Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar


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de una marca que nunca supimos cuál era ni nos importó y existíamos nosotros mirándonos los unos en los otros, bebiendo para parecernos cada vez más los unos a los otros, y era agradable no ser yo, beber y dejar un poco de ser yo, beber para ser Fernando y un trago más largo para ser David y, sobre todo, un trago infinito para no ser Gustavo el hijo de Dolores, Loli, y de Mariano, el de la papelería. Y ya no he dejado de beber casi ni un solo día de mi vida, y no sé si eso me convierte en alcohólico y ya no importa nada. Pero, siempre que he estado con gente, he estado con una copa en la mano, y ha sido el talismán con el que he podido parecerme a ellos, y hablar de cosas que me importaban una mierda, y reírme mucho de lo que los demás decían; y también he estado borracho, es decir, he sido un poco menos yo y un poco más lo que se supone que debe ser un ser social y divertido, cuando he ligado, cuando he tenido que demostrar a las mujeres que yo merecía la pena ser comprado, y creo que sin el alcohol no hubiera salido nunca de mi casa y jamás habría hablado con toda esa gente que ya se queda atrás para siempre, con sus copas en la mano, con sus cervezas en la terraza del bar, con sus gintonics en la madrugada de la música. Cerveza, vino blanco, vino tinto, ronlimón, roncola, güisquicola, vodkaconaranja, chupitodetequila, escocésconhielo, maltasinhielo, gintonic… “Te queremos, Gustavo”. Es como una despedida, toda mi biografía está en esos vasos de alcohol, todas mis edades, todos mis amigos, todas las mujeres. Veo a todos despedirse de mí desde los bares en los que tantas horas he pasado, “te queremos, Gustavo”; beben y se despiden de mí sin conocerme, y siguen charlando animados por el alcohol, porque el alcohol es un alma de cinco grados, de doce grados, de cuarenta grados, un alma de felicidad que nos ha unido. Y por eso las llaman bebidas espirituosas, porque no había alma en ninguno de nosotros sino el alma del alcohol. Yo era feliz siendo otro, con ese pedacito de alma prestada, siendo un bebedor simpático y parlanchín. Yo era un genio, no sé si lo he dicho. Todos lo decían. Un genio. Adicto a mí mismo, y toda la vida intentando dejar de hablarme, dejar de escuchar esta voz.

      Tampoco sé cómo hubiera sido mi vida sin drogas. Si el alcohol era el alma que ingería para habitar entre mis semejantes, era la marihuana el alma con la que me aislaba. También era una forma más de borrarme. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Hubo un tiempo y un discurso en el que eso se podía defender, en el que molaba esa actitud; o a lo mejor no era un tiempo sino una gente: hubo una vez gente que decía esas cosas. Que, además, decía molar. Reconozco haberlo hecho. Yo era de esa gente. Reconozco que esos tópicos sobre “ser diferente”, “salir de la masa” y “escapar de la rutina” han salido de mi boca. Me retuerzo de vergüenza si intento recordar alguna situación concreta en que lo hice. Y esa vergüenza se vuelve dolor agudo, pistola en la sien, si alguna escena de mí mismo diciendo algo similar a mi padre, rechazando sustituirle al frente de la papelería, rechazando el trabajo seguro, estable, que él me había preparado durante años, aparece en algún rincón benditamente oscuro de mi memoria. Supongo que por eso estoy aquí. Como si lo hubiera estado desde siempre. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto. No sé cómo puede vivir la gente sin ser culpable. No sé si esto tiene que ver con el catolicismo. Es un gran acierto, lo de la culpa, y el catolicismo; cómo no iba a triunfar un relato que dice que todos somos culpables, desde que nacemos, desde antes de nacer, y que somos culpables todo el tiempo, por todo lo que hacemos y por todo lo que no hacemos. Podría estar aquí, esperando para entrar en un absurdo frigorífico, lo mismo que podría estar en un monasterio, haciendo voto de silencio y de pobreza. Antes decía que este sitio me recordaba a un centro de desintoxicación, y por eso me puse a hablar de mis adicciones. Pero la verdad es que esto también podría parecerse a un monasterio, a un seminario: gente que quiere dejar el mundo, que quiere renunciar a todo, para entregarse a una fe, a Dios, al dios del frío. Esto sería una confesión. Este documento, que hace las veces de alma que será archivada esperando la resurrección de la carne, es la confesión diaria y pormenorizada de un seminarista, de aquel que ha visto la luz. Yo era ciego, y ahora veo. Podría estar confesándome eternamente, me faltarían vidas para confesarme. La culpa y la vergüenza, esos son los dos únicos idiomas con que me habla esta voz incesante. Solo paraba con las drogas. No sé por qué hablo en pasado, cuando basta que estire la mano para palpar la bolsa de marihuana que tengo aquí al lado, como una mascota fiel a la que se acaricia buscando consuelo o compañía.

