Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi


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la mano del barbero, que ya trazaba, entre las largas y rizadas patillas, un camino rosado.

      —¡Alabado sea Dios! —dijo Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su amo, no se le escapaba lo significativo de esa visita en el sentido de que Anna Arkadievna, la hermana amadísima, iba a contribuir a la reconciliación del matrimonio.

      —¿La señora viene sola o con su esposo? —preguntó Mateo.

      Esteban Arkadievich no podía responder, porque en aquel instante el barbero le estaba afeitando el labio superior, pero hizo un gesto indicativo levantando un dedo. Mateo aprobó moviendo la cabeza ante el espejo.

      —Sola, ¿eh? ¿Entonces preparo el cuarto de arriba?

      —Vamos, consulta a Daria Alexandrovna y haz lo que ella te diga.

      —¿A Daria Alexandrovna? —preguntó el ayuda de cámara, indeciso.

      —Sí. Y entrégale el telegrama. Ya me informarás lo que te ordena.

      Mateo entendió que Esteban quería hacer una prueba y solamente dijo:

      —Muy bien, señor.

      El barbero ya se había ido y Esteban Arkadievich, peinado, afeitado y lavado, comenzaba a ponerse la ropa, cuando, entró en el cuarto Mateo, lento sobre sus botas crujientes y con el telegrama en la mano.

      —Me ordenó que le dijera que se marcha. «Que haga lo que le dé la gana», me dijo. —Y el buen sirviente miraba a su señor, riendo con los ojos, con la cabeza levemente inclinada y las manos en los bolsillos.

      Esteban Arkadievich guardaba silencio. Después, una triste y bondadosa sonrisa iluminó su hermoso rostro.

      —Y bien, Mateo, ¿qué opinas? —dijo mientras movía la cabeza.

      —Todo se va a arreglar, señor —opinó, con optimismo, el ayuda de cámara.

      —¿Piensas que será así?

      —Sí, señor.

      —¿Por qué te lo imaginas? ¿Quién está ahí? —añadió el Príncipe al sentir el roce de una falda detrás de la puerta.

      —Soy yo, señor —respondió una voz agradable y firme.

      Y apareció en la puerta la cara picada de viruelas de la niñera Matrena Filimonovna.

      —¿Qué sucede, Matrecha? —preguntó, saliendo a la puerta, Esteban Arkadievich.

      A pesar de que pasase por muy culpable a los ojos de su esposa y a los suyos propios, casi todas las personas que habitaban en la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alexandrovna, estaban de su lado.

      —¿Qué sucede? —preguntó nuevamente el Príncipe, con aflicción.

      —Señor, vaya a verla, pídale perdón de nuevo... ¡Tal vez Dios tenga piedad de nosotros! Ella sufre demasiado y da pena verla. Y, además, toda la casa está revuelta. Usted debe tener compasión de los niños. Señor, pídale perdón... ¡Usted qué quiere! Finalmente, no haría más que pagar sus culpas. Debe ir a verla...

      —No me va a recibir...

      —Pero usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es piadoso! Suplique a Dios, señor, niegue a Dios...

      —En fin, voy a ir... —dijo Esteban Arkadievich, enrojeciendo. E indicó a Mateo, mientras se quitaba la bata—: Ayúdame a ponerme la ropa.

      Mateo, que ya tenía la camisa de su señor en sus manos, sopló en ella como quitándole un polvo invisible y, con evidente satisfacción, la ajustó al cuerpo bastante cuidado de Esteban Arkadievich.

      III

      Ya vestido, Esteban Arkadievich se echó perfume con un pulverizador, se ajustó los puños de la camisa y, con su gesto acostumbrado, guardó la cartera, los cigarros y el reloj de doble cadena en los bolsillos...

      Se sacudió levemente con el pañuelo y, sintiéndose perfumado, limpio, sano y materialmente contento pese a su molestia, salió con paso lento y caminó hacia el comedor, donde le esperaban el café y, al lado, los expedientes de la oficina y las cartas.

