Asombro ante lo absoluto. Héctor Sevilla

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Asombro ante lo absoluto - Héctor Sevilla


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de Jeremías [9, 23] era declarar que la perfección de la que el hombre puede realmente gloriarse es la que consiste en haber adquirido el conocimiento de Dios y en haber reconocido que su Providencia cuida de sus creaturas y se revela en la manera en que las conduce y gobierna».51 Previamente, sobre todo en el primer libro de su tratado, Maimónides había expuesto que Dios muestra sus caminos, pero prohíbe ver su rostro,52 de modo que la exposición del filósofo en torno al pasaje de Jeremías no representa una contradicción a su propia negación de los atributos de Dios, sino una invitación práctica para conducirse hacia la obtención de virtudes de las que podría emanarse una mejora personal y comunitaria.

      IV

      Otro de los judíos más representativos en la historia de la filosofía judía es Spinoza. El pensador de Ámsterdam también mantuvo una postura crítica en relación con la creencia de los atributos emocionales de Dios. En su libro Ética, Spinoza estipula que «quienes confunden la naturaleza divina con la humana atribuyen fácilmente a Dios afectos humanos»,53 de modo que pensar a Dios en una forma similar a lo que corresponde a lo humano no puede ser más que por derivación de un aturdimiento teológico.

      En sus textos, considerados inapropiados por las autoridades judías de su tiempo, Spinoza rechaza que Dios sufra por las acciones de los humanos, o que lo que estos realicen sea causa de su malestar. En tal óptica, «no hay razón alguna para decir que Dios padezca en virtud de otra cosa».54 Además, en concordancia con lo expuesto por Maimónides, el holandés asume que «ni el entendimiento ni la voluntad pertenecen a la naturaleza de Dios».55 Asimismo, es muy probable que se haya referido a las autoridades de su tiempo y entorno cuando señala: «Ya sé que hay muchos que creen poder demostrar que a la naturaleza de Dios pertenecen el entendimiento sumo y la voluntad libre, pues nada más perfecto dicen conocer, atribuible a Dios, que aquello que en nosotros es la mayor perfección».56 De esto se desprende que el filtro por el que el hombre y la mujer intentan conocer a Dios se encuentra delimitado por sus propias estructuras cognitivas y por sus nociones sobre lo bueno y lo deseable, pero esto no es suficiente para expresar lo que está por encima del mundo y de la prescripción del intelecto.

      Spinoza también concuerda con Maimónides en la certeza de que Dios no puede manifestar cambios, porque estos pertenecen al mundo de lo material e imperfecto. De tal manera, «Dios es inmutable, o sea, que todos los atributos de Dios son inmutables».57 Incluso, el nacido en la Haya en 1632 propuso dos tipologías de la naturaleza; la primera de ellas, a la que llamó Naturaleza naturante, incluye «lo que es en sí y se concibe por sí, o sea, los atributos de la substancia que expresan una esencia eterna e infinita, esto es Dios, en cuanto considerado como libre».58 Por tanto, Dios como Naturaleza naturante no comparte sus atributos con nada más; en ese sentido, en función de que el humano observa sus atributos y luego los deposita en Dios, el error está consumado. Por su parte, la naturaleza naturada, está representada por «todo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o sea, de cada uno de los atributos de Dios, esto es, todos los modos de los atributos de Dios, en cuanto considerados como cosas que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse».59 Dicho de otro modo, los atributos de Dios son cosas derivadas de Él, pero no los afectos, las virtudes, los pensamientos, las vivencias o las decisiones. El humano, al ser naturaleza naturada, representa un atributo de Dios, pero no de Él mismo como esencia, sino como derivación. La naturaleza humana, por tanto, no es comparable a la naturaleza de Dios, a pesar de que existe cierto vínculo.

