Trilogía de Candleford. Flora Thompson
Читать онлайн книгу.leche descremada a un penique la pinta y que el excedente era para alimentar a sus propios terneros y a los cerdos. Sin embargo, la lechera no se tomaba demasiadas molestias a la hora de medirla. Se limitaba a llenar el recipiente de turno y dejaba marchar al cliente después de pedirle «un penique». Por supuesto, la gente se presentaba con jarras y tinas cada vez más grandes. Una anciana fue aumentando progresivamente el tamaño de su recipiente hasta que un día tuvo el descaro de aparecer además con un hervidor nuevecito que también le llenaron sin rechistar. Los niños de la última casa se preguntaban qué haría con tanta leche, pues vivía únicamente con su marido.
—Con eso hará usted un buen pudin de arroz, Queenie —le dijo una vez uno de ellos, algo titubeante.
—¡Pudin! ¡Bendito sea Dios! —exclamó la aludida—. En mi casa no se hace pudin. Esta leche es para la cena de mi cerdo. ¡Pues vaya si lo ayuda a crecer! ¡No puedo dejar de mirarlo, Dios lo bendiga!
«La pobreza no es ninguna desgracia, pero sí un gran inconveniente» era un dicho bastante común entre la gente de Colina de las Alondras. Pero lo cierto es que eso era suavizar mucho las cosas, pues la pobreza suponía una pesada carga para ellos. Todo el mundo tenía bastante para comer y un techo sobre su cabeza, si bien sus casas carecían de todos esos aparatos modernos que hoy parecen imprescindibles. Para poder comprar los cincuenta kilos de carbón a chelín y una pinta de parafina «pa tener luz» había que exprimir el salario semanal a conciencia. Pero para botas, ropa, enfermedades, vacaciones, diversiones o cualquier obra inesperada en la casa no había ya dónde rascar. ¿Cómo se arreglaban entonces?
Las botas solían comprarlas con el dinero extra que los hombres ganaban en los campos durante la cosecha. Cuando llegaba ese dinero, las familias afortunadas que no iban atrasadas con el pago de la renta aprovechaban para comprar zapatos nuevos para todos; desde las botas con suela de clavos del padre hasta unas diminutas zapatillas rosas para la niña. Además, las amas de casa más cautelosas pagaban algunos peniques a una asociación dirigida por un zapatero de la villa. Esto ayudaba, pero no era suficiente, de modo que cómo reparar las botas «de nuestro pequeño Ern o Alf» se convertía en un problema capaz de arruinarle el sueño cada noche a muchas madres.
También las niñas necesitaban botas; botas de calidad, recias y con suela claveteada para caminar por esos caminos agrestes y a menudo escarpados. No obstante, al final, cualquier calzado era bien recibido si estaba en buenas condiciones. En la clase de confirmación a la que asistía Laura, la hija del pastor les preguntó a sus catecúmenos tras semanas de cuidadosa preparación:
—Bien, ¿creéis que estáis todos bien preparados para mañana? ¿Queréis preguntarme algo?
—Sí, señorita —dijo una vocecita desde el rincón—. Dice mi madre que si tendría usted unas viejas botas pa mí, porque no tengo ningunas que me valgan.
Alice consiguió sus botas en esa ocasión, pero no todos los días se confirma una. En cualquier caso, de una manera u otra se conseguía el calzado; pues nadie iba por ahí con los pies descalzos, aunque a veces algún que otro dedo buscaba la luz del sol por la puntera de las botas.
Conseguir ropa era incluso más difícil. A veces, las madres exclamaban desesperadas que, de seguir así, pronto tendrían que pintarse el cuerpo de negro y salir desnudas a la calle. La cosa nunca llegaba a tanto, pero resultaba difícil vestirse decentemente y era una lástima, porque a todas les encantaba ponerse de vez en cuando «algo elegante». Este anhelo, sin embargo, no se veía satisfecho gracias a la ropa que hacían las niñas en la escuela con materiales donados por la gente de la rectoría —amplias camisolas y calzones anchos de calicó sin blanquear, muy bien cosidos, pero sin un centímetro de dobladillo, enaguas de franela, ásperas pero duraderas, leotardos de lana tan rígidos que casi se tenían de pie—; aunque siempre era bien recibida y tampoco le faltaba mérito, pues por lo general la utilizaban durante años y el calicó iba mejorando con los lavados.
