Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje. Elizabeth Lane

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Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje - Elizabeth Lane


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La cortina de agua, empujada por el viento, los salpicaba sin clemencia.

      –¡Pisa el acelerador, Gideon! –gritó Harris, por encima del ruido de la tormenta–. ¡Los elefantes no van a estar ahí todo el día!

      –¡Pero si está lloviendo! –protestó Megan, que estaba temblando por lo mojada que tenía ya la ropa.

      Harris se giró y le sonrió divertido.

      –¡Disculpe, señorita, pero eso a los elefantes les importa un pimiento!

      Ver descender a los elefantes hasta el río había sido increíble, pero Megan estaba calada hasta los huesos, y se llevó una grata sorpresa cuando llegaron a su destino. Había pensado que dormirían en una tienda de campaña, y en vez de eso se encontró con que se alojarían en un complejo turístico de lujo con bungalows.

      Lo que no le hizo tanta gracia fue descubrir que Harris había malinterpretado su relación con Cal. Había reservado un bungalow para los dos con una sola cama.

      –No te preocupes; me ocuparé de eso –le dijo Cal–. Mientras te das una ducha y te cambias iré a hablar con el gerente; seguro que tienen algún bungalow libre.

      Cuando se hubo marchado, Megan entró en el cuarto de baño y se desvistió. Aquello era la gloria, pensó mientras se daba una ducha caliente, pero no debía acostumbrarse. En los campos de refugiados muchas veces tenía que apañárselas con un cubo de agua fría, y hasta eso allí era un lujo.

      Cal le había prometido que le dejaría volver a Darfur si superaba los ataques de ansiedad. Quería volver, tenía que volver. Dedicarse a aquellas pobres gentes que no tenían nada había hecho que sintiese que su vida tenía un propósito después de que todo su mundo se hubiese derrumbado.

      Había sido tan ingenua que no había descubierto lo del desvío de fondos de la fundación hasta unos días antes de que Nick se suicidara. Había dado por hecho que su marido era rico, y había gastado dinero alegremente. ¿Cuánto del dinero robado había pagado su extravagante estilo de vida? No tenía forma de saberlo, pero, aunque no pudiese devolver el dinero, al menos podría compensar a las personas a las que estaba destinado ese dinero poniéndose a su servicio.

      Ya se había vestido y estaba secándose el corto cabello cuando llamaron a la puerta. Era Cal.

      –No ha habido suerte –le dijo–. Por lo visto esta noche ha llegado un grupo grande de turistas y no les queda ningún bungalow libre. Incluso les he preguntado si no tendrían una cama supletoria; nada.

      –¿Y no podrías compartir bungalow con Harris?

      –Él también tiene solo una cama. He ido a decirle que se había equivocado al hacer la reserva y el viejo granuja se ha limitado a sonreír y a decirme que no ve dónde está el problema y que saque provecho –paseó la mirada por el bungalow, que salvo por el cuarto de baño, era una única habitación en forma de L. Cerca de la ventana había un sofá y dos sillones alrededor de una mesita baja–. En fin, dormiré en el sofá.

      Megan comprendió que no le quedaba más que aguantarse.

      Mientras Cal se duchaba, abrió la bolsa de la cámara digital que él le había comprado en Arusha y se puso a hojear el manual de instrucciones.

      Unos minutos después salió del baño recién afeitado, peinado y vestido con unos vaqueros y un polo de manga larga. A pesar de su atuendo informal, su porte, llevara lo que llevara, siempre tenía un aire elegante.

      –Pareces salido de la portada de la revista GQ.

      Él sonrió.

      –Y tú Ingrid Bergman en ¿Por quién doblan las campanas? –respondió–. ¿Nos vamos a cenar?

      Todavía estaba lloviendo, pero había un paraguas en un rincón de la entrada. Cal salió al porche y lo abrió para resguardar a Megan mientras cerraba la puerta con llave. Luego se aventuraron bajo la lluvia por el camino de ladrillo hasta el restaurante.

