Simbad. Krúdy Gyula

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Simbad - Krúdy Gyula


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amantes que se besaban entre los arbustos. Las enamoradas de la pequeña ciudad, criadas jóvenes o noviecitas en busca de lo prohibido, encontraban allí cuanto necesitaban, silencio, soledad, un cielo estrellado, un césped blando... Cuando se marchaban los amantes, Simbad se acercaba a veces a los arbustos, a la hierba pisoteada, donde minutos antes se escuchaba todavía el chasqueo de los besos. Suspiraba meditabundo: ¿tendría alguna vez un pantalón de pata de gallo como el auxiliar de farmacia que acababa de chicolear y manosearse en ese lugar con la joven costurera? ¿Llegaría el momento de llevar una fusta corta en la caña de la bota como el zagal al que había visto hacía unos momentos paseando con una criadita vergonzosa?

      (Pasaron volando los años, y Simbad jamás fue a esos lugares del brazo de una novia.)

      …En ese momento avanzaban a hurtadillas los tres, bordeando los arbustos. A la cabeza el actor jubilado Sámuel Ketvény Nagy, de puntillas como en su día en el papel de Rip van Winkle. Un pájaro nocturno levantó el vuelo entre los árboles húmedos de rocío, y los tres se detuvieron al oír el rumor de las hojas.

      —Lo mejor sería irnos a dormir —dijo bostezando en la zaga el señor Portobányi.

      —Yo también tengo sueño —aseguró el joven Simbad, hundiendo aterido de frío las manos en los bolsillos.

      —¿Sueño? —se rio en voz baja el anciano histrión —. Yo jamás he tenido sueño. A las damas no les gustan los hombres somnolientos. El gordo burgués ronca durmiendo a pierna suelta mientras la noche tentadora atrae al poeta hacia la ventana de su señora. Ya se ven allá, como pacíficas ancianas, los tilos en torno a la casa... Ahora muy despacio... Aunque sea una noche sombría, no nos separemos todavía...

      En voz baja y ronca tarareaba la melodía del coro de Rip van Winkle y en los registros más bajos miraba de soslayo a Simbad en busca de aprobación. Hasta el señor Portobányi se hartó del tarareo al que Ketvény Nagy no podía ponerle fin.

      —No vendas la piel del oso antes de cazarlo... —dijo con tono gruñón—. ¿Te has vuelto loco, viejo comediante?

      La valla era baja y la pintura, verde y blanca en su día, se veía descascarada, la puerta estaba desvencijada y había huecos entre los listones.

      —Creo que el propietario es Gogolya, un hombre huraño. Desde luego, podría ocuparse más del mantenimiento de la casa —se quejó Portobányi al franquear la cancela.

      En el fondo del jardín había una ventana abierta, a una altura ligeramente superior a la de un hombre, y tal como había augurado Sámuel Ketvény Nagy, sólo una cortina de encajes de color rosado se mecía allí suavemente. En la cortina se veían dibujos con forma de estrellas que parecían moverse en el crepúsculo matutino, y procedente de algún sitio, tal vez de la misma habitación que había en el interior, se oyó un reloj de cuco. Cuatro veces sonó... Descontento, el señor Portobányi extrajo del bolsillo correspondiente de su pantalón un reloj del tamaño de la palma de una mano, meneó la cabeza y susurró:

      —El mío muestra las tres y veinticinco.

      Simbad observó con un escalofrío cómo sacaba y volvía a guardar el señor Portobányi el enorme reloj de bolsillo a la altura de su gruesa cintura y se extrañó sobremanera de la calma que mostraba su tutor. Parecía alguien que comprobaba la hora antes de arrojarse definitivamente al agua... Sámuel Ketvényi Nagy, en cambio, gesticulaba tan nervioso que parecía estar a cargo de una obra con fuego griego en el escenario... Con voz ronca, hiposa, dirigía la operación:

      —Ahora, ahora... Vamos, Portobányi, alza al muchacho.

      El obeso escritor tiró su sombrerito negro al suelo y se frotó las manos después de echarles la preceptiva saliva; las venas se le hincharon en la frente cuando cogió por las piernas a Simbad. El actor empujaba por atrás. Simbad sólo oyó el extraño jadeo de los dos hombres ya mayores mientras se elevaba hasta la ventana y se introducía luego por el hueco. Miró atrás por un momento. Vio entre el follaje ralo de los árboles la sombra cenicienta de la torre de la iglesia de la pequeña ciudad por encima de los tejados de las casas; una nube azulada flotaba detrás del campanario y de la chimenea de un edificio cercano se elevaba un tenue humo rizado como si saliera de la pipa de un anciano.

