Nación Vacuna. Fernanda García Lao

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Nación Vacuna - Fernanda García Lao


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lengua, empastó su discurso. Papapapapá. Arengas como detonaciones sin balas. Sin voz los dejamos. Estuvimos de acuerdo en bajar el volumen de las bocinas y no responderles más.

      Hasta hace poco, les mandábamos un barco de carga con enseres. Quedaban cajones flotando, llenos de conservas, cerca de la costa corrompida. Nadie quería aventurarse al contagio. Pero hace un año la prensa oficial instaló la idea de suspender la ayuda a los sobrevivientes. Estamos dilatando lo inevitable, dijeron. Y el pueblo les dio la razón. La salud es prioridad, la economía. El sacrificio de unos pocos bien vale el bienestar general. Allá quedaron los héroes apestados y los muertos. Acá, los paladines del bienestar. Un océano en el medio.

      Un grupo de mustios en contra del olvido se manifestó en cueros frente a la Gobernación. Fueron detenidos. Para olvidar la contienda, la Junta sugirió evitar las conversaciones y las prendas de color verde. Se quemaron gorras, viseras, cantimploras. Decidieron jibarizar el tema: la inicial devoró a la palabra. Estoy seguro de que ya nadie recuerda a qué refiere la M, exactamente. Es como la B de Juan B. Justo. Un adorno de la fonética.

      Los familiares de las víctimas debieron entregar las fotos de los finados, bajo amenaza de multa o cárcel. Se hizo una pira nacional a cielo abierto y cientos de rostros ardieron durante la noche. El firmamento brilló con esas muertes. Menos mal que ganamos, dijo papá. Si no, imaginate.

      AFIRMATIVAS

      Ayer la luna estaba naranja. Y no la vi. Anduve con la vista baja. La mirada en ángulo, sin enfoque, de apuro. Ahora, solamente, solo, con un té que se enfría, miro el cielo vacío. La fiesta se ha retirado del horizonte. La luna ha vuelto al redil. ¿Y si el mundo no existe? Tal vez, es una estrella muerta que vemos con atraso. Este momento es prehistoria. El presente mide cien metros. Abro la boca y se termina.

      Planes me llama a su escritorio. Me pregunta si improviso las respuestas. Le miento y digo que no. Entonces me acusa de no distinguir el bien del mal. A mí, que he pasado la vida distinguiendo. No hago otra cosa. Aprendí a provocar variaciones morales de distinto tenor desde chico. Hago silencio sosteniendo su mirada. Me recuerda que fui contratado por recomendación de mi tío. Me amenaza con una suspensión sin goce. No logra conmoverme. Cuando cierro la puerta, lo veo buscando mi expediente con nerviosismo. Sus dedos como manitas de cerdo, duras y torpes, se traban en el archivo. Se le frunce la boca como si fuera una almeja a punto de parir una perla.

      Acá en Rawson estamos los privilegiados. Eso dice papá cuando lo visito. La miopía te salvó de la guerra, me repite. Parece que sigue frustrado porque estoy vivo. Hubiera preferido un soldadito muerto a este burócrata de sueldo bajo que lo mira de costado. Cuando empieza con acá, en Rawson, no quiere hablar de las M, ni de mí, sino instalar otra conversación. Es el prólogo para criticar a mamá, que nos dejó y se fue. Papá nunca la menciona directamente. Hacemos una pausa. Él toma su ginebra y yo, mi café. La cocina huele mucho. Cuanto más se obstina uno en tapar el olor a sangre, más se siente.

      Después de la partida de mamá, yo también me fui de casa. Ya tenía mi vacante en el Anexo. Al verse solo, papá regaló el contenido completo de la biblioteca. No está bien que un carnicero tenga una, dijo. Mejor me enfoco en el negocio. No era una idea original. Según el Manual del Buen Ciudadano, los trabajadores han de mantenerse vírgenes de opinión. El fluir de la conciencia, la libre asociación semántica, son motivo de desconfianza. O de arresto domiciliario. Yo guardé un libro de mamá al que miro cada tanto. El diccionario etimológico es un espécimen extravagante. Un fenómeno de nostalgia. Lo quise porque olía a ella. A tinta húmeda, a oración fúnebre un poco genital. Busco Madre y sus derivados: comadreja, matriz, metrópolis.

      Ya empezaron a llegar los primeros datos a la máquina central. Fichas que hay que clasificar como si fueran posavasos. Teodolina supervisa y después se va. Planes nos convoca después de almorzar a la Sala de Juntas. De las mil candidatas, quedaron doscientas. Las ubico en cajas numeradas de color marrón. De las doscientas, por puntajes, debo eliminar a las mayores de cuarenta, a las propensas y a las tibias. A las estériles. Planes es un efectista. De ese modo, dice, llegaremos a las Afirmativas. Las únicas que accederán a otro tipo de vida. No sabemos cuál ni nos importa.