      Comenzó a leer las cartas. Una no era muy agradable, porque era del comerciante que compraba la madera de las propiedades de su esposa y, como sin reconciliarse con ella era imposible llevar a cabo la operación, daba la impresión de que se mezclase un interés material con su deseo de restituir la armonía en su hogar. Le disgustaba enormemente la posibilidad de que se pensase que el interés de esa venta le incitaba a buscar la reconciliación.

      Después de leer el correo, Esteban Arkadievich cogió los documentos de la oficina, hojeó rápidamente dos expedientes, realizó en los márgenes varias anotaciones con un lápiz grande, y después empezó a tomarse el café, al mismo tiempo que leía el periódico de la mañana, con la tinta de la imprenta todavía húmeda.

      Diariamente recibía un periódico liberal no extremista, sino seguidor de las orientaciones de la mayoría. A pesar de que no le interesaban la ciencia, el arte ni la política, Esteban Arkadievich profesaba con firmeza las opiniones sustentadas por su periódico y por la mayoría. Únicamente cambiaba de ideas cuando estos variaban o, dicho más exactamente, jamás las cambiaba, sino que se modificaban por sí solas en él sin que ni él mismo lo notara.

      No elegía, pues, orientaciones ni maneras de pensar, antes dejaba que las orientaciones y maneras de pensar viniesen a él, de la misma forma que no escogía el estilo de sus sombreros o levitas, sino que se limitaba a aceptar la moda del momento. Debido a que vivía en sociedad y se encontraba en esa edad en que ya se necesita tener opiniones, acogía las ajenas que más le convenían. Si eligió el liberalismo y no el conservadurismo, que también tenía bastantes seguidores entre las personas, no fue por convicción personal, sino porque con su estilo de vida cuadraba mejor el liberalismo.

      El partido liberal afirmaba que en Rusia todo iba mal y, efectivamente, Esteban Arkadievich tenía demasiadas deudas y siempre padecía de una grave falta de dinero. Los liberales añadían que el matrimonio era una institución caduca, que necesitaba una reforma urgente, y Esteban Arkadievich encontraba, efectivamente, poco interés en la vida en familia, por lo que tenía que aparentar contrariando fuertemente sus pensamientos.

      El partido liberal finalmente sostenía o daba a entender que la religión es únicamente un freno para la parte ignorante de la población, y Esteban Arkadievich estaba completamente de acuerdo, debido a que no podía asistir al más breve oficio religioso sin que le dolieran las piernas. Tampoco entendía por qué se intranquilizaba a los fieles con tantas palabras aterradoras y solemnes referentes al otro mundo cuando en este se podía vivir tan a gusto y tan bien. Agréguese a esto que Esteban Arkadievich jamás desaprovechaba la ocasión de una buena broma y se divertía con ganas escandalizando a las personas tranquilas, sosteniendo que ya que se querían ufanar de su origen, era necesario no detenerse en Rúrik y renegar del mono, que era el más antiguo antepasado.

      De esta forma, el liberalismo se transformó en una costumbre para Esteban Arkadievich; y le gustaba el periódico, igual que el cigarro después de las comidas, por la ligera bruma con que envolvía su mente.

      Leyó a fondo el artículo, que aseguraba que es ilógico que en nuestra época se levante el grito afirmando que el radicalismo amenaza con devorar todo lo tradicional y que es urgente adoptar medidas con la finalidad de aplastar la hidra revolucionaria, debido a que, «muy por el contrario, nuestra opinión es que el mal se encuentra en el terco tradicionalismo que retarda el progreso y no en esta supuesta hidra revolucionaria...».

      Después repasó otro artículo, este sobre finanzas, en el que se citaba a Mill y a Bentham, y se atacaba de un modo velado al Ministerio. Entendía de inmediato, gracias a la claridad de su juicio, todas las alusiones, dónde comenzaban y contra quién iban dirigidas, y le producía cierta satisfacción el comprobarlo.

      Sin embargo, hoy estas satisfacciones eran amargas por el recuerdo de los consejos de Matrena Filimonovna y por la idea de la anarquía que reinaba en su hogar.

      Posteriormente


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