      El complejo turístico había sido en sus orígenes una plantación de café cuyos propietarios alemanes se habían exiliado al final de la Primera Guerra Mundial. Los jardines y algunos de los antiguos edificios se habían conservado, y habían sido magníficamente restaurados. Un alto muro de ladrillo rodeaba la propiedad, protegiéndola de los animales salvajes.

      Harris estaba esperándolos en el restaurante. Ya estaba contento por el whisky que había estado tomando, y les hizo la cena muy entretenida con sus anécdotas. Megan agradeció su presencia, porque le evitó estar a solas con Cal y le ahorró la conversación incómoda que seguramente habrían tenido. Le caía bien el viejo pícaro, a pesar de su propensión al alcohol y las palabrotas. Incluso cuando flirteó con ella descaradamente se lo tomó con buen humor.

      –¿Quiere acompañarme al bar a tomar una copa antes de retirarse? –le preguntó Harris guiñándole un ojo cuando el camarero se llevó los platos del postre–. Incluso podríamos dejar que viniese el rancio de Cal si nos lo pide con amabilidad.

      –Gracias, pero apenas puedo mantener los ojos abiertos –dijo Megan levantándose–. No puedo hablar por Cal; a lo mejor a él sí le apetece esa copa.

      Los dos caballeros se habían levantado por cortesía con ella, y Cal le dijo a Harris:

      –A mí tendrás que disculparme también; ha sido un día largo y sé que querrás que mañana salgamos temprano.

      –¿Por qué?, ¿dónde vamos mañana? –inquirió Megan.

      –Espera y verás –la picó Cal–; así es más divertido.

      Cuando salieron, la lluvia había cejado y las nubes se habían alejado, dejando tras ellas un cielo cuajado de estrellas. De las hojas de los árboles caían gotas de lluvia mientras regresaban a su bungalow.

      –¿A qué hora nos espera Harris mañana? –le preguntó Megan.

      –Sobre las seis. Es mejor salir temprano si queremos ver animales. Puede que se pase la mitad de la noche bebiendo, pero no te preocupes, mañana será el primero en levantarse.

      –Conoces muy bien a Harris. ¿Cómo lo conociste?

      –En parte fue cuestión de suerte. Hace unos años llevé a uno de nuestros principales donantes a ver algunos de nuestros proyectos en África. Era aficionado a la caza, y quería ir de safari mientras estuviera aquí. Harris estaba disponible y le contraté.

      –¿Y tú también cazaste?

      –No, yo solo los acompañé y tomé algunas fotos. Harris pensó que era un blandengue, y seguramente lo sigue pensando, pero nos hicimos amigos. Desde entonces le he mandado a otros clientes, pero lo de la caza nunca ha ido conmigo; abatir a esos hermosos animales solo por diversión…

      –Vaya, eso me gusta de ti –le dijo Megan con sinceridad–. Y ahora que lo pienso, todavía no te he dado las gracias por «ordenarme» a venir a este safari. Hasta ahora ha sido increíble.

      Megan esperaba que él dijera algo, pero Cal se quedó callado y se recordó que no la había llevado allí por placer.

      –He estado pensando –continuó ella– que si intentas dormir en el sofá, como eres tan alto, estarás muy incómodo y no dejarás de moverte en toda la noche, y no dormiremos ninguno de los dos, así que mejor dormiré yo en él y tú te quedas con la cama. Yo soy más bajita y después de haber estado trabajando en campos de refugiados puedo dormir en cualquier parte. Fin de la discusión.

      –De acuerdo –respondió él tras un breve silencio–. Me inclino ante tu sentido común. Pero por lo menos, para que no me sienta mal por mostrarme tan poco caballeroso, elegirás tú primero la almohada que quieras.

      Habían llegado al bungalow.

      –¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? –le preguntó Megan mientras abría la puerta–. Por decirme eso no vas a estropear ninguna sorpresa,


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