Sangre helada. F. G. Haghenbeck

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Sangre helada - F. G. Haghenbeck


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orinado.

      —Si intenta algo, lo que sea, le reventaré la cabeza a balazos.

      Karl von Graft alzó los hombros aceptando la transacción. Él no planearía una fuga en medio de la nada, y ellos le dejarían mear sin mayores complicaciones.

      —¿Le quito las esposas, señor? —preguntó el soldado.

      —Sólo para que pueda buscarse el miembro. Cuando termine, lo vuelves a esposar para entrar a comer —dio la orden el capitán por fin despojándose de sus lentes oscuros.

      —¿Y el cigarro? ¿Me lo gané?

      —Ya lo veremos… —terminó apurándolo con la mano para que fuera al mismo lugar donde el cabo orinó. No necesitó decirlo dos veces: Karl von Graft fue al mezquite y descargó un minuto de líquido amarillo que dejó vapor en el aire. El perro le gruñó al ver ensuciado su lugar de descanso. Agarró su hueso de calavera para arranarse entre los magueyes. Las gallinas le siguieron, alejándose de los hombres.

      El sujeto del sombrero fedora regresó dando brinquitos para acomodar su pantalón. Se plantó frente al militar y trató de poner su mejor cara. Era un gesto burlón y sarcástico.

      —¿Un par de fumadas? —pidió el prisionero. El oficial miró el cigarro que estaba fumando: le quedaba apenas un respiro a la colilla. La aventó al piso. Von Graft desesperado se dejó caer en rodillas para alcanzar los restos del tabaco y poder darle una par de caladas antes de que se consumiera por completo.

      —Ponle las esposas… —le ordenaron de nuevo. El cabo alzó al aire las cadenas disfrutando el momento.

      El alemán, hincado en medio de la nada, cerró los ojos y murmuró:

      —Scheiße…

      Los tres recién llegados se pararon en el umbral de la puerta. Tardaron unos segundos en que sus ojos se ajustaran a la oscuridad del interior del local.

      —¡Cierren la puerta, siñores! ¡Los ventarrones meten tierra! —indicó una voz. Era una mujer indígena de amplias faldas que aplaudía con las manos la masa de maíz frente al comal para hacer tortillas. El cabo atrancó la puerta tras de sí. Así pudieron distinguir el alargado aposento que remataba en una barra de tabique donde un comal calentaba ollas humeantes. Entre frutas y platos sucios, a la mujer la acompañaba una muchacha delgada como vara a punto de tronar y un niño con un ejército de mocos secos debajo de las narices. Atendían a los comensales sentados en sillas de madera frente a diversas mesas decoradas con manteles tejidos. Ante una mesa estaba una familia; su ropa indicaba alcurnia. El padre era un hombre de cara alargada, con tupido bigote que hacía juego con sus redondos espejuelos. Su cabello blanco era abundante. Usaba traje de tres piezas en color cartón, con sombrero de ala corta. La llamativa corbata roja con azul aullaba ante lo gris de su persona. La madre destacaba, en cambio: sin duda había sido un mujerón en su tiempo. Lo sabía y trataba de hacer perdurar esa arrebatadora magia con maquillaje y cabello teñido de dorado. Todo empacado en un entallado vestido carmesí. Las dos hijas parecían haber robado, cada una, el estilo de sus padres: la pequeña tenía su cara salpicada con pecas traviesas y vestido de colegiala virginal, igual de aburrida que su padre. La mayor había ganado todo lo bello de la madre, pero parecía intentar esconderlo con una discreta coleta rubia y un rostro ausente de maquillaje.

      Ante otra mesa los comensales comían frijoles con guisado de pollo en salsa verde. Un hombre de traje y sombrero negro con un rostro marcado por rasgos tropicales. A su lado, un campesino sucio y arrugado que movía su espeso bigote blanco al masticar, y al final, un muchacho larguirucho con camisa corta blanca, seguramente hijo del campesino.

      —¿Capitán…? —saludó el hombre de corbata roja con azul soltando su tortilla para acercarse a los recién llegados.

      —Capitán César Alcocer Bracamonte, para servirle —se presentó el militar ofreciendo su mano para recibir un saludo.