      Se deslizó del alféizar al suelo de la habitación, y sus tutores desaparecieron de su vista. Tenía la cortina delante y el corazón le latía con tal intensidad que no se atrevía a dar ni un solo paso. Se quedó inmóvil, a la espera de que sucediese algo extraordinario. Que viniera, por ejemplo, Ketvényi Nagy, lo cogiera del brazo y lo obligara a dar un paso adelante... Pero no ocurrió.

      Al cabo de un minuto o quizá de una hora, alguien en la habitación dijo en voz baja, tranquila:

      —¿Es usted, Simbad?

      La voz sonó extraña en un primer momento, como si alguien empezara a hablar tras un largo silencio. Al escuchar la última sílaba, sin embargo, a Simbad le resultó evidente que quien se hallaba en la habitación era Irma H. Galamb, cuya voz no denotaba temor alguno.

      Simbad descorrió, pues, la cortina y en silencio avanzó por la habitación. Un aroma intenso a perfume y a jabón le asaltó el rostro. Se detuvo titubeando.

      —¡Por el amor de Dios, no me tire el macetero! —dijo la misma voz de antes.

      Se oyó luego el susurro de ropa femenina, unas zapatillas diminutas chasquearon como grandes besos en el suelo, y una suave y cálida mano de mujer le tocó la mano a Simbad.

      —Venga aquí, hijo mío, y tome asiento.

      Simbad se halló de pronto en una butaca, mientras en torno a su rostro seguía flotando la fragancia de la ropa femenina. Abrió los ojos después de entornarlos un rato por temor a que el rayo tonante diera precisamente en ellos. Vio en la penumbra unos muebles oscuros; ante él una mesa redonda, sobre la cual yacía un objeto con forma de ave, quizá un tarjetero. Y en el fondo se vislumbraba un espejo ovalado, así como la cama cubierta con una colcha blanca y con almohadas que formaban ondosas colinas.

      Vio primero los rizos tenuemente iluminados por el incipiente crepúsculo, como cuando en sueños aparece de pronto el cabrilleo de un lago oscuro agitado por el viento...

      La luz crepuscular fluía poco a poco, como una ligera corriente, en torno a la figura ataviada con una capa blanca. Esa prenda, la salida de teatro de Irma, le era familiar a Simbad, sabedor de que estaba adornada con cordones dorados a la altura de los hombros y del pecho. En esta ocasión, sin embargo, los cordones eran negros. La cara que todavía permanecía en la oscuridad emanaba cierto afecto y cierta calidez, la de los besos que en sueños se le dan a la almohada.

      —Qué curioso que haya venido, Simbad —dijo con voz queda y afable Irma Galamb. Al oírla, Simbad vio cobrar forma a la carita sumida en la oscuridad. Creyó ver la nariz ligeramente curva y delicadamente sensual cuyo movimiento palpitante y cuya sombra rosada lo habían hechizado desde el primer momento en su día. En ese instante veía la suave sombra azulada sobre los labios como bajo la luz de los focos del teatro durante la danza del velo en la opereta. Los labios que se curvaban gentilmente y que a veces recordaban a los de un niño que oscila entre reír y llorar estaban entreabiertos y mostraban la valla de marfil de sus blancos dientes. Los ojos morenos se posaron en Simbad con cierta expresión de somnolencia, pero también de curiosidad, como si se centraran en un sueño a punto de emprender el vuelo en el momento del despertar en la amanecida azul, de acodarse en la almohada mientras el sueño revoloteaba todavía en silencio sobre la cama como una mariposa cansada que se retira ya a descansar.

      Estiró el cálido brazo, desnudo hasta el hombro, y tocó con la mano la mejilla de Simbad. Después los dedos se perdieron en la cabellera del muchacho.

      —Qué curioso que haya venido precisamente ahora, Simbad, pues acabo de soñar con usted. Veía unos polluelos de ganso amarillos y unas flores amarillas. Y unos niños muy pequeños. Como si también fueran flores amarillas... Una nube azul con forma de pájaro flotaba sobre mi cabeza, y un niñito lloraba en alguna parte... En algún sitio a la orilla del oscuro arroyo bajo un viejo sauce carcomido. Y usted venía atravesando el prado con sus largas piernas.


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