Para las prendas exteriores no les quedaba más remedio que depender de hermanas, hijas y tías que trabajaban fuera como sirvientas y de cuando en cuando enviaban paquetes no solo con su propia ropa, sino con prendas que les donaban sus patronas. Estas se usaban tal cual, se modificaban, se teñían o se ponían del revés hasta que no había más remedio que seguir remendándolas y zurciéndolas mientras los hilos se mantuvieran unidos.
Sin embargo, a pesar de la pobreza y de las preocupaciones y la ansiedad que las acompañaba, no eran infelices. Y aunque fueran pobres, no había nada sórdido en sus vidas. «La carne más sabrosa es la que está pegada al hueso», solían decir, y cada vez estaban más cerca del hueso del que sus ancestros se habían alimentado. Sus hijos y los hijos de sus hijos se verían obligados a depender por completo de la parte que les correspondiera de lo que compartía la comunidad y, para su entretenimiento, de las diversiones masivas de la nueva era. No obstante, esa generación aún disponía de una pequeña porción extra que añadir al salario semanal. Tenían su tocino curado en casa, el fruto del «esquileo», su porción de trigo o cebada de la parcela, y las frutas silvestres y las bayas del campo para hacer mermelada, gelatinas y vino; y a su alrededor, como un elemento más de sus vidas, estaban los últimos vestigios de las costumbres rurales, los últimos ecos de las canciones tradicionales, de baladas y rimas juguetonas. Esta última porción era pequeña pero dulce.
1. Enclosure Acts, en el original. Se refiere a una serie de disposiciones legales puestas en práctica en Inglaterra desde principios del siglo xviii hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix, en virtud de las cuales numerosas hectáreas de tierras «abiertas», de las que los campesinos podían hacer uso libremente hasta entonces, pasaron a manos privadas al ser «divididas, repartidas y cercadas». (Todas las notas son del traductor).
II
La infancia en la aldea
Oxford estaba solo a treinta kilómetros de distancia. Los niños de la última casa recordaban que, cuando eran muy pequeños, su madre los llevaba a menudo a dar largos paseos por la carretera general y se negaban a pasar del mojón hasta que su madre no les hubiera leído la inscripción: «oxford treinta kilómetros».
A menudo se preguntaban cómo sería Oxford y hacían preguntas sobre la ciudad. Según una de las respuestas era «un pueblo muy grande» donde un hombre podía ganar hasta veinticinco chelines a la semana. Aunque teniendo que gastar «prácticamente» la mitad en el alquiler de su casa, sin disponer de un lugar donde criar a un cerdo o cultivar verduras, habría que ser muy tonto para irse allí.
Una muchacha que había estado de visita les contó que se podían comprar barritas de caramelo blanco y rosa por un penique y que uno de los jóvenes inquilinos de la pensión de su tía le había dado un chelín entero por limpiarle los zapatos. Su madre decía que todo el mundo la llamaba «ciudad» porque allí vivía un obispo y que allí se celebraba una gran feria todos los años, y al parecer eso era todo lo que sabía. A su padre no le preguntaban, aunque había vivido allí siendo niño, cuando sus padres regentaban un hotel (sus parientes decían que era un hotel, pero la madre había dicho en una ocasión que era una taberna, así que posiblemente no fuera más que un simple bar). Les aconsejaba que no atosigaran a su padre con demasiadas preguntas, y cada vez que su madre decía: «Vuestro padre está enfadado otra vez» ya sabían que no debían decir ni mu.
De manera que, durante un tiempo, Oxford siguió siendo para ellos un paisaje difuso habitado por obispos (habían visto a uno en una foto con su toga de anchas mangas blancas, sentado en una silla de alto respaldo) y repleto de columpios y atracciones, espectáculos y cocos para derribar2 (pues sabían cómo era una feria), y chiquillas con zapatos relucientes chuperreteando barritas de caramelo blanco y rosa. Imaginar un lugar sin pocilgas ni huertos les resultaba más difícil. Si no había tocino ni verduras, ¿qué comía entonces la gente?
Sin embargo, conocían la carretera de Oxford y su mojón desde que tenían uso de razón. Atravesaban la colina y seguían caminando por el estrecho camino de la aldea hasta llegar a la curva, mientras Madre empujaba el carricoche («cochecito de bebé» era una palabra del futuro) con Edmund amarrado