      Me escucho el corazón como un reloj neurasténico. La vida se me agolpa en el pecho. Tecleo, clasifico. Pura desinteligencia artificial. Veo mi mano triturando mujeres, tirando fichas a la basura. Desde el tacho parecen reírse de la mano que las fracciona, de la desgracia, de mí. Sigo siendo el afilador.

      Sala de reuniones. Teodolina explica que las semifinalistas serán quince. Abandonarán sus cámaras comunes y vivirán en este sector. Evaristo, Erizo y yo seremos los encargados de su mantenimiento y aprendizaje. A cada uno, cinco candidatas. Erizo es la única con conocimientos de enfermería, así que nos conviene exprimirla. Cualquier inconveniente, a ella. Alguna candidata se puede brotar. Se alojarán en una habitación común y tendrán guardia permanente en la puerta. Imagino las quince camitas en un pasillo angosto. El mismo cuerpo reproducido, papel carbónico. Mujeres oscuras o pliegos de carne blanda.

      Teodolina habla tan mal que hay que imaginar los faltantes en su sintaxis. Es una gordita con pretensiones. El escote siempre abierto. Uno podría introducir un termómetro ahí y dejarlo firme como un puñal. Mi tío Evaristo no dice nada. Se mantiene distante y aletargado. Con la mirada perdida. Yo tampoco opino. Prefiero estar seguro, antes. Las opiniones no me nacen. Me dan asco. Lanzar por ahí oraciones propias no es para mí. La ambigüedad es una cama caliente.

      Nos quedamos en silencio, con la certeza de que no hay nada más que decir, que es mejor no decir nada. Las palabras son aplastadas antes de formarse. Incógnitas que cada uno guardará en su cabeza como si fuera mermelada en un frasco. Después, nos perdemos por el edificio, asqueados de vernos. Pero siempre es posible escuchar una respiración apurada, el golpe de dos cuerpos contra las puertas de vidrio esmerilado. Manchas que jadean y salpican de semen las instalaciones. Las rutinas administrativas no apagan los contoneos sexuales, el erotismo burocrático. La lengua endulza los expedientes, el pubis grasiento de las secretarias humedece las sillas de cuerina donde se sientan los miembros de la Junta para aceitar sus nalgas. Así las horas se perciben menos insulsas.

      El verano pasado pedí tomar mis vacaciones en Buenos Aires. Quería ver a mamá. Me fue concedida una semana. Cuando llegué, los cables y las antenas viejas me generaron una extraña sensación de pérdida. Un susto eléctrico me desbandó el corazón. Además, la basura y el raterío a sus anchas. Caminé hasta el edificio de ella. Una cola de dementes esperaba turno y subía por la escalera hasta su departamento de psiquiatra zonal. Los alienados no me dejaron entrar. No se cole, dijo una maniática mal duchada. Sentí miedo. No sé qué me asustó más, si su ira o el error en la conjugación. Volví a Rawson esa misma noche sin ver a mamá. Para no llamar la atención dormí en la playa y no aparecí por el Anexo hasta que fue tiempo de reincorporarme. Esos días fueron los únicos que he vivido libre. Fuera de procedimiento.

      Soñé con las M. Que disparaba un fusil y la bala estaba mal. Venía hacia mí perforando el ojo. Me dejaba el hueco sin mirada. Solo veía el color púrpura que nublaba el mundo. Papá sangre, mamá sangre, Rawson teñida. Ni en sueños sé matar.

      Regreso a la dependencia y Planes pide memorándums. Menciona filtraciones imprudentes. Parece un lobo viejo de mar, mal vestido y hediondo. Teodolina entrega un sobre abultado con resultados clínicos. Ahí está la respuesta de la ciencia. Las mujeres con colesterol alto quedaron afuera, aunque hubieran sido ilusionadas por la Tarea. Demasiado bestiales, aceitosas.

      A eso de las seis de la tarde, cuando la noche tiñe la vista, las descartadas son subidas a micros de color azul oscuro. La fila de señoritas que no pasó el Test espera frente a cada puerta. Las veo subir. Sus piernas enfundadas en medias de licra transparente. Los mocasines exactos. Una valijita beige. Las luces de los micros se apagan cuando se cierran las puertas. Las caras en penumbra apenas se distinguen en la ventanilla. Me da por saludar. Cada vehículo que se aleja es mi madre yendosé.

      Termino de masticar mis


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