortar por lo sano antes de que surgieran complicaciones, antes de que alguien los sorprendiera abrazados, antes de relajar la prudencia. Tenía un método, y ninguna gana de poner en peligro el delicado equilibrio de su puesto de trabajo. Menos aún por lo que él mismo consideraba meras distracciones. Ocupaciones periféricas.

      El cielo resplandecía. Ordenó sus cosas. Se armó con un paquete de exámenes bajo el brazo y se dirigió a la salida a la vez que el sol alcanzaba su cénit. Engulló un sándwich en la cafetería—era poco probable que ­Marianne hubiese preparado algo de comer. En un primer momento, la muerte de Barbara le quitó radicalmente el apetito, pero esa mañana se sentía mejor. El dominio del que había hecho gala ante aquel oficial de policía, su aplomo, la impecable actuación que había ofrecido se merecían una recompensa. Aunque, para ser sinceros, la prueba no se había revelado complicada, pues había tenido lugar en su territorio, detrás de su mesa de profesor universitario. El policía se había sentido en una posición de inferioridad. Había rachas en que Marianne se alimentaba exclusivamente de yogur natural—0% materia grasa—como en ese momento, y por motivos que él no sabría explicarse—ella tampoco, por lo demás, pero eso era lo de menos.

      Se dirigió a la máquina de café provisto de varias monedas y encendió un cigarrillo. No sería su primera multa por fumar en lugares públicos, pero… no podía evitarlo. Lo habían envenenado. Le habían administrado la droga más potente, la que generaba la dependencia más profunda. Esos hombres que recibían condenas, esos fabricantes de cigarrillos, esos agentes del mal, esos hijos de puta, eran unos químicos extraordinarios, unos auténticos genios.

      De espaldas a la sala, vio volar unas gaviotas por encima del lago. La máquina molía su café, mientras surgía ya el vasito de plástico en el hueco correspondiente, seguido del palito de madera que hacía las veces de cucharilla, cuando una mano rozó su hombro.

      Raro sería que lograra fumarse un cigarrillo entero sin que una cría de veinte años con la cara desencajada llegara para recordarle que no tenía ningún interés en desarrollar un cáncer de garganta por su culpa. Suspiró y se volvió esgrimiendo ya una media sonrisa—sabiendo que no daba buen ejemplo, pero empapado en nicotina de la cabeza a los pies. Se encontró frente a una mujer bastante guapa de unos cincuenta años. Era raro, pero muy agradable, toparse con esa clase de fenómeno en el campus—la sobredosis de caras planas acababa desencadenándose tarde o temprano.

      —Soy la madre de Barbara.

      —Oh. Lo siento—contestó, y le tendió la mano con rapidez—. Encantado.

      Muchas eran las alumnas que no se resistían al deseo de confiarse a su mami—aunque él les hubiera rogado encarecidamente que se mordieran la lengua. Guardar un secreto, para la mayoría, parecía suponer un esfuerzo superior a sus escasas energías. Los problemas que él había vaticinado no llegaban, en cualquier caso. Se puso en guardia inmediatamente—un


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