      Las conductas del hombre no tendrían que ser atribuidas a Dios, como por derivación de uno sobre el otro. Cuando esto no se toma en cuenta, la reflexión está condenada al fracaso. De tal modo, «el entendimiento en acto, sea finito o infinito, así como la voluntad, el deseo o el amor deben ser referidos a la naturaleza naturada, y no a la naturante».60 Si todas las características identificables en las personas no debieran ser atribuidas a Dios, cabe preguntar de qué manera podría entenderse o concebirse lo que es Dios. Con esa intención, Spinoza aporta lo que él consideró las propiedades de Dios: a) existe necesariamente; b) es único; c) obra por la sola necesidad de su naturaleza; d) es causa libre de todas las cosas; e) todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de modo que sin Él no pueden ser ni concebirse, y f) todas las cosas han sido predeterminadas por Dios, no por la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente.61 Como podrá observarse, Spinoza está lejos de desconectar la presencia de Dios en el mundo, de hecho, la concibe fundamental para que todo exista tal como es. Si el mundo y los seres vivos existen, de esto se deriva, para él, que Dios existe; de la presencia humana en la Tierra se deriva como antecedente y condición esencial la presencia de Dios. En Spinoza, Dios no es solamente el hacedor del Universo presente, sino que el futuro, en su tiempo infinito, ya existe como será.

      Spinoza decidió elaborar una ética que estuviese conformada por una lógica matemática, de modo que, así como la naturaleza se encuentra determinada por leyes que la gobiernan, la ética podría también beber del establecimiento perfectamente delineado por el orden geométrico de la realidad. El también conocido como Baruch, Benito o Benedicto aseguró en su Tratado teológico político que «una vez probado que el amor de Dios es la suprema felicidad y la beatitud del hombre, el fin y la meta última de todas las acciones humanas, se sigue que solo cumple la ley divina quien procura amar a Dios, no por temor al castigo ni por amor a otra cosa, como los placeres o la fama, sino simplemente porque ha conocido a Dios o, en otros términos, porque sabe que el conocimiento y el amor de Dios son el bien supremo».62

      La anterior apreciación es coincidente con una de las principales conclusiones de Kaplan: «Aprendemos más sobre Dios cuando decimos que el amor es divino en vez de decir [que] Dios es amor. La verdadera transformación se produce en nuestro pensamiento religioso cuando el sentido objetivo o funcional de Divinidad reemplaza al sustantivo. La Divinidad vuelve relevante la experiencia auténtica y por ello toma una concreción que es acompañada por un conocimiento auténtico».63 No obstante, ambos autores difieren en otros aspectos; para Kaufman, por ejemplo, «hay una diferencia radical entre el Dios de Spinoza y el de Kaplan. El de Spinoza se identifica con la Naturaleza como un todo. Kaplan, al contrario, limita la idea de naturaleza a un caos infinito y fija la idea de Dios al aspecto creativo del proceso del mundo que [él] identifica con la bondad infinita de Dios».64 A pesar de las diferencias teológicas, la coincidencia es mayor cuando señalan la disposición que debe mostrar cada persona en torno al conocimiento de Dios y al encuentro de todo lo que de Él se deriva.

      A su vez, existen claros indicios de coincidencia entre el pensamiento de Spinoza y el de otros filósofos, de modo que uno no se explica por completo el unánime rechazo que recibió de la comunidad judía de su tiempo, a no ser por su marcado desprecio de la tradición y las costumbres. Por ejemplo, luego de precisar en su prefacio del Tratado teológico político la situación de controversia respecto a la revelación de la Biblia, Spinoza concluye: «Decidí examinar de nuevo, con toda sinceridad y libertad, la Escritura y no atribuirle ni admitir como doctrina suya nada que ella no me enseñara con la máxima claridad».65 Justo esta postura de libre discernimiento es una primera pauta de su peligrosidad para la tradición. Su apuesta por el conocimiento o el reconocimiento del involucramiento de Dios en el mundo no tuvieron suficiente peso para disminuir la desaprobación derivada de considerar abiertamente que «la voz de Cristo, al igual que aquella que oyera Moisés, puede llamarse la voz de Dios».66 Lo anterior, si bien significaba una clara apertura al valor de la religión cristiana, no fue bienvenida en los ámbitos judíos por equiparar a Cristo con Moisés.

      El hombre que reconoció que Dios es Uno también intentó unificar la bondad de las religiones al enunciar que «no hay que admitir diferencia alguna entre los judíos y los gentiles, ni tampoco, por tanto, hay que atribuirles una particular elección [de parte de Dios]».67 Si bien tales observaciones no desataron la ira de Dios, sí fortalecieron la ira de las autoridades judías de su tiempo. El pathos divino se instauró en un pathos rabínico que lo señaló y juzgó con severidad. No obstante, Spinoza no escatimó en su indiferencia ante la tan proclamada misión particular del pueblo judío; con cierta osadía comentó que «por lo que toca al entendimiento y a la verdadera virtud,


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