Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales


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y el arte, opina el blanco héroe. Nuestro amado patriota y paladín del periodismo se congratula ante sus crónicas y su crítica que, siendo necesariamente disimulada o enmascarada bajo el semblante de cuento o fábula, es mordaz y justiciera, y pone a cada uno en su sitio, además de entretenerle y dibujarle una sonrisa en mitad de la aflicción de estar lejos de su tierra venerada por la que tanta tinta ha derramado. Reciba por tanto, querido Domingo, el beneplácito y el ánimo de ese blanco espíritu, de esa blanca alma defensora de la Libertad que le alienta a seguir publicando las Verdades Morales y Políticas, de tal forma que, y trascribo sus palabras fielmente, el Periodista es el Mesías Moderno.

      Le estima,

      Juan O'Donojú O'Brien

      Juan Antonio Yandiola ha estado hurgándose las uñas de los pies y de la postura ahora le duelen los riñones. Domingo Torres guarda la carta en el cofre y se tumba boca arriba. Yandiola marea la pregunta: Quién te ha escrito. Torres hace entera su media sonrisa y responde me ha escrito José María Blanco White. Qué dices, ¿Blanco White el del Semanario? Desde Londres me encomienda la creación de una segunda época del Semanario Patriótico, responde Domingo Torres. Me paga en libras esterlinas. Yandiola hace como que lee, sin gafas, un libro que coge al azar de la mesilla. Sus sospechas se confirman. Un terremoto de elucubraciones con desconocidos que lo apuñalan, guardias que lo hacen preso, Domingo Torres publicando su dirección en clave en el periódico, guardias que hacen preso a Domingo Torres y a él de paso, Domingo Torres vencido por el orgullo y publicando la trama, una legión de periodistas parlanchines pronunciando su nombre, dibujándolo, su cara en La Gaceta, José María Blanco White fumando en pipa y leyendo el periódico en la misma cama en la que él ahora hace como que lee sin gafas, y él preguntándole desea usted alguna cosa, señor Blanco. Y… dice. Domingo Torres se vuelve hacia Yandiola en la cama y remata los puntos suspensivos: Y qué. ¿Y hace mucho que te carteas con Blanco White? ¿Y tú, con quién te carteas tanto que hasta te has comprado una escribanía de plata? ¿Que está el suelo lleno de pedacitos de lacre rojo?, ¿que tienes el dedo negro? Domingo Torres lo interroga con alegre desafío y Yandiola se altera, sube y baja la mirada, retoma la falsa lectura hasta que la silenciosa ironía de Torres lo vence, lo seduce, lo contagia y responde me escribo con James Madison. ¿Te escribes con el presidente de los Estados Unidos? Como lo oyes, responde Yandiola pasando mecánicamente las páginas del libro. Domingo Torres se levanta con su cofre bajo el brazo, le agarra un hombro y le dice sabía que ocurriría. Todos los partidos te quieren en sus tribunas. Yandiola se humedece los labios y continúa no te lo he dicho antes porque no me gusta alardear. Carraspea, engola la voz, y no le voy a escribir al presidente con una plumilla de paloma. Es que anda que no se nota cuando la punta es mala, dice Domingo Torres. Vaya que si se nota, dice Yandiola. No sabía que supieras inglés. ¡Hombre que si sé! Yandiola suelta el libro y ayuda a Domingo Torres a preparar una de las estufas. Lord Wellington me enseñó. Clases magistrales. Mi inglés, al venir de la metrópoli, es mucho más refinado que el de Madison. Pero tú harás un esfuerzo y te pondrás a su altura, dice Domingo Torres. Cómo no, cómo no. Uno es un caballero, dice Yandiola, y se limpia el tizne de las manos en el camisón. No te lo digo por caballero, que lo eres, sino más bien por precaución. Si ofendes al presidente de los Estados Unidos… Domingo Torres le da un golpecito en la espalda a Juan Antonio Yandiola porque se ha dado la vuelta para desvestirse. Escúchame, que esto es importante, le regaña, y Yandiola obedece. Se gira en calzones, con los brazos cruzados, y escucha. Si evidencias la inferioridad intelectual del presidente de los Estados Unidos, explica con el índice levantado, mandará a una tribu de indios cheroqui para que te aten desnudo a un tótem y bailen alrededor tuya, con muchos tambores pam pam pam, pam pam pam, cantando como lobas en celo en noche de luna llena, fumando hierbas alucinantes, alucinógenas, lo corrige Yandiola. Alucinógenas y alucinantes, Juan Antonio, continúa, hasta que te vuelvas loco, y entonces desearás estar atado a un mástil, con el fuego subiéndote por los pies y escuchando el soniquete de un cura antes que soportar el rito de iniciación cheroqui. Yandiola interpreta una sorpresa y exclama dios mío. Pero espera, que eso no es lo peor. La estufa empieza a calentar y Torres y Yandiola se arriman. Torres le agarra la nuca y susurra lo peor es cuando aparecen los púberes. Te desatan, te ponen con el culo en pompa y colocan a todos los varones púberes detrás de ti, ya empalmaditos de sus tipis o cascándosela allí sobre la marcha, y uno a uno te empalan hasta que se corren dentro. Joder con los indios, dice Yandiola, accidentado de risa. Estás cagando semen una semana, concluye Domingo Torres, y se sienta a la mesa lacada, coloca el cofre frente a él, agita la cabeza para retirarse el flequillo de los ojos, lo abre y saca dos paquetitos sonoros. Los desenvuelve y desparrama las monedas. Se frota las manos y empieza a hacer montones de piezas de oro, plata y vellón. La exhibición del dinero ridiculiza la desconfianza de Yandiola, le abrillanta su amistad con Torres y le da sentido a aquella frase de la que se burlaba: Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra. A qué altura se encuentra Torres, se pregunta Yandiola.