      El hombre de cabello rizado sonrió y sacó su placa del pantalón, presentándose a su vez.

      —Soy el agente de Gobernación Genaro Huerta, capitán —los dos hombres comprendieron que jugaban en el mismo equipo: debido a la declaración de guerra a los países del Eje, la milicia y los agentes de inteligencia de la Secretaría de Gobernación trabajaban hombro a hombro evitando posibles invasiones o detectando espías enemigos a pesar de la enemistad de sus mandos, el general Lázaro Cárdenas y el licenciado Miguel Alemán—. ¿Va para el Cofre?

      —Sí, vamos escoltando un prisionero, el barón Karl von Graft.

      —¿El Chacal de Múnich? —abrió los ojos Huerta quitándose su sombrero y rascándose su maraña de rizos. El seudónimo llamó la atención de todos los presentes que voltearon hacia Von Graft. Para asegurarse de que no lo confundieran, el cabo lo señaló también.

      —La prensa exageró su historia —explicó sarcástico el oficial empujando al prisionero para que tomara asiento en una de las sillas desocupadas. Éste se quejó:

      —Estoy aquí… Y por si no lo notaron, puedo escucharlo —sin embargo su comentario no pareció haber sido tomado en cuenta.

      —Cabrones espías nazis. Deberían matarlos a todos por hundir nuestros barcos… —gruñó el agente Huerta escupiendo a los zapatos de Von Graft.

      —Tres comidas, seño —ordenó el cabo sentándose al lado del prisionero.

      —Llévales tortillas, mijo —ordenó a su vez la matrona al niño.

      La muchacha de trenzas de inmediato colocó tres platos con comida. El capitán tomó asiento quitándose su gorra. A su lado, el agente Huerta tomó asiento.

      —¿Y usted, agente? ¿Está de paso?

      —Me toca escoltar a la familia Federmann, aquí presente… —señaló a los rubios en la mesa contigua—. Tuvieron que ir a la capital para arreglar sus propiedades en Chiapas. Tenían unas fincas de café, pero ya sabe que el gobierno expropió todo.

      —¡Fue un robo! ¡Su presidente se apoderó de mis tierras como si fuera un vil ladrón! —profirió de pronto el padre dando un manotazo en la mesa, haciendo saltar los platos.

      —Aquí el único culpable es su primo Hitler —el agente sonrió burlón cerrándole el ojo al colérico hombre—. Él fue quien decidió invadir la mitad del mundo. De otro modo, usted podría continuar viviendo como todo un señorito en su finca.

      El alemán arrojó la silla hacia atrás, levantándose furioso.

      —Ruhig, mein Lieber… —la esposa de aquel alemán colocó una mano en la de su marido—. Tranquilo, Schatz… No frente a las niñas —la voz firme de su mujer lo tranquilizó, devolviéndolo a su asiento. Ella se limitó a alzar los hombros, colocarse un abrigo de piel de zorro y encender un cigarrillo sobre una boquilla dorada como si estuviera en medio de una fiesta de alta sociedad. Karl von Graft la admiró devorándola con los ojos. Al verse descubierto, saludó inclinando su sombrero ligeramente. Ella le devolvió el gesto arrojando el humo.

      —Estamos en guerra, señor Federmann. Las cosas van a cambiar para bien o para mal.

      —¡Hipócritas! Saben bien que sólo se trata de dinero. Quieren sobornarnos para no ir a prisión —el empresario acomodó sus lentes y cruzó los brazos. Estaba escarlata de la cara, como si lo hubieran puesto en el comal igual que las tortillas. Su esposa lo apaciguó con una caricia.

      —Podrá entender el malestar de mi marido —dijo ella—: un agente de Gobernación pidió dinero para no mandarnos al campo de concentración. Tal vez usted sea alguien decente, capitán, sin embargo está rodeado de corruptos.

      —Lo siento, señora. Estoy seguro de que en pocos días quedará resuelta su situación —intentó ser cortés el militar con la bella mujer.

      —Se agradece, capitán. Llámeme Greta… Greta Federmann, para servirle —respondió la mujer extendiendo su mano para saludar al militar. Éste se inclinó para besarla. Hubo un momento íntimo… e incómodo


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