      No sé cuántos años tenía cuando empecé, y no importa, porque no se trata de años ni de historias. No hay causalidad con la marihuana, solo hay una nube, humo. Un joven, vale; yo, vale, Gustavo, sí, pongamos quince años o dieciséis años, qué más da. Salía de la casa de mis padres con mi camiseta negra de Iron Maiden o de Slayer y mis vaqueros ajustados y mi pelo largo y mis negras botas Converse pagadas por mi madre con un suspiro de admiración y de incomprensión al ver su precio, y salía con mi cara de asco por la cara de mi madre y por la cara de mi padre, y salía siempre con prisa por estar en esa casa que olía de una forma que yo no sabía todavía que olía porque era mi casa y uno solo descubre cómo huele una casa cuando ya no vive en ella, y salía de ahí, me alejaba de mi madre que no trabajaba, como no lo hacía ninguna de las madres de mis amigos, y se pasaba la mañana comprando y cocinando y limpiando, comprando para mí, cocinando para mí, y limpiando para mí, y siempre con la radio puesta; todo el tiempo sonaba la radio en aquella casa de opacas cortinas pesadas y muebles oscuros y seguramente mucho más caros de lo que yo pudiera imaginar, aunque yo entonces no tenía ni idea de muebles y creía no saber nada de dinero, porque no me importaba ni lo necesitaba. Y salía de aquella casa sin poder siquiera imaginarme cómo era yo visto por mi madre y por mi padre, cómo veían a su hijo que había tenido un año, y que había tenido tres años, y todos los años que tienen los niños cuando son todavía parte de sus padres, antes de ser unos extraños. Salía de aquella casa que se llenaba de suspiros y de miradas en silencio de mi padre a mi madre y de mi padre a mí, y de mi madre a la puerta que se cerraba detrás de mí. Yo salía de allí “egohólico” perdido, lleno de mí y de canciones que no tenían nada que ver con la radio que sonaba en mi casa, ni con los discos de Julio Iglesias en el mueble del salón junto al aparato de música enorme y de una calidad que ahora es impensable y ridícula, para reproducir aquellos discos de Julio Iglesias, de José Luis Perales, de Mocedades, discos que yo escuchaba seguramente cuando tenía cinco años, cuando no había colegio y ayudaba a mi madre a limpiar la casa o a doblar la ropa, cosas de las que no me acordaba cuando salía de mi casa, de las que no tenía que acordarme para nada, porque yo tenía que salir de aquella casa y recorrer las calles de Ávila como si con cada paso de mis Converse estuviera insultando a esa ciudad de mierda, como si cada mirada que algún vecino me dedicaba fuera un insulto que yo recibía agradecido, porque todos eran unos viejos y unos fachas de mierda en esas calles y yo era un genio, eso lo decían todos, “Gustavo es un genio”, y todos los profesores me tenían miedo, y eran una panda de estúpidos que no me llegaban ni a la suela de las Converse y ninguno de ellos había escuchado el último disco de Manowar, y todos vestían pantalones de tela, porque todavía no había llegado la época en España en que los adultos respetables podían llevar vaqueros, y ser adulto significaba llevar camisas bien planchadas y pantalones de tela y horribles zapatos de cuero negro, de polipiel marrón. Aunque todo eso lo pienso ahora, porque antes simplemente no existían, ni creo que me fijara en sus zapatos ni en sus pantalones, ni sabía lo que era la polipiel; porque simplemente no existían, estaban ahí, y eran un decorado inexplicable, que había estado desde siempre, desde que nací; y yo estaba demasiado absorto en mí mismo, en mi melena y mis ajustados vaqueros elásticos, como para ponerme a intentar pensar en el significado de todas esas cosas, en los rostros de todas esas personas cuya única misión en la vida era joderme de una u otra manera. Y entonces yo salía de mi casa y recibía como una caricia de odio todas esas miradas de los viejos de Ávila y cruzaba calles y salía por la Puerta de la Santa y hacía el Paseo Rastro y en el césped al pie de la muralla estaban David y Fernando, y el hermano mayor de Fernando siempre tenía hachís, y Fernando limaba un poco, con mucho cuidado, el talego de su hermano y nosotros nos fumábamos esas virutas miserables con la espalda apoyada en la muralla, mirando el horizonte y preguntándonos al principio de forma obsesiva, “¿te sube?”, “¿notas


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