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Читать онлайн книгу.cuarto. Iré a verte y… ¡Oh, Andrew, si sólo supieras cuánto te deseo y cuánto te necesito!
—¡Mi pobre Daisy! Pero no podíamos seguir como estábamos. ¿Cómo iba yo a saber que Elsie habría de morir sólo seis meses después que te casaste?
—El destino estaba en contra nuestra— dijo la Condesa con un sollozo ahogado—. ¡Pero ahora volveré a verte! ¡Si supieras cuánto te he echado de menos! Nunca ha existido un hombre tan apuesto y tan atractivo como tú.
Se detuvo un momento y después bajó la voz para decir en forma apasionada:
—¡Nadie! ¡Nadie en el mundo puede ser un amante más maravilloso que tú!
Grace sentía que se había vuelto de piedra.
Entonces se hizo el silencio y comprendió que el Duque estaba besando a su madrastra. Un momento después, oyó que la puerta de la biblioteca se cerraba y se dio cuenta de que se había quedado sola. Se había quedado sentada, sin moverse. Su mente, adormecida no lograba captar del todo lo sucedido, como si se resistiera a comprenderlo.
Al fin, se encaró a la verdad.
El Duque era amante de su madrastra y lo había sido desde antes que se casara con su padre.
Cuando su padre volvió a casarse, a Grace no se le había ocurrido pensar en su madrastra como una mujer atractiva.
Había leído, sobre todo en los libros escritos en francés, acerca de mujeres maduras que buscaban el amor en forma dramática y casi siempre trágica, pero nunca imaginó que ello pudiera suceder en su propia casa.
Su padre era un hombre un tanto severo, y como ella era la más pequeña de la familia, desde que era niña le había parecido un hombre muy viejo.
Su madre lo había amado y habían sido felices, pero cuando el Conde se casó por segunda vez, trataba a su nueva esposa, que era mucho más joven que él, como si fuera una niña a la que hubiera que mimar y proteger.
Grace se parecía mucho a su madre, quien había tenido una salud muy precaria desde que ella nació.
Sólo cuando murió, Grace se dio cuenta de que su madre había sido una perfecta compañera para ella y se sintió perdida y solitaria sin su compañía.
Fue entonces que su padre había sido cautivado por una mujer decidida y mundana. Grace comprendía ahora el motivo de que instintivamente desconfiara de su madrastra y por qué, con tanta frecuencia, las cosas que ella decía le sonaban falsas.
Cuando al fin salió de su escondite en la biblioteca había sentido las piernas rígidas de pronto. Su alma había envejecido muchos años desde el momento en que tomó los poemas de Lord Byron del anaquel.
Volvió a poner el libro en su sitio y, al mirar el lugar donde su madrastra y el Duque habían estado de pie y se habían besado, comprendió que jamás consentiría en casarse con un hombre que no la amaba.
«¿Cómo pudieron hacer una cosa así?» se preguntó a sí misma y se estremeció, porque lo sucedido le había impresionado mucho.
Había subido entonces a su dormitorio y, como no deseaba que nadie se diera cuenta de lo que estaba sintiendo, cuando llegó el momento de cambiarse para la cena lo hizo en forma acostumbrada.
Bajó al comedor, y al observar a su madrastra y al Duque, le pareció presenciar una obra teatral en el escenario, de argumento muy desagradable, de la que ella era la única espectadora.
Su padre se había mostrado encantador. Hizo el papel de anfitrión con una alegría que le revelaba a Grace lo contento que estaba de que alguien tan importante como el Duque fuera a convertirse en su yerno.
«¡Si sólo supiera!», se dijo a sí misma Grace.
Por primera vez, vio a su madrastra, no como alguien que tenía autoridad sobre ella, sino como a una mujer inmoral. ¡Y se percató de sus atractivos, aunque la detestó por exhibirlos!
Ahora se daba cuenta, observándola, de que había algo en su forma de hablar, en la expresión de sus ojos y en la manera con que movía sus blancos hombros que resultaba muy revelador.
Pero aquello tenía significado, admitió Grace, sólo para quien tuviera la clave del acertijo, el plano del laberinto.
Cuando subió a su cuarto y se preguntó qué podría hacer para salvarse de un matrimonio que ahora le aterrorizaba, comprendió que la única solución posible era huir.
¿Cómo podía lastimar a su padre diciéndole la verdad? Y si la callaba, ¿cómo podría explicar su negativa a contraer matrimonio?
Sabía muy bien que sus protestas serían ignoradas y se atribuirían a los nervios y a una virginal modestia.
Se vería camino al altar con un hombre a quien ella no interesaba como persona, sino sólo como escudo para poder hacer el amor con su madrastra.
Y como sabía lo que ambos intentaban hacer esa noche, Grace no había soportado quedarse un instante más en el Castillo.
Aunque dormía un piso arriba de su madrastra y en una parte diferente del edificio, no hubiera podido conciliar el sueño, imaginando escuchar los pasos de ella al dirigirse a la habitación de su amante.
«¡Debo escapar! ¡Debo escapar!» se había dicho.
La dificultad era: ¿A dónde podía ir?
Ninguno de sus parientes la protegería; todos se mostrarían escandalizados de que pretendiera dejar plantado en el último momento, a alguien tan importante como el Duque.
Sus amigas se mostrarían igualmente renuentes a ayudarla. Pensó cómo se enfadarían las diez jóvenes que su madrastra había escogido para damas de la ceremonia entre las familias más importantes del país.
Grace se estremeció.
A esas alturas, todas habían comprado y pagado sus costosos vestidos. Ya se habían ordenado los ramos de flores que llevarían, y los broches que se les iban a obsequiar, con las iniciales del Duque entrelazadas bajo una corona, se encontraban listos en el Castillo.
Después de la ceremonia, los arrendatarios de las tierras del Duque se reunirían en un amplio cobertizo y ya se habían colocado allí los grandes barriles de cerveza y las mesas ante las cuales se sentarían durante la fiesta de bodas.
¿Cómo podía cancelarse todo eso?
¡Pero ella sabía que tendría que hacerse!
La única forma de estar segura de que el matrimonio no se realizaría era desaparecer.
Si no había novia, toda la maquinaria que se había puesto a funcionar para la ceremonia del matrimonio tendría que detenerse.
Durante toda la cena, la misma pregunta le daba vueltas en la cabeza:
«¿Adónde puedo ir? ¿Adónde puedo ir?»
Otra parte de su mente había advertido la curva sonriente de los labios de su madrastra, el desagradable brillo de los ojos del Duque y la animada conversación de su padre, que hablaba de asuntos de política.
—¿Champaña, milady?
El tono impaciente del mayordomo le hizo comprender que ya le había hecho antes la misma pregunta.
Entonces, de pronto, recordó… ¡Millet!
Había sido su madrastra quien despidió al viejo Millet, porque no le simpatizaba y aseguraba que ya no hacía su trabajo correctamente.
Millet había sido siempre parte de la familia y era inconcebible que fuera despedido después de casi treinta años de servir en el Castillo.
Pero su madrastra prefería sirvientes que le ofrecieran su lealtad a ella y no al Conde. Había existido, además, otra razón: los sirvientes sabían demasiado, hablaban, pero los que ella contratara, en cambio, no se escandalizarían de nada ni la delatarían.
Al recordar a