Guiño. Rob Harrell
Читать онлайн книгу.una banda?
Sopla su café.
—Banda, en el sentido más amplio de la palabra —y luego toma una revista, así que supongo que no será una descortesía de mi parte concentrarme en mi teléfono. Le envío a Abby un mensaje de texto.
Radiación 1, ok.
Me responde de inmediato.
¿Qué tal te fue? ¿Ahora eres un mutante radiactivo, como Godzilla?
No tanto, pero puedo disparar rayos láser por el trasero.
¡OOH! ¡Qué envidia! Hablando en serio, ¿dolió?
Nada de nada.
Genial.
Abby había dicho que quería acompañarme hoy, pero le dije que no tenía deseos de darle mayor importancia al asunto. Insistió, y yo seguí diciéndole que no. Si venía, seguro iba a haber abrazos y apretones de mano, y entonces se habría convertido en algo importante. Siento que si le dedicaba a todo este asunto la menor atención posible, entonces sólo… se esfumaría.
Creo que lo entendió. En algún momento, al menos.
Las puertas principales se abren de pronto y mi madrastra entra envuelta en una nube de aire frío y cafeína.
—¡Ross, ya saliste! Perdóname, pero necesitaba algo que me despertara y fui a Bucky’s. Pensé que alcanzaría a regresar antes de que terminaras. ¿Qué tal estuvo?
Una de las cosas más desesperantes de Linda es su insistencia en decirle Bucky’s a Starbucks. Me pone los pelos de punta.
Se para frente a mí y mira a Jerry.
—Hola.
Empiezo a levantarme del sofá.
—Él es Jerry.
Jerry da comienzo al proceso de ponerse en pie para estrecharle la mano.
—Ése soy yo. Jerry Thompson…
Ella agita las manos ante él.
—No hace falta que se levante. Tenemos que irnos. Mucho gusto, Jerry. Me llamo Linda —se dan la mano velozmente, y ella se vuelve hacia mí—. ¿Estás listo? Necesito llevarte a casa. Tengo dos millones de cosas por hacer —mira a Jerry y pone los ojos en blanco—. Trabajo en bienes raíces.
Jerry sonríe.
—Ah, claro… que le vaya bien —y me da una patadita en el pie con uno de sus zapatos ortopédicos que se sujetan con velcro—. Fue un placer conocerte, Ross. Nos veremos por aquí. Me da gusto que tu primer día fuera benigno.
Me levanto y guardo el teléfono en mi bolsillo.
—Mucho gusto en conocerlo. ¿En qué día del tratamiento va?
—¿Ahora? Día treinta y seis. Pero ¿quién los cuenta?
El teléfono de Linda empieza a repicar en cuanto nos montamos en su camioneta Grand Cherokee, y emprendemos el camino a casa al ritmo de la voz de Linda describiendo un lindo espacio de tres habitaciones y dos baños no muy alejado del lago. Dicen que cuenta con muy buena luz y un pequeño desayunador que es toda una preciosidad.
Le envío un mensaje a Isaac, aunque no tengo esperanzas de que responda. No se ha acercado mucho a nosotros últimamente. Es decir, en lo absoluto.
Hola, ¿qué tal? Acaban de radiarme como Hulk.
Me siento a mirar la pantalla, y me sorprende ver que empiezan a moverse los tres puntos que muestran que está escribiendo algo. ¿Será que va a responder?
Los tres puntitos se mueven y titilan… y luego desaparecen. Me da vergüenza confesarlo, pero el corazón se me cae a los pies. ¿Qué le pasa a Isaac? Espero, mirando fijamente la pantalla, a ver si los puntos aparecen otra vez, pero no.
Termino por guardar el teléfono en mi bolsillo. Durante el resto del camino, me limito a mirar por la ventana. Últimamente he podido adiestrarme mucho en esa actividad.
Una vez en casa, voy directo al piso de arriba. Dejo mi mochila y me dirijo al espejo que hay en mi baño. No hay una señal visible en el punto por el cual penetró el rayo en mi sien. ¡Qué raro!
Pero mirarme en el espejo me trae malos recuerdos, de verme la cicatriz y mi ojo cerrado, medio bizco y que lagrimea constantemente. La biopsia. El diagnóstico. La cirugía. Trato de mirarme lo menos posible, para no derrumbarme.
Me voy a la cama y me dejo caer boca abajo. Mi teléfono vibra, pero me quedo dormido en menos tiempo del que toma decir radioterapia de protones.
Tengo un sueño donde soy una papa francesa en una freidora, y que me sumergen una y otra vez en aceite hirviendo. Suena muy tonto, pero es aterrador.
Cuando despierto, mi habitación está a oscuras, y papá está sentado en la cama a mi lado, con la mano en mi espalda.
—Hey, Ross, ¿estás despierto?
Asiento, con una especie de gruñido.
—¿Cómo estuvo la terapia? Quiero todos los detalles.
Me giro lentamente, medio dormido. Tiene el cabello aplastado en un costado de la cabeza, y se aflojó la corbata. Necesita una afeitada.
—Vaya —digo—, te ves fatal.
Ríe y se frota el rostro con ambas manos.
—Ja ja, sí. Fue un día agotador. Y sólo podía pensar en que quería estar allá contigo —es abogado litigante, y se encuentra en medio de algún caso muy importante. Es algo así como un enorme acuerdo de seguros.
Deja salir un largo suspiro, como si llevara días conteniendo la respiración.
—A ver, suéltalo. Cuéntamelo todo. Empieza por el principio y que no quede fuera ni un detalle.
Así que me dejo caer sobre la cabecera de mi cama, él se recuesta a mi lado, y le cuento.
4
DIVERSIÓN ESCOLAR. YUJUUUUU
Cuando llego a la escuela a la mañana siguiente, Abby no está contenta conmigo: me quedé dormido y no vi un montón de mensajes que me envió. Pasamos por el salón de música a dejar su viola y, mientras avanzamos por el corredor frente a un chico que suelta cantidades increíbles de saliva por el extremo de su trompeta, me lo deja bien claro.
—¿Se te olvida cómo contestar un mugroso mensaje? ¡Y yo que llegué a pensar que habían fallado el disparo con el rayo y te habían freído el cerebro! —rebusca algo en su mochila, probablemente protector labial.
Abby es la única persona que bromea sobre mi situación. Lo ha venido haciendo a lo largo de toda esta difícil experiencia. Y yo no tengo palabras para agradecérselo. Me hace sentir que todavía queda algo normal en el mundo.
Quiero decir, no me malentiendas: sería raro que el resto de la gente también bromeara al respecto.
Pero Abby es caso aparte.
Abby Peterson ha sido mi mejor amiga desde el tercer día de primer grado, cuando me atraganté con un sorbo de leche, y una gomita de vitaminas de los Picapiedra salió expulsada por mi nariz. Creo que tenía la forma de Dino. Rio tanto que por poco se vomita, y desde entonces se formó un vínculo entre nosotros.
Cuando estábamos en cuarto grado, creo, le dimos la bienvenida a nuestro pequeño grupo a ese eterno zopenco que es Isaac Nalibotsky. Encajó muy bien con nosotros, pero últimamente ha estado comportándose de forma extraña. Desapareció de pronto, al menos en lo que tiene