Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi


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desde la noche en que no aceptara a Levin. Kitty le descubrió desde lejos y hasta se dio cuenta de que él también la estaba mirando.

      —¿Una vueltecita más si no está agotada? —preguntó Korsunsky, un poco fatigado.

      —No; muchas gracias.

      —¿Me indica adónde la acompaño?

      —Creo que veo a Anna Karenina. Lléveme allí, por favor.

      —Sí, como guste.

      Sin dejar de bailar, pero a paso cada vez más lento, Korsunsky, murmurando incesantemente, se dirigió hacia el ángulo izquierdo del salón:

      —Pardon, mesdames, pardon, mesdames...

      Y Korsunsky, abriéndose de esa manera paso entre aquel océano de encajes, puntillas y tules sin haber enganchado ni una sola cinta, hizo que su pareja describiera una rápida vuelta, de manera que las finas piernas de Kitty, cubiertas de medias transparentes, quedaron al descubierto y se abrió como un abanico la cola de su vestido, cayendo después sobre las rodillas de Krivin. Posteriormente, Korsunsky la saludó, ensanchó el pecho sobre su frac abierto y le ofreció el brazo para llevarla junto a Anna Arkadievna.

      Sonrojándose, Kitty retiró de las rodillas de Krivin la cola de su vestido y se volvió, un poco aturdida, buscando a Anna. Anna no estaba vestida de color lila, como presumiera Kitty, sino de negro, con un traje bastante descotado, que dejaba ver sus hombros esculturales que parecían tallados en marfil antiguo, su pecho y sus torneados brazos, que terminaban en unas muñecas muy finas.

      Encajes de Venecia adornaban su traje; sus cabellos, peinados sin ningún postizo, estaban engalanados con una guirnalda de nomeolvides, y llevaba un ramo de las mismas flores prendido en el talle, entre los encajes negros. Estaba peinada con sencillez y en él únicamente destacaban los bucles de sus cabellos rizados, que se escapaban por las sienes y la nuca. Lucía un hilo de perlas en el cuello, firme y bien formado.

      Diariamente, Kitty había visto a Anna y se había sentido fascinada con ella, y siempre la imaginaba con el vestido lila. No obstante, al verla con un traje negro, reconoció que no había entendido todo su encanto. En este momento se le aparecía de una forma inesperada y nueva, y aceptaba que no podía vestir de lila, debido a que este color hubiese apagado su personalidad. El vestido, negro con su abundancia de encajes, no atraía la mirada, pero solo se limitaba a servir de marco y hacía resaltar la silueta de Anna, natural, elegante, sencilla, y al mismo tiempo, alegre y animada.

      Al acercarse Kitty al grupo, Anna, bastante erguida como siempre, conversaba con el dueño de la casa con la cabeza inclinada levemente hacia él.

      —No, no entiendo... pero no voy a ser yo quien lance la primera piedra... —decía, encogiéndose de hombros y respondiendo a una pregunta que, indudablemente, le había hecho él. E inmediatamente se dirigió a Kitty con una sonrisa dulcemente protectora.

      Contempló rápidamente el vestido de Kitty con experta mirada femenina e hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible, pero en el cual la muchacha leyó que la felicitaba por su hermosura y por su vestimenta.

      —Usted —dijo Anna a Korsunsky— hasta entra y sale del salón bailando.

      —Una de mis mejores colaboradoras es la Princesita —comentó Korsunsky, mientras se inclinaba ante Anna Karenina, a quien no había sido presentado— contribuye a que el baile sea alegre y animado. ¿Me concede un vals, Anna Arkadievna? —preguntó.

      —¿Y ustedes se conocen? —preguntó el dueño de la casa.

      —¿Pero quién no nos conoce a mi esposa y a mí? —contestó Korsunsky—. Nosotros somos igual que los lobos blancos. Anna Arkadievna, ¿quiere bailar? —dijo otra vez.

      —Trato de no bailar siempre que me es posible —contestó Anna Karenina.

      —Pero hoy eso es imposible.

      En aquel instante, Vronsky se acercó.

      —Es verdad, si es imposible, bailemos —dijo Anna, aparentando no darse cuenta del saludo de Vronsky y poniendo la mano rápidamente sobre el hombro de Korsunsky.