      Una de las puertas de uno de los armarios está bloqueada por una de las butacas, de manera que Juan Antonio Yandiola sólo puede abrir la otra y sólo un poco, porque se choca con el aparador de corbatas de Domingo Torres. Yandiola tiene que apalancarse en la ranura, estirar el brazo y dar manotazos a la ropa colgada para poder cogerla. Se quita el calzón de espaldas a la ventana y dice deberíamos comprar cortinas, ¿no? Se queda a medio vestir y va a abrir un cajón cerrado bajo llave. No, no creo que debamos comprar cortinas. Ni que tuviéramos algo que ocultar, dice Domingo Torres sin abandonar sus cálculos. Yandiola saca una carta con las marcas de haber estado doblada en tres partes. Cuando va a cerrar el cajón no lo cierra, y esa dejadez le reconforta. Se sienta frente a Domingo Torres, se acerca la escribanía de plata y coge un papel limpio. Saca las gafas de su nueva funda de madera y esmalte, se las pone y escribe. El peso del caballete en la nariz lo dota de esa profesionalidad llevadera y natural, a la que no se le da importancia, de los expertos. Las lentes le fabrican una habitación llena de ángulos y un Domingo Torres nítido con el que comparte escritorio y silencio. Yandiola ve la intimidad. Piensa esta intimidad de calzoncillos y conjura es propia de grandes almas. Siente Yandiola una brisa de satisfacción más sutil, más refinada que la del éxito. Es el poder el que respira, imperceptiblemente, como un criado que aguarda. Domingo Torres conduce al centro los primeros montones de monedas para hacer hueco a los siguientes y dice cuidado con lo que le dices al señor Madison. Estará Torres a más altura que yo, o yo más alto, se pregunta Yandiola mientras escribe la primera línea, y se ríe al percatarse de que sin darse cuenta ha escrito Ilustre señor don James Madison: Mis ángulos responden favorablemente.

      II

      CONSPIRAR Y ENAMORAR SON LO MISMO:

      LA PROPAGANDA DE LA LIBERTAD

      10

      José Vargas tenía pensada la respuesta: Dos hombres de honor. Los dos han quedado satisfechos, dice al preguntarle Lasso ¿cumplió usted?, porque José Vargas sabe que Lasso no lo cree un hombre de honor y que lo seguirá de cerca. También tenía pensada su expresión: la cabeza un poco gacha y la mirada amplia y constante en los ojos, la voz baja pero nítida. Lasso tarda en asentir. Pensé que lo encontraría en su casa. ¿Qué hace usted aquí?, le pregunta, y Vargas activa su segunda respuesta: Señor, un pobre, aunque tenga dinero, sigue siendo pobre. Yo no sé ponerme un traje ni comer en un restaurante. Con la cabeza dibuja un lento arco, señalando a los pedigüeños del otro lado de la calle. Estos son mis amigos, dice, y a Diego Lasso le asoma por los hombros una dignidad intrusa, de caballero, nueva y brillante. Se siente rico. El miércoles tenemos que vernos otra vez, ordena. La cosa se precipita, dice arrancando un hilito que sale de la abertura del guante. De pronto no está a gusto al lado de José Vargas. Le molestan el roce de sus harapos y la visión cercana de sus poros tachados de barba enquistada, su cálido hedor. Vendrá usted a la Plaza de Santa Ana el miércoles entre las nueve y las diez. ¿De la mañana o de la noche? De la mañana, de la mañana. Así haré, señor, dice José Vargas cerrando pesadamente los párpados. Diego Lasso se toca la visera del sombrero y se va. Su nuevo instinto le acaricia los labios y la punta de los dedos. Saca un real y sin detenerse lo lanza en el hatillo de una pedigüeña. A sus espaldas escucha dios se lo pague. Está colmado,


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