Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane
Читать онлайн книгу.y trabajadora. Dado que va a vivir bajo tu techo, cuanto antes la aceptes, más fácil será la situación para todos, tú incluida.
—Una buena chica, ¿eh? —lo fulminó con la mirada—. ¿Entonces qué es lo que hace pavoneándose con el anillo de un hombre en el dedo y el hijo de otro en la tripa?
—Madre, eso es…
—No pienso aceptarla, Judd. Ella me quitó a Quint. ¡Y ahora se ha apoderado de ti también!
—Tengo que volver con nuestros invitados. Le diré a Gretel que te traiga un té —Judd se volvió y abandonó la habitación. Quería a su madre y se esforzaba por comportarse como un hijo respetuoso. Pero a veces la única manera que tenía de lidiar con determinadas situaciones era marchándose.
Quint era digno hijo de su padre: cariñoso, encantador, impulsivo y generoso. Quizá por eso Edna lo quería tanto. Judd, en cambio, era consciente de haber heredado la naturaleza de su madre: era triste, melancólico, y tan terco y duro como el acero más templado. Cuando ambos chocaban por algo, su enfrentamiento duraba semanas, incluso meses.
Y ahora había abierto la caja de los truenos al casarse con Hannah y meterla en casa. Pero ya estaba hecho y no iba a echarse atrás. Por el bien del hijo de Quint, aquélla era una batalla que estaba decidido a ganar. Sólo podía esperar que Hannah estuviera a la altura del desafío.
Obligándose a poner buena cara, salió al porche. La fiesta se había trasladado al patio, donde los pequeños Gustavson ya estaban jugando. Hannah estaba con sus padres y con el anciano que había oficiado la ceremonia. El vestido de satén de color marfil le estaba algo grande, pero resaltaba maravillosamente sus delicadas curvas. Con su sedosa melena rubia coronada por la diadema de flores, parecía una criatura de otra edad, una especie de ninfa pagana…
—¡Ven a jugar con nosotros, Hannah! —un niño pequeño le tiró de la falda—. ¡Contigo es más divertido!
La joven bajó la mirada a su vestido de novia.
—Lo siento, Ben, pero no creo que…
—¡Por favor! —su expresión habría derretido hasta el granito—. ¡Sólo un ratito!
Vaciló, y luego se echó a reír mientras dejaba su copa sobre un escalón del porche.
Después de quitarse los zapatos, se recogió las faldas y corrió hacia el grupo de niños. Los críos se desparramaron por el patio, gritando de alegría mientras ella intentaba darles caza.
Observando los reflejos del sol en su pelo, Judd sintió un nudo en la garganta. Hannah era una chica tan radiante, tan llena de luz y de vida… ¿Cómo podría sobrevivir en aquella casa?
Tiempo atrás, cuando solía verla con Quint, con sus trenzas y su pobre vestido, más de una vez se había preguntado por lo que habría visto su hermano en ella. Ahora ya lo sabía. Hannah tenía un resplandor interior, una calidez especial que afloraba a la superficie en forma de pura belleza, como la luz del sol al atravesar una vidriera de colores. No se cansaba de mirarla.
Era su mujer, y la madre del hijo de Quint. Dios todopoderoso… ¿qué había hecho?
Hannah permanecía de pie bajo el amplio alero del porche, contemplando distraída las alargadas sombras del atardecer en el patio. La mesa de las viandas ya se había recogido. El vestido de su madre había vuelto al ajuar, a la espera de la siguiente novia Gustavson. Su familia se había despedido y se había marchado a casa. La dura prueba del día de su boda estaba tocando a su final.
Se había tomado su tiempo para deshacer el exiguo equipaje que su familia le había hecho. Le habían guardado la ropa, sus escasos artículos de aseo y unos pocos libros, todas sus posesiones, en un simple saco de tela. Se había sentido ridícula mientras colocaba todas aquellas cosas en la enorme cómoda de cajones y el colosal armario de madera de cedro.