      «Tal vez está enfadada con él», pensó Kitty, notando que Anna había fingido no ver el saludo de Vronsky.

      Este se aproximó a Kitty, recordándole su compromiso de la primera contradanza y comentándole que sentía bastante no haberla visto hasta ese momento. Kitty le escuchaba contemplando mientras tanto a Anna, que bailaba. Estaba esperando que Vronsky la invitara al vals, pero el muchacho no lo hizo. Kitty le miró asombrada. Él, ruborizándose, la invitó precipitadamente a bailar; pero la música dejó de sonar apenas enlazó su fino talle y dio el primer paso.

      Kitty tenía muy cerca el rostro de él y le miró a los ojos. Recordó durante varios años, llena de vergüenza, esa mirada de amor que le dirigiera y a la que Vronsky no correspondió.

      —Pardon, pardon. ¡Vals, vals! —gritó, desde el otro extremo de la sala, Korsunsky. Y comenzó a bailar, haciendo pareja con la primera muchacha que encontró.

      XXIII

      Vronsky y Kitty dieron varias vueltas de vals. Después ella se acercó a su madre y tuvo tiempo de intercambiar unas pocas palabras con Nordston antes de que Vronsky la fuese a buscar para iniciar la primera contradanza.

      No hablaron nada particular mientras bailaban. Vronsky comentó algo gracioso de los Korsunsky, a los que describía como unos chiquillos de cuarenta años; posteriormente conversaron del teatro que se iba a abrir próximamente al público. Únicamente unas palabras llegaron al alma de Kitty, y fue cuando el muchacho le habló de Levin, asegurándole que simpatizó mucho con él y le preguntó si seguía en Moscú. Kitty, de todas formas, ya no esperaba más de esa contradanza. La mazurca era lo que esperaba con el corazón palpitante, pensando que en ella se iba a decidir todo. No la intranquilizó que durante la contradanza él no la invitara para la mazurca. Estaba completamente segura de que bailaría con él, como siempre y en todos lados, y así que rechazó cinco invitaciones de otros tantos hombres afirmándoles que ya la tenía comprometida.

      El baile, hasta la última contradanza, transcurrió para ella como un sueño fascinante, lleno de resplandecientes colores, de movimiento, de sones. Bailó sin interrupción, menos cuando se sentía fatigada y suplicaba que le permitieran descansar.

      Se encontró frente a frente con Anna y Vronsky durante la última contradanza con uno de esos muchachos que la aburrían tanto, pero con los que no se podía negar a bailar. Desde el comienzo del baile no había visto a Anna y en este momento le pareció otra vez inesperada y nueva. La veía con ese punto de excitación, que conocía tan bien, provocado por el triunfo.

      Anna estaba ebria del licor de la emoción; Kitty lo veía en el fuego que, al danzar, se encendía en su mirada, en su sonrisa alegre y feliz, que rasgaba ligeramente sus labios, en la ligereza, la gracia y la seguridad.

      «¿Por qué estará de esa manera?», se preguntaba Kitty. «¿Será por la admiración general que despierta o por la de un solo hombre?». Y sin escuchar al muchacho, que intentaba inútilmente reanudar la charla interrumpida, y obedeciendo involuntariamente a los gritos alegremente autoritarios de Korsunsky a los que danzaban: «Ahora en grand rond, en chaine», Kitty miraba a la pareja con el corazón cada vez más intranquilo.

      «No; Anna no está emocionada por la admiración general, sino por la de un solo hombre. ¿Será posible que sea por la de él?».

      Los ojos de Anna brillaban y una sonrisa feliz se dibujaba en su boca cada vez que Vronsky hablaba con ella. Daba la impresión de que se esforzaba en reprimir esas señales de felicidad y como si ellas aparecieran, en su cara contra su voluntad. Kitty se preguntó qué podría sentir él, y al mirarle quedó aterrada. En la cara de Vronsky se reflejaban los sentimientos de la de Anna. ¿Qué había sucedido con su apariencia serena y segura y con la despreocupada tranquilidad de su rostro? Cuando Anna le hablaba, en su mirada había una expresión de temblorosa sumisión e inclinaba la cabeza como para caer a sus pies. Con aquella mirada parecía decirle: «No la quiero ofender;


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