Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi


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      Levin llegó en el tren de la mañana a Moscú e inmediatamente se fue a casa de su hermano mayor por parte de madre, Koznichev. Cuando se cambió de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a pedirle consejo después de exponerle las razones de su viaje.

      Sin embargo, Koznichev no estaba solo. Estaba acompañado por un profesor de filosofía famoso que vino de Jarkov con el único objetivo de discutir con él un tema filosófico sobre el que los dos mantenían puntos de vista diferentes.

      El profesor mantenía con los materialistas una vehemente polémica, y Koznichev, que la seguía con mucho interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una misiva exponiéndole sus objeciones y criticándole las enormes concesiones que hacía al materialismo.

      De inmediato, el polemista se puso en camino para discutir el asunto. El tema debatido estaba en aquel momento muy en boga, y se reducía a aclarar si había un límite de separación entre las facultades fisiológicas y psíquicas del ser humano y, de haberlo, dónde se encontraba ese límite.

      Con la misma sonrisa fría con que recibía a todo el mundo, Sergio Ivanovich recibió a su hermano, y después de presentarle al profesor, continuó la conversación.

      El profesor, un hombre de baja estatura, con gafas, de frente estrecha, interrumpió un instante la charla para saludar y posteriormente la reanudó nuevamente, sin tomar en cuenta a Levin.

      Este tomó asiento, esperando que el filósofo se marchase, pero terminó interesándose por la polémica.

      En los periódicos había visto los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo estudiante de la facultad de ciencias puede tomar en el progreso de las ciencias; sin embargo, por su parte, nunca asociaba estos asuntos profundos referentes a la procedencia del ser humano como animal, a la acción refleja, la sociología, a la biología, y a esa que, entre todas, cada vez más le preocupaba: la importancia de la vida y la muerte.

      Su hermano y el profesor, en cambio, en el transcurso de su discusión, mezclaban los asuntos científicos con los referentes al espíritu, y cuando daba la impresión de que tocarían el tema principal, se desviaban de inmediato, y se hundían otra vez en la esfera de las tenues distinciones, las reservas, las alusiones, las citas, las referencias a autorizadas opiniones, con lo que Levin apenas podía comprender de lo que hablaban.

      —Me es imposible aceptar —dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y exactitud, con la pureza de dicción que le eran propias— la tesis que sustenta Keiss; la cual es: que toda concepción del mundo que nos rodea nos es transmitida a través de sensaciones. Nosotros percibimos de manera directa la idea de que existimos, no mediante una sensación, ya que no se conocen órganos especiales que sean capaces de recibirla.

      —Sin embargo, Pripasov, Wurst y Knaust le responderían que la idea de que existimos nace del conjunto de la totalidad de las sensaciones y es el resultado de ellas. Incluso, Wurst asevera que no se puede experimentar la idea de existir sin sensaciones.

      —Demostraré lo contrario... —empezó Sergio Ivanovich.

      Dándose cuenta de que los interlocutores, después de acercarse al punto esencial del problema, se iban a desviar nuevamente de él, Levin preguntó al profesor:

      —Es decir que, cuando mi cuerpo muera y mis sensaciones se acaben, ¿para mí ya no habrá existencia posible?

      Contrariado como si esa interrupción le produjese casi un dolor corporal, miró al que le preguntaba y que parecía más un ignorante que un filósofo, y después volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué quieres que le responda?

      Sin embargo, Sergio Ivanovich hablaba con menos intransigencia y afectación que el profesor, y entendía tanto las objeciones de este como el lógico y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, por lo que sonrió y dijo:

      —Todavía no estamos en condiciones de responder a esa pregunta apropiadamente.

      —Es verdad; no tenemos suficientes datos —dijo el profesor. Y siguió exponiendo sus argumentos—. No —dijo—. Yo sostengo que si, como asegura Pripasov, la sensación tiene su base en la impresión, tenemos que establecer una rigurosa distinción entre estas dos nociones.

      Levin ya no quiso escuchar nada más y esperaba impacientemente que el profesor se fuera.

      VIII

      Sergio le dijo a su hermano, cuando el profesor se marchó:

      —Me alegro que hayas venido. ¿Será por mucho tiempo? Y las tierras ¿cómo van?

      Levin sabía que a su hermano las tierras le interesaban poco, y si le preguntaba por ellas era por condescendencia. Le respondió, pues, limitándose a comentarle sobre la venta del trigo y del dinero recaudado.

      Habría querido pedirle consejo a su hermano, hablarle de sus planes de casamiento. Sin embargo, escuchando su charla con el profesor y escuchando posteriormente el tono protector con que le preguntaba por las tierras (las posesiones de su madre las poseían en común ambos hermanos, pero era Levin quien las administraba), tuvo la impresión de que ya no podría explicarse bien, de que no podía comenzar a hablar a su hermano de lo que había decidido, y de que este seguramente no vería las cosas como él quería que las viera.

      —Muy bien, ¿y qué dices del zemstvo? —preguntó Sergio, que le daba bastante importancia a esa institución.

      —No lo sé, para ser sincero.

      —¿Cómo? ¿No eres miembro de él?

      —No. Presenté la renuncia —respondió Levin— y no voy a las reuniones.

      —¡Es una verdadera lástima! —dijo Sergio Ivanovich frunciendo el ceño.

      Para justificarse, Levin empezó a contarle lo que ocurría en las reuniones.

      —Ya se sabe que pasa así siempre —le interrumpió Sergio Ivanovich—. Los rusos somos de esa manera. Quizá sea un bello rasgo de nuestro carácter la facultad de ver nuestros propios defectos. Sin embargo, los exageramos y nos consolamos de ellos con el sarcasmo que siempre tenemos en los labios. Te diré una cosa: si cualquier otro pueblo de Europa hubiese tenido una institución similar a la de los zemstvos —los ingleses o los alemanes, por ejemplo—, la habrían aprovechado para lograr su libertad política. Nosotros, en cambio, únicamente nos sabemos reír de ella.

      —¿Pero qué querías que hiciera? —respondió Levin, excusándose—. Esa era mi última prueba, puse toda mi alma en ella... Pero no tengo aptitudes, no puedo.

      —No es que no tengas aptitudes: es que no sabes enfocar bien el asunto —dijo Sergio Ivanovich.

      —Quizá tengas razón —aceptó Levin desanimado.

      —¿Sabes que Nicolás, nuestro hermano, está en Moscú otra vez?

      Nicolás, hermano por parte de madre de Sergio y de Constantino, y mayor que ambos, era un calavera. Había despilfarrado su fortuna, siempre andaba en compañía de personas de dudosa reputación y estaba peleado con los dos hermanos.

      —¿Será posible? —preguntó, inquieto, Levin—. ¿Y tú cómo lo sabes?

      —Prokofy le vio en la calle.

      —¿En Moscú? ¿Sabes dónde está viviendo?

      Levin se puso en pie, como disponiéndose a irse de inmediato.

      —Siento mucho habértelo contado —dijo Sergio Ivanovich, moviendo la cabeza al ver la reacción de su hermano—. Envié a alguien para que me informara de su domicilio; le mandé la letra que aceptó a Trubin y que yo pagué. Y lee lo que me responde...

      Y Sergio Ivanovich entregó una nota a su hermano que tenía bajo el pisapapeles.

      Entonces, Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan parecida a la suya:

      Les suplico encarecidamente


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