Judd había insistido en que ocupara el gran dormitorio de la planta superior, que antaño había sido el de sus padres. Le había dicho que necesitaría el espacio cuando Quint regresara a casa, y también para el bebé. Sin darle opción a discutir, él había trasladado sus cosas a su antigua habitación, vecina a la de sus padres. El dormitorio de Quint, al final del pasillo, seguía tal y como lo había dejado cuando se marchó. Las habitaciones de Edna y de Gretel estaban justamente debajo, en la planta baja.
Cerrando los ojos, se echó la melena hacia atrás y dejó que la brisa refrescara su rostro sudoroso. En casa, su madre estaría acostando en ese momento a los pequeños. Su padre estaría dormitando en el sillón, mientras Annie y Emma recogían la cocina. Su hermano Ephraim, que soñaba con convertirse en predicador, estaría leyendo la biblia a la luz de una vela.
Su nueva casa le parecía tan grande como un palacio. Pero echaría de menos la alegre calidez de su pequeña granja. Y sobre todo la compañía de su familia.
Desde los barracones que se alzaban detrás del granero, la brisa llevó hasta ella el rasgueo de una guitarra y un leve aroma a tabaco. Cuatro hombres trabajaban en el rancho permanentemente, con algunos más contratados temporalmente para acarrear y marcar el ganado. Hannah todavía no conocía a ninguno. Y cuando se los presentaran, se cuidaría mucho de mostrarse demasiado amable con ellos. Su madre ya le había advertido sobre los vaqueros y lo mucho que podían perjudicar a la reputación de una mujer. Gretel se mostraba tan distante que apenas le dirigía la palabra, y en cuanto a Judd…
Se puso a juguetear con la fina alianza de oro que Judd le había colocado en el dedo. Un estremecimiento le recorrió la espalda cuando evocó su imagen vestido con aquel elegante traje negro, bien peinado, recién afeitado… Evocó también la pregunta que había visto en sus ojos grises mientras se inclinaba para besarla, y el vuelco que le había dado el corazón cuando sintió sus firmes y cálidos labios en los suyos…
Tuvo que recordarse que Judd era su marido, pero sólo de nombre. No la quería; quizá incluso ni siquiera le caía bien. Pero su lealtad hacia su hermano estaba fuera de toda duda. Podía contar con que guardaría escrupulosamente las distancias, evitando toda excesiva familiaridad.
Ese día, Hannah había adquirido un nuevo hogar y una nueva familia. Pero nadie había allí a quien pudiera considerar su amigo. Nunca en toda su vida se había sentido tan sola.
Los grillos habían despertado. Hacia el este, el borde de la luna asomaba por las montañas. Durante años, Hannah había soñado con su noche de bodas, envuelta en los brazos de Quint… pero aquella noche no iba a ser en absoluto la que había imaginado. La pasaría sola en una cama tan grande y fría como la distancia que la separaba del hombre al que amaba.
—¿Tienes hambre? —la pregunta de Judd la sobresaltó. Había salido al porche y estaba detrás de ella, a unos pasos—. Hay pollo frío y pudín de arroz en la cocina. Puedo pedirle a Gretel que te saque una bandeja.
Hannah negó con la cabeza. Había rechazado la cena una hora antes, pretextando que le dolía el estómago. En realidad no se había sentido capaz de sentarse a cenar con su nueva familia.
—No hace falta que la molestes. Ya me prepararé un bocadillo después… si es que Gretel no me echa a patadas de la cocina.
Judd se adelantó para colocarse a su nivel frente a la barandilla del porche.
—Puedes hacer lo que quieras, Hannah. Ésta es ahora tu casa.
—No quiero parecer desagradecida, pero… no la siento como mi hogar. En casa tenía cosas que hacer. Esto, en cambio… es como vivir en un hotel de lujo.
—¿No te gusta tu habitación?
—Es tan grande como un granero… aunque nunca había visto un granero con una cama de dosel. ¿Te das cuenta de que en toda mi vida he pasado una noche sola?
—Ya te acostumbrarás. Y si necesitas algo, yo estaré al lado. Lo único que tienes que hacer es llamarme.
—Ya —de repente se ruborizó. ¿Y si Judd se había tomado su comentario como una invitación? Desde luego, lo había parecido.
Alzó