Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

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Mientras el cielo esté vacío - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga


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      ¿Se puede acaso obtener perdón de lo vivo, de la vida? No. Él ya no podía hacer parte del amor. Pensó en Elena, en su cuerpo desgarrado, y tembló y lloró. Él se había destruido y a ella casi la había matado; la había sumergido en el mundo indiferenciado y cenagoso donde él se había hundido.

      La sinfonía de colores, olores y sonidos que lo enfrentaba, dejaba ver a un hombre en la soledad de su exclusión; aún sus brazos, con los que estranguló y forzó la vida, guardaban el palpitar tembloroso del cuerpo en repulsa de Elena, como un ave atrapada entre unas manos que aprietan y aprietan en su intento por sentir la vida. Se encontraba en el umbral desde donde ahora podía observar lo perdido, verlo desde su lejanía, y no sabía cómo llamar para ser acogido, cómo dar el paso e ingresar a eso que brotaba de sí mismo como amor.

      Guiado por la fuerza obstinada de la vida que le hacía frente, se acercó a las vacas y les acarició el hocico que olía a hierba. Les tocaba las ancas y las dirigía hacia el establo; de los cuerpos salía un aire caliente de vida. La tranquilidad y mansedumbre de los animales, le hizo preguntarse en qué momento la vida se había tornado tan peligrosa y en el curso de qué encrucijada la inteligencia había tomado la senda de su destrucción. Pero las respuestas a esas preguntas estaban en su propia experiencia y ahora deseaba mirar cómo la vida brotaba en todas partes, ser el testigo excluido de un milagro.

      Llegó al establo y una fuerza repulsiva que venía desde su memoria, lo detuvo. Era la primera vez que lo intentaba desde el acto brutal contra Elena. Haciendo un enorme esfuerzo, entró. Las vacas, sabias y memoriosas, habían tomado cada una su lugar sin agredirse y esperaban pacientes la comida que se les daba antes del ordeño. Elena les había puesto nombre, pero no los encontró en su memoria ni las diferencias de sus cuerpos y de sus miradas que ella le había enseñado. No recordaba nada, porque esos asuntos de la vida le parecían ridículos y eran una distracción para lo que consideraba importante. Entre la cadena de imágenes que se abrió paso en su mente, llegó el recuerdo de un olor insoportable, tan real, que penetró en sus pulmones: una mezcla de sudor y semen agrio y astringente; pero ¿cómo vomitar un recuerdo? Tomó la banqueta para el ordeño y la puso junto a la primera vaca. Sus manos temblaban al masajear la ubre cargada de leche; temía que la suavidad que tocaban sus manos torpes y callosas fuera estropeada, y cuando se dispuso a apretar la primera teta, sus movimientos fueron bruscos y no encontraron el ritmo necesario para hacer bajar la leche; recordaba que era un golpe suave como imitando a las terneras al mamar y luego una tensión hacia abajo replicando el latir del corazón; sin embargo, no lograba seguirlo porque su cuerpo se había entrenado para detenerlo; sintió un rechazo que parecía provenir del animal; la vaca no soltaba la leche. ¿Cómo pude olvidar una de las primeras labores que aprendí de niño? Desconsolado, y con aquel olor ofuscando su corazón, se recostó sobre el animal y lloró. Así permaneció hasta que un ruido le hizo girar la cabeza. Su madre se encontraba cerca de la entrada y lo miraba atentamente, Nilton se secó las lágrimas y levantándose dijo:

      —Se me olvidó ordeñar, no soy capaz.

      —Se te ha olvidado tanto… –respondió su madre.

      Ana se sentó junto a la vaca y comenzó a ordeñar. Los chorros de leche caían dentro del balde con un sonido rítmico y cremoso. Nilton no soportaba esa indiferencia; no había ningún reproche en sus palabras ni rechazo en su actitud, sin embargo, lo dejaba estar ahí como alguien que no tiene importancia, que no significa nada. Sabía que ella había sufrido mucho con su acción, con la consecuente partida de Elena y Noemi. Luego de eso, alguna vez que pasó cerca del lugar en camino hacia una misión, vio el rancho muy deteriorado: las cercas estaban rotas y no había huerta ni gallinas y el pasto estaba descuidado. No sabía cómo había comenzado de nuevo o simplemente, cómo se había puesto a imitar la vida, puesto que en ella ya no se veía ni alegría ni entusiasmo.

      Tenía que hablar con su madre, recuperar la lengua perdida, esa de los lazos y los soplos. ¿Qué decir? Hablar de una caída en el vacío, donde un hombre pierde los contornos de su humanidad, de un acontecimiento bruto y atroz que lo había excluido de las palabras, y por eso, no las encontraba. ¿Cómo dar el salto al lenguaje cuya significación era siempre pedir?

      Su madre, sin mirarlo, continuaba con el ordeño y él vivía ese tiempo en el establo como una eternidad. Lo apremiaba la urgencia de entrar en contacto físico con ella; requería sentir su piel, su calor, su cuerpo, para saltar de su orfandad a la palabra. Le puso la mano en la espalda pero no obtuvo ninguna respuesta, entonces la retiró. El ritmo de la leche lo apremiaba, sentía que solo en ese momento y ante esa acción, era posible encontrar de nuevo el lenguaje. Pasados unos segundos, segundos que eran solicitud, llamado, urgencia, repitió el gesto, pero en lugar de emitir palabras articuladas, rompió en un llanto desesperado; luego, sintió un ala de mariposa que se posaba sobre él; aquella mano de su madre había hecho el recorrido desde la eternidad. Así, sin más, de sus labios brotó la palabra menos pensada:

      —¡Ayúdame!

      Entonces, la oscuridad fue vencida y desde una profundidad que no dominaba, su madre lo abrazó. De nuevo se abrió la vida. De manera difusa, la humanidad regresaba al cuerpo de Nilton y como si una brutal tempestad se hubiera amainado, continuó:

      —¡Perdóname!

      La exclusión y el vacío cedieron. Unidos por el abrazo, comenzaban el largo camino de un perdón que Nilton tendría que concederse.

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