La sirena negra. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.estado en acecho, y salido a encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de Camila. Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un carboncillo, las tostadas del té unas virutas, y las quenefas del volován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de caricias atrevidas, y sentía por Trini escalofrío humano, ansia celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!), no olvidaré el encantador almuerzo, al canto de la chimenea activa y roja, respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor a Trini, a ella; entonces sí que se lo llamaba interiormente... Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos eléctricamente asidos, cuando se levantó con un pretexto cualquiera Camila y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. Ella comprendió que llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.
—¿Trini? —suspiré—. ¿Sabe usted que esta mañana le dije a Camila que nuestra boda es inminente?
—¿Camila? —tartamudeó ella agarrándose a lo que podía ayudarla a disimular su confusión—. Dice usted que Camila... ¿Estaría por eso de tan mal talante? —y sonrió a la hipótesis.
—Por eso precisamente, no. Va usted a saber por qué, Trini... —Acerqué mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos, en la mesa—. Escuche y pese la respuesta... ¡No venga usted hasta que le llame! —ordené al criado que entraba trayendo leña—. Trini, yo trato a una mujer, y esta mujer tiene un niño.
Ella se demudó.
—Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?
—Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre todo, el niño..., ¿se entera usted, amiga mía?
Trini indicó el gesto de desviarse, pálida y turbada.
—¡Por Dios! No así, Trini, no así. Hay que escuchar, y sobre todo hay que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla... Como si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué mentir. Es una enferma, una tísica. Si eso puede contribuir a la tranquilidad de usted, no la veré más.
—Pero el pequeño... No es... No es... —murmuró la muchacha, sin resolverse a concluir, y mostrando confusión y acortamiento.
—¿Mío?... Según como usted comprenda la idea de pertenencia y propiedad. No he besado a su madre nunca. Sin embargo, mío es el niño, porque mío quiero que sea... Fíjese usted. Tampoco usted es mía, y por el amor puedo apropiármela. El niño tiene mi sangre espiritual. De manera que es mi hijo.
—Todo eso... lo encuentro rarísimo... Perdone usted, Gaspar; me cuesta trabajo entenderlo.
«Malo, malo —discurrí en mi interior—. Corta de entendederas, corta de cara, carirredonda... ¡Malo! ¡Esta no es mi hembra!». Y una melancolía súbita me envolvió en su crespón inglés. No argüí nada; ella porfió:
—No se explica... Trate usted, por lo menos, de que yo acierte a descifrarlo.
—Creo que no podrá usted. Esto se descifra mediante un impulso, una corazonada. No haciéndose cargo de pronto, es ya difícil... ¡En fin! —Y resoplé desalentado—: ¿No hay mil cosas inexplicables? Figúrese usted que le pidiesen explicaciones del por qué quiere un hombre a una mujer; del por qué nos es simpática una persona, y otra insufrible... A mí ese niño me ha dado la grata sorpresa de inspirarme un interés que me... me distrae de otros pensamientos... algo... algo peligrosos; ¿te enteras, Trini? —Y al brusco tuteo, uní la caricia inesperada, un estrujón, un raspón a la mano contra mi bigote. Ella se encendió, su respiración se apresuró, y dijo balbuciente: —No, Gaspar... No me entero... Pero es lo mismo. ¿Qué pretende usted? ¿Qué desea usted de mí? A ver si hay medio...
—Trini, si nos casamos, el niño se vendrá a casa... Serás su madre. ¿Lo serás?
Un esguince. Los ojos pestañudos, antes terciopelosos como uvas negras, se hincaron en mí, fieros, enojados.
—¡Ah! Era eso...
—¿No aceptas?
—No... No sabía... Creí que se trataba de otra cosa; de darle edu
cación, de no abandonarlo. Eso, bueno... Pero ¿en casa? ¿Conmigo? ¿Qué se diría? ¿Qué papel haría yo?
Me incorporé. El almuerzo me pesaba como plomo en el estómago, y el calor de la chimenea me asfixiaba. Volví las espaldas, sin saludar, sin despedirme, y a paso lento me retiré a mi cuarto. Trini dijo no sé qué; acaso pronunció con ahínco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes, y me fui a ver a Rita.
IV
La encontré con una hemorragia. La palangana, llena de coágulos, descansaba sobre una silla. Ella, echada en su humilde cama de hierro, apenas respiraba. Me sonrió doloridamente, como al través de un velo. La niñera y única sirvienta, la guipuzcoana Marichu, entretenía a Rafaelín por medio de un carro hecho de dos carretes y unas cañas. Pero el niño, al verme, dejó sus juegos y vino a agarrarse a mis piernas.
—¡Bapar! ¡Aúpa!
Lo aupé, le besé los ojos, lo apreté firme. Reía a chorros, pegándome manotazos y tirándome de las barbas. Lo dejé en el suelo, y anuncié:
—Vuelvo con el médico.
Vivía muy cerca uno, joven, sin clientela aún; estudioso, apurado de recursos, ansiando trabajo y lucimiento. Se echó la capa y me acompañó. Su examen de la paciente fue minucioso, su interrogatorio largo, pero sin fineza psicológica. No veía sino el cuerpo de la enferma. Recetó; la criada corrió a la botica. Yo, con Rafaelín en brazos, me fui al cuartuco que hacía de comedor, encendí el quinqué de petróleo —no se veía, eran las cinco de la tarde— y reclamé la verdad.
—No sé si pasará de esta noche. Si la hemorragia repite...
Un golpe sordo me retumbó dentro. Iba a encontrarme cara a cara con la Guadañadora.
—¿Querrá usted que me quede aquí? —interrogó el médico, expansivamente.
—Lo agradecería.
—Voy a avisar a mi mujer, para que no se asuste; tomaré un bocado,
y aquí me tiene usted antes de una hora. ¿Gracias? No; si es un deber... Quedé solo. El niño se adormecía sobre mi hombro, bañado en sudor, de tanto diablear. En la alcoba se oía una inspiración lenta, irregular, cavernosa. Sobre la almohada, la cabellera fosca de Rita se expandía formando aureola de tinieblas. La cara, en medio, blanqueaba. Congojosamente me llamó:
—¡Gaspar! ¡Gaspar!
—¿Está usted mejor?
—Estoy... muy bien. Como si de encima del pecho... me hubiesen quitado un peso... de una arroba.
—No hable. No se fatigue.
—¿Qué dice el médico?
—Que es lo de otras veces. Un ataquillo sin importancia.Los ojos de mar muerto, de betún calcinado, despidieron vislumbre repentina.
—Es el fin... ¡La de vámonos!... Tengo miedo, Gaspar... Mucho miedo...
—No hay miedo... Estoy aquí... ¿Qué quiere usted que haga, niña, para quitarle ese miedo bobo?
—Si pudiese... ¡Si pudiese usted... traerme un confesor!... Pero un